Hay autores que escriben sobre la profundidad de las heridas, sobre la hemorragia que suponen esos libros llamados clásicos, para bien de quienes sienten una enorme curiosidad por lo eterno y, para mal, para quienes se alejan de imposiciones canónicas. Escritores, decía, cuyo meollo estilístico y, sobre todo temático, implica fotografiar épocas en las que la humanidad se disuelve en trances apocalípticos: guerra, peste, hambre… ya saben. Pocos autores, sin embargo, van más allá de la pústula histórica, de sus significados fijos en piedra y acuosos en miasmas. Muy pocos, en verdad, suturan con su prosa porque no sólo contemplan la catástrofe o dan cuenta de un continuum acerbo, sino que alcanzan a comprender las posibles salidas o las balsámicas resignaciones frente a lo peor de la naturaleza humana. Marguerite Yourcenar, portadora de una aguja como esfero, de una cultura enciclopédica, de un lenguaje como hilos argentos, es una autora que rebasó las expectativas de un siglo convulso.
Nacida al interior de una familia aristocrática e hija de un lector sumamente liberal y crítico, Marguerite Cleenewerck de Crayencour se creó a sí misma con la ayuda del padre que alentó su vocación literaria. A muy temprana edad, la joven jugó con la segunda parte de su apellido para construir el Yourcenar y muy temprano, también, aprendió latín y griego. La incesante lectura de grandes autores de la antigüedad fue compaginada con viajes a lo largo y ancho de una Europa signada por crisis bélicas. Sin embargo, a Marguerite poco le importaba ese presente. Lo suyo era mirar hacia atrás, pero con los ojos dulcemente infectados de una belleza lúcida, quizá fatal, que rescata el instante preciso de cuando, dirían algunos latinoamericanos, “se jodió el Perú”.
Se trata de un momento en el que Oriente y Occidente no sufren el corte que implica toda frontera material y mental, donde las ninfas, por ejemplo, conviven con las vírgenes cristianas, donde el taoísmo reacciona frente a las maneras profundamente medievales –pudiendo ser galas o sajonas– de un emperador chino; donde las diosas de la India se parecen tanto a las mujeres carnales, comunes y enamoradas, que se abren igual que flores conspicuas sobre la tierra, como podemos descubrir en Cuentos orientales, un catálogo sinigual de historias sin etiquetas geopolíticas o planos temporales impuestos por la historia que nos cuenta quien vence.
Un momento, repito, que se alza antes de la imbecilidad de los gobernantes romanos y sus excesos de animales heridos, ya que no pueden asir las orillas del poder como lo hizo el último emperador sensible y culto, el Adriano que Yourcenar retrata puntualmente mediante el vehículo de las memorias, un Adriano con él y sin él mismo en la soledad del mando, en el amor que se prohíbe, en el análisis de una Roma que ya no puede ser a golpe de caprichos, de ruina y muerte; de ebriedad y coliseo.
Para llegar a la ficción histórica de esa novela celebrada por la crítica y el tiempo incapaz de perdonar los dislates literarios, Marguerite debió transitar por la vida de otros personajes masculinos también, es decir, de otros seres atormentados por la verdad de su diferencia como es el caso de Alexis o el tratado del inútil combate, la primera historia larga de esta novelista que en esa ocasión borda profundas revelaciones personales de la mano del género epistolar. De tal modo que si analizamos las estructuras narrativas de Marguerite, descubrimos que en el corazón de su discurso siempre hay otro al que se refiere, alguien a quien se toma en cuenta para poder narrar. Explico, en Memorias de Adriano, el protagonista pretende entender qué ha sido de la existencia que le fue dada, qué hizo con ella, por qué. Para ello, se refiere a otra persona, aun cuando sea él mismo un personaje; así que éste escribe para que alguien más lo lea, lo siga, lo tenga junto a su palabra. En Fuegos, libro que sobresale porque la voz femenina que habla de mujeres arquetípicas como Antígona o Climnestra, también le habla a un tú que no es precisamente el lector, sino una persona que probablemente exista a pesar de la historia que se hilvana. Los temas de esa obra circulan entre el desamor, el odio, la traición, el desasosiego.
Otra de las novelas emblemáticas se Yourcenar es Opus nigrum, una brillante disección del ocaso del mundo medieval en la que las supersticiones oscurantistas aún acaban con poblaciones en tiempos de peste negra. El personaje central, Zenon, se debate entre los descubrimientos médicos que devuelven la salud a los enfermos y la persecución del Santo Oficio. En esta obra gana el intenso saber yourceniano, la biblioteca inmaculada y el intenso peregrinaje. Como el médico alquimista que desmenuza los contenidos de la religión y las sectas que florecen en medio de una época híbrida, Marguerite se pregunta, a la mitad del siglo XX, qué hegemonías ideológicas siguen en pie, qué creencias no han sido rebasadas por décadas y décadas de un devenir tal vez circular. He ahí la crítica armónica de esta propuesta literaria, el canon griego que se vuelve frases, exactitud, simetría en la arquitectura de cada novela porque ninguna resulta estridente, exagerada, melosa, panfletaria. Yourcenar no se irrita, reflexiona y encuentra a la manera de los bardos ese ángulo con un fulgor rescatable en nombre de lo que fuimos en otros tiempos, o de lo que pudimos ser, de no haber renunciado al resplandor de la inteligencia cuando el pensamiento se torna único y hermoso.
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