Del amor sólo se puede hablar a pedazos porque nos rompe o nos recorta para fundar un nuevo reino.
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Mirando nubes es que hacemos esta súplica:
Alguien que sepa cómo tomas el café y cuántas tazas, por qué rompes los platos de todas las vajillas, cómo te dicen tus parientes, qué libros te cambiaron, cuándo hay que mandarte algún poema, para qué. Alguien que te mire y no pueda dejar de emocionarse, que repita tus palabras y te enseñe otras rarísimas haciéndote reír. Alguien a quien no puedas mentirle porque entiende cuándo sucede lo importante. Alguien que detenga el tiempo y que lo acorte; que lo descifre con una lámpara en su voz. Alguien de lejos y de cerca. Un compositor de músicas prohibidas, un demiurgo de sí, un filósofo de tu piel.
Alguien que viaje, mire a la gente y confiese lo que observa. Alguien que no te tenga miedo y cuente los días para escucharte. Alguien que se le mida a cada estación silvestre e imposible. Alguien que espere y regale el sol, el mar, sin hacer cuentas o juzgar cada tatuaje. Una persona que haga un buen café y hable en tu remanso. Alguien que perdone, que sea libre. Un tránsfuga con una biblioteca en la mente y otra en el pecho. Alguien que te buscaba cuando le preguntaste al cielo dónde estás.
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Asociar el amor sólo con reproducción, sexualidad, monogamia y/o matrimonio es un dislate. Se trata de un asunto mucho más complejo. Tiene que ver con la otredad, con el modo en que nos entregamos no al mercantilismo de una supuesta alma gemela, sino a la dicha de que el otro exista aun sin mí.
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El amor nos hace trampa porque no somos monógamos. Suele haber alguien más antes, durante y después: uno o varios fantasmas que rondan. Muchas veces, el amor no llega a ser un exorcismo, sino la posesión en pleno.
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A partir de Urano y Gea, el amor fue inventado para crear todas las cosas del mundo: el mar, las montañas, incluso las canciones que lo legitiman.
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Pero el amor cansa, no puede arder sin fin, así se agota cualquier hoguera. El amor necesita oxígeno, viento. Años.
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¿Para qué amar, para seguir jugando a serpientes y escaleras?
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El amor es como ir a comprar flores y sólo encontrar ramos secos. No obstante, preparar el agua, el recipiente con el mejor cristal y adornar la mesa con esa muerte declarada. El amor es una prueba de supervivencia.
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El amor se convierte en un hijo. O en la idea negada de uno.
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El amor parece ser una sucesión de cartas que no mandamos porque tenemos miedo de las consecuencias.
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El amor es una cadena de emails o de Whats que sí enviamos y nos torció el destino. Nos hace llorar, pero lo callamos.
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A veces no llegamos a saber el amor, ni a entenderlo ni a mirarlo. Eso ocurre cuando estamos en su contra. Si somos sus aliados, podemos ver de dónde viene, desde qué día. Pero es necesaria más de una década para asir este prodigio: esa resurrección de un sentimiento, esa diástole embravecida, esa erección que asusta, esa lágrima de miel invisible.
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Es verdad que el amor envenena, pero también salva como el hecho de consolar a quienes no poseen más amor que un lejano suspiro en la memoria.
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Se va de un amor a otro sin red, como en el circo, como en un trapecio, como en una cuerda floja. Así se va de un amor a un recuerdo. La aporía consiste en que deseamos caer.
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El más luminoso de los amores no ata. Tampoco se queja de sus contradicciones. Deja ir y puede irse. Evita renuncias. Aleja los sacrificios, aunque éstos, se piensa, lo nutran. Mentira. El huracán que lo mantiene vivo es una mezcla de libertad y tiempo a solas.
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El amor danza en la ausencia y busca la unión. No es saciedad. No se le reconoce justo en el momento porque la pasión lo opaca.
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¿Para qué amar, para exigir un contrato de posesión exclusiva?, ¿para qué, para deshacer el tiempo en una soledad que sale del pecho de uno y llega al otro?
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Si el amor no existe no es su culpa.
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No sólo París era una fiesta, sino una reivindicación amorosa.
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¿Ya nunca más esos ríos?, ¿ese ahogo? Si el piano tiene voz de mar, nos rendimos a una celeste reaparición amorosa. Luego hablan de violines, de mariposas, de lugares comunes que, de súbito, nos parecen milagros en carne viva.
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No es que el amor sea ciego, es que es el lazarillo y la picaresca total.
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Nos enamoramos a palos de ciego. La luz proviene del cuidado, de esa mañana cuando la emoción por fin se ha vuelto adulta y se soporta.
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En las fiestas de agosto, que celebraban la asunción de la virgen del barrio de Nexpa, llegaban altísimos caballos con jinetes que concursaban en carreras incesantes. Polvo levantado y sombreros voladores. Olor a animal. Los que llegaban primero, conseguían el favor de una madrina joven, perfumada, que esperaba en la meta con un premio. Quien esto escribe creció mirando atónita los furtivos besos de esa gente que se acababa de conocer bajo un silbante cielo de papel picado. Ninguno sabía nada del otro como el viudo histérico de El último tango en París y la chica del abrigo con botas oscuras. Ninguno de los dos se había preguntado el nombre siquiera. Igual que en Perdidos en Tokio, llegaron a esa calle cerrada por pura aburrición. En Jojutla no había nada mejor que hacer durante las calientes tardes del verano con moscos y lluvias noctámbulas. Así que un beso robado era el epítome de la posibilidad, el único destino ético del amor, si es que lo tiene.
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Posdata: el amor, aunque es amplio y poderoso, nos vacía. ❧
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