Voces de la comunidad

Una antípoda, una crítica a la educación

I

CREEN QUE SE TRATA de una carrera de caballos, como diría Doris Lessing, un juego de ganar o perder. Si se alcanza el número, no hay problema, la cifra es primero, el indicador, la fachada, la envoltura. Digámoslo como es: el enfoque se ablandó cuando los alumnos se empoderaron peligrosamente en las casas y los salones, cuando la conversación aguda entre estudiante y maestro se acabó para dar paso a un chiste, a un cuentito multimedia, a un saber ya masticado por tres bocas. ¿Qué diría Sócrates?

Ahora el maestro debe ser un “cuate”, caer bien, que lo quieran. No importa que no se cubran los temarios, que no se desafíe o no se enseñe a manejar la frustración, a ser íntegro, a no jugar con los límites, a entender que todo se gana, hasta una décima. Y es que el maestro que ayuda a sus estudiantes a salir del capullo sin que le importe que ellos no puedan utilizar después las alas, puesto que no les costó abrirlas, el maestro facilón, divertido sin lecturas, ese docente es un ejemplo. El conflicto, sostiene Estanislao Zuleta, es que deseamos mal. En lugar de querer una relación humana inquietante, compleja y exigente, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y peligros, un nido de amor y, por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo1.

Platón afirmaba que “educar es amar”, pero no mediante el idilio “perfecto” que Zuleta advierte. Educar no es desaparecer los obstáculos del camino, pero tampoco agrandarlos, es ir con la medida exacta entre el afecto y la seriedad que ningún saber, en nombre de ningún indicador, debe extraviar. Si anteponemos el resultado al proceso, si somos laxos, los estudiantes nos imitarán, se darán cuenta de que no hay que ser puntuales, que no hay que tener todos los títulos o actualizarse, que no es necesario ser crítico –por ejemplo–, si el profesor que me inspira es exitoso sin autoexigirse. Entonces estaríamos vendiendo un fraude disfrazado de excelencia. Ya Carlos Monsiváis argumentaba que en México la educación, pagada o gratis, es desastrosa.

II

Sabemos que la esencia de la dignitas humana se basa en el libre albedrío y que poseer la verdad mata la verdad. Por ejemplo, hemos comprobado que el fanatismo ha causado el exterminio de seres inocentes e inermes, llegando al extremo de introducir la destrucción y la muerte en el seno de esas familias. Después de todo, lo valioso del ser humano no reside en la verdad que uno posee o cree poseer, sino en el sincero esfuerzo que realiza para alcanzarla2. ¿No será que la posesión y el beneficio aniquilan, mientras que la búsqueda, desligada de cualquier utilitarismo, puede hacer a la humanidad más libre, más tolerante, más de ella, más humana?
Como profesora me he dado cuenta de que lo que quieren los estudiantes de cualquier nivel, primaria, preparatoria o posgrado, son respuestas expeditas. La duda los incomoda pero no en el buen sentido. Las dudas los molestan al grado de culpar a sus maestros por hacerlos reflexionar, por no decirles exactamente dónde buscar posibles soluciones, por no ordenarles qué hacer, por abrirles la jaula de un salón y dejarlos solos, en libertad, con lo que internamente encuentran, si lo hallan. No entienden que aceptar la falibilidad del conocimiento, confrontarse con la duda, convivir con el error no significa abrazar el irracionalismo y la arbitrariedad.
Significa, por el contrario, en nombre del pluralismo, ejercitar el derecho a la crítica y sentir la necesidad de dialogar también con quien lucha por valores diferentes de los nuestros. No obstante, algunos alumnos odian incluso que el maestro converse, que el maestro dialogue, que el maestro haga una pausa que no tiene que ver con lo que vendrá
en el examen. Si lo que el maestro dice no derivará en
un beneficio, no tiene por qué ser escuchado. Entiendo entonces que el maestro, en su desesperación, baile, cante, ría o hasta se suba a una mesa, como el entrañable Mr. Keating, de La sociedad de los poetas muertos, con tal de llamar la atención, de provocar reacciones, de despertar a un muerto. No tendría que ser así.

III

En el peor de los capitalismos, en el más feroz, se privilegia la competencia. Su fuerza se basa en la separación que deviene de la anulación de colectivos; en este caso, academias, poniendo a pelear al personal o a los alumnos por estímulos de cualquier tipo, por ceremonias al mérito, etcétera. Es el modus operandi del espermatozoide, del que corre más rápido, del que se instala en el óvulo primero, es un proceder biológico, pero no cultural. En términos éticos, lo dice Bauman, no hay más naturaleza que la cultura. De lo contrario, coexistimos en un hipódromo donde todos llevamos anteojeras, donde prima la trampa, el relajamiento del que es más simpático, rico o mañoso; del que no se esfuerza por encontrar ninguna verdad y, lo que es peor, no se apasiona, no se compromete con defenderla en nombre de un trabajo arduo, justo o intachable. Un maestro así le pondría el 95 a mi alumna sin cuestionar absolutamente nada, tal vez sólo argumentando que es buena y porque, de paso, no pierde popularidad. Un profesor sin corona le colocaría esos números sólo si los obtuviera o, en el último de los casos, si hubiera participado exhaustivamente, si hubiera propuesto un trabajo original, innovador, una reflexión extra, algo bueno o bello por los otros, para merecerlos. Un maestro sin corona hablaría con mi alumna, le haría entender, le diría que vale con o sin cifras, que es una persona excepcional, que no depende de un resultado, que la definen mil elementos más complejos y generosos, que su esfuerzo la engrandece, que no es mayor o menor por un aplauso; un maestro excelente también la abrazaría literal o simbólicamente, le dedicaría lo que escribe, le dedicaría lo que piensa, sería en nombre de esa persona que puliría sus cátedras, que se comprometiera a ser mejor, a inspirar más activamente.

Eduardo Galeano decía que unos países se han especializado en ganar y otros en perder. Que el colonialismo y la explotación se fundan en el proceder de los primeros, ya que necesitan garantizar la existencia de los perdedores, de sus materias primas, de sus recursos de cualquier clase, para sumirlos y colocarse por encima de ellos4. Una lección de geopolítica básica es saber que para que unos gocen de todos los derechos se les tienen que arrebatar a otros. En una república auténtica se discute con propiedad de qué forma justa otorgarlos; he ahí su ideal. El capitalismo no es justo, la competencia en ambientes viciados tampoco, aunque sus teorías más ponderadas sostengan que la competencia es lo mejor que puede pasar a un país porque entonces se eleva el nivel y los clientes, siempre los clientes, son los más beneficiados en esta tienda gigante llamada estadounidización, ya no globalización, la cual merece un museo, afirma Canclini5. La competencia, no sé por qué, tiende a volverse desleal. Pregúntele a la Coca-Cola o a Carlos Slim. La competencia, no sé por qué, tiende a usar el traje del machismo y éste mata, no promueve ni hace vivir la solidaridad, el bien común, la armonía, la felicidad, la diversidad, la tolerancia, en pocas palabras, el sentido humano.

El machismo ha construido enormes y atractivas trampas con reconocimientos grabados en platino, en oro, en miles de pesos. Caemos todos los días. El reto es enseñar, también, cómo salir, cómo escaparse con la frente en alto y los brazos abiertos, cómo ser libres, cómo anular interiormente la lógica envenenada de la competencia, cómo encontrar sentido verdadero en otros horizontes más amplios, más justos, sin extraviar la razón, el nivel académico pero, sobre todo, la pasión y la alegría.

IV

En uno de sus más recientes libros, La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa, hace una revisión de Notes Towards the Definition of Culture, de T. S. Eliot, donde el crítico inglés explica que la cultura se transmite a través de la familia y cuando esta institución deja de funcionar de manera adecuada el resultado “es el deterioro de la cultura”. Luego de la familia, la principal transmisora a lo largo de las generaciones ha sido la Iglesia, no el colegio. Así que no hay que confundir cultura con conocimiento. “Cultura no es sólo la suma de diversas actividades, sino un estilo de vida”6, una manera de ser en la que las formas importan tanto como el contenido. El conocimiento tiene que ver con la evolución de la técnica y las ciencias, y la cultura es algo anterior al conocimiento, una propensión del espíritu, una sensibilidad y un cultivo de la forma que da sentido y orientación a los conocimientos.

Estudiantes de la Universidad de Praga. Fotografía de Jirka Matousek

Si revisamos nuestra realidad, si, como aseguran muchos maestros, los estudiantes no aprenden porque no se comportan como es debido, no les interesa saber, no tienen curiosidad intelectual o no poseen disciplina porque desde su casa no se les ha inculcado ésta ni otros valores, si nada podemos hacer ante ejemplos poco recomendables que se reciben en el hogar, ¿todo está perdido? Hay educadores que, precisamente porque el seno familiar no es el mejor de los lugares para adoptar un estilo de vida sensible, tratan de hacer de sus aulas rincones de refugio, de armonía. Sin embargo, profesores más escépticos dicen que la idea es romántica y que de nada sirve porque la estructura familiar es determinante, apenas se entra a la sala con el televisor encendido, todo lo que se hizo en clase desaparece. Sumemos la conciencia guadalupana dictando que la vida ocurre como Dios ordena, que hay infierno, que hay consuelo, que conformarse no es malo, lo terrible es ir en contra de la voluntad divina. Sumemos el desánimo de los profesores cuando deciden lavarse las manos, encogerse de hombros y decir que nada se puede hacer ni cambiar. Así es como se entra a un círculo vicioso, como impera generacionalmente la derrota, lo más desconcertante es que así se acepta y se institucionaliza el “no se puede”.

Es cierto que, en palabras de Vargas Llosa: “Estamos en un mundo donde el primer lugar de la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal, donde la cultura es diversión y lo que no es divertido no es cultura”7, agregaría que estamos en un mundo donde se cree, entonces, que un profesor tiene que ser un animador de fiestas, un organizador de convites, un facilitador de diversiones en las que se consuma conocimiento, mercancía, no alta cultura, no de masas, sino de verdad, la misma que si no se tiene es imposible de contagiar a los estudiantes. De ahí que abunden maestros machistas, por ejemplo, o profesoras meritócratas. De ahí que sea más fácil encontrar profesores de ciencias con muchos conocimientos, pero con poquísima cultura que cuente más allá del placer y la diversión. Es triste, en verdad, que existan maestros incapaces de escribir una oración con buena ortografía o sacar el área de un cuadrado, que este país cuente con un ejército de profesores que no han leído una novela en su vida, que no pueden contarles una historia a sus alumnos, que no poseen palabras suficientes para comunicarse. He ahí la tragedia de nuestro tiempo, un drama del que los profesores responsabilizan a los padres y los padres a los maestros. Como si saber quién fue primero, el huevo o la gallina, sirviera de gran cosa.❧


1.1980, 14.
2. Ordine, 2013.
3. 2005, 159.
4. 1971, 16.
5. 2007, 68.
6. P. 27.
7. P. 33.
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Alma Karla Sandoval
Alma Karla Sandoval
Escritora mexicana y doctora en literatura por el CIDHEM.
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