–¡China queriiida… Chinitaaa, qué gusto! –se dejó oír la voz tonante de Ricardo Garibay, desde la torre en donde habitaba, lugar en que este señor del castillo juraba fidelidad y compromiso en son de vasallaje a su escritura, y custodiado, si no por un flamígero dragón, sí por la nombrada señora Euterpe –pródiga de flores, Musa de la música–, por la propia María Luisa Mendoza.
Ésta fue la primera vez que oí su nombre, su sobrenombre –ese apelativo con el que su padre le hizo llamar por la profusión de sus bucles–, ahí, en el recinto de aquella biblioteca por el regocijo de una amistad de paris inter paris, manifiesta en esos tiples estentóreos del señor de sus letras.
Tomo del barbitaheño del Siglo de Oro español, Quevedo, esta frase: “lo más humano entronca con lo divino”, porque si una va a decir alguna palabra, palabras o discurso para hablar de los amores de La China con su escritura, pues nada mejor que esta locución para comenzar, que, aun no siendo de ella, a ella va y se asienta directo en lo que de esta sentencia la viste, la inviste, la reviste; porque María Luisa Mendoza es su voz, ese aliento que parece no cesar de darse, de entregarse todo en ese beso que es el lenguaje y su articulación, en esa lengua que es patria suya de La China, Guanajuato laberíntico y sinuoso, de calles y entresijos, vericuetos del alma que se mueve en oleajes sutiles y tempestuosos como esa aromada topografía del bajío que enseñorea la pluma de la señora valiente, aguerrida y habitante de la transgresión, no de quien no obedece, muy al contrario, del otro modo, carmelita descalza que a pesar de ella se urge en puntuales compromisos con esa voz que la domina, caballo blanco, como domina irremediablemente el mejor amante. Ella en su neologista manera de ser y por eso de escribir, amante ella del idioma, no deja de besarlo y de entregársele entera sin remordimientos, con toda la carne, los huesos y las entendederas, recibiendo en ese pacto medieval lo que su caballero de la triste figura y garboso andar le entrega de sí, que no es poco, sino mucho, porque ella, cervantina, pero no española, mochila, pero no gazmoña, entiende que el verbo es acción y el logos es bendito, y así lo trata y lo cuida amante de ella él, y él de ella, el lenguaje, en ese beso afortunado de los amantes que se aman.
Lo más humano entronca con lo divino y lo más humano, parece confirmarnos María Luisa Mendoza, es el erotismo, porque el erotismo es tacto y es beso, es gusto en los labios, es alma que se entrega en la caricia de los versos que van rielantes tejiendo su prosa, amparada por ese Ángel que se multiplica ángeles, que en el suspenso de su vuelo dejan que el asombro haga lo suyo, en ese mano a mano, caricia a caricia que es la escritura, contención en sí ve más: voz que escapa de sí misma para convertirse en contacto suave y cadencioso, contenido y potenciado, de frases hilanderas que emergen espirales de la espiralidad en la que navega feliz el alma que se cumple alma, en esas muchas voces que tiene el mar, según T. S. Eliot, según la vida, “muchas voces, muchos dioses”, sabiendo de su cuento el nado, tan parecido a volar:
Mi padre va desprendiendo mi cuerpo de la tenaza poco a poco, del consuelo estrecho, lazo incomparable, anillo protector, bondadoso, invencible, que he buscado inútilmente mil años, en cada vida mía repetida, el del padre, cuyo amor es tan definitivo que suple al de mi ángel de la guarda…
Soy feliz, él no dejará hundirme, sus manos poderosas son tan bellas que nada más las de Dios podrían superarlas…1Mendoza, Ma. Luisa, Fuimos es mucha gente, Alfaguara, México, 1999.
Y lo busca y lo encuentra, ese “abandono angélico”, en donde ya navega y ya emprende el nado a solas, pero nunca solitaria, amante de la soledad de quien le dio esa ternura primigenia, primero a través de los libros que serían, como lo son, su morosa, acurrucante compañía y nutriz cuando su padre le llevaba estos frutos a restablecerla en su mórbida infancia, como la de aquél quien también buscaba el tiempo perdido, Proust, que bien sabe que no se perdió porque lo recobró como La China, cada espacio, madeja, ovillo, antigüería de sus entrañas, y sale reluciente, el tiempo y su misterio, en estallido de ángeles lágrimas que se derraman y se entregan totales como una muestra más de ese mar del que fue habitada y que ahora comparte en cada una de sus líneas saladas y sostenidas en la plenitud segura de la eroticidad.
Alma y cuerpo, La China Mendoza hace la danza sagrada de las letras en el compromiso del respeto a lo que desde ahí debe decirse, no hay pereza, sí voluntad amorosa para entregar sus gavillas en los nombres de sus libros formidables, De amor y lujo, Con él, conmigo, con nosotros tres, De ausencia, El perro de la escribana, Fuimos es mucha gente, que son casitas con alas que vuelan a trasmano de la mirada de quien los lee, otorgando al osado una espejería de imágenes que se acoplan al universo cósmico que es la condición humana, “¿Quién si yo gritara,/ me escucharía de la órdenes angélicas?…” Oye La China del checo Rilke el clamor, y es ella, años después, quien responde, colorida sustancia de palabras, la elegía de la inevitable muerte y la constante y trascendente vida que ejerce en cada ósculo que de su literatura emerge.
La China es pasión. Pasión, no es el arrebato febril, calenturiento, desorbitado, nada más, no sólo; es, y sobre todo, el dolor de quien ve y sabe que son espinas las heridas que cruzan el alma que clama por su célica y a buen resguardo existencia.
Periodista, sin duda; ensayista, también; dramaturga, claro; narradora, ni qué decir sino lo dicho, no sin asentar que a ojos vistas, la mirada de María Luisa Mendoza también se cumple poeta, en ese caballo blanco, portentoso y de figura rotunda que un día Mahler descubrió en sus paseos en el bosque de la infancia, el mismo que dando coces y cabriolas Garibay miró atónito, después de escucharlo en el pavor de la noche, en la techumbre de su casa de juventud; blanca pasión que en oníricos ritmos de ecos cascos sobre las aceras, canta La China:
Aparece en la esquina dominada desde mi cuarto la cabeza rotunda, blanca y llena del poder de un corcel, porque eso es, alto, nervioso la mueve impaciente retenida por las riendas de un caballerango que a pie lo guía…
Lo soñé, estoy segura, nada igual en ningún domingo solitario; un ser que debió plegar sus alas de pegaso para adquirir la ciudadanía de finales del siglo XX. ¿Qué quiere decirme la visión? ¿El sexo, catapulta, lanza, contradicción, deseo, juntos en la naturalidad de la creación?
La China Mendoza no sólo elabora, discurre e imanta las preguntas para un interlocutor, su entrevistado; también y con fuerza impía y desvelada, como autora, va abriendo el sesgo del autocuestionamiento, que tenía por costumbre aquel ruso, como rusa ella, La China, del Idiota, príncipe diferente, Dostoyevski. María Luisa Mendoza sin tapujos, sin piedad, se enfrenta al espejo de sus propias imágenes para ir resolviendo en el azogue marítimo de sus letras la respuesta a esa mordedura que duele, arde y punza cada vez que las palabras de su lengua amante la inquieren para decir lo que es preciso decir.
Sí, sexo; sí catapulta; sí lanza; sí el erotismo poético de María Luisa Mendoza, el afán de amor en alas no plegadas de caricia de palabras, por el amor de su propio caballero, patria de sus amores y sus sensaciones; caballero poseedor de blanco y
poderoso corcel: compromiso, fidelidad vasallática ineludible de una carmelita descalza, de Guanajuato, que conoce de obediencia… Quien la leyó, lo sabe.❧
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