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Tangerine, más allá del efecto quetzal

Tangerine 8Fotograma de la película Tangerine (2015) de Sean S. Baker

Si hay que abrir el ano público, habrá que hacerlo por la vía cultural.
Beatriz Preciado, Terror anal

Tangerine (2015) de Sean S. Baker

Tangerine (2015), de Sean Baker, comienza con una melodía a modo de cuento de hadas, presenta los créditos iniciales con un fondo amarillo y letra cursiva, como si se tratara de un pequeño relato o una película de Disney de los años cincuenta. Se presagia un cuento animado –en cierto modo lo es–, el contorno amarillo se delata como una mesa desgastada por las múltiples historias que ahí se han desarrollado, dos pares de manos entran a escena y con ellas una dona.

“Feliz Navidad, perra”, se abre la toma y vemos a un par de chicas sentadas al lado de un ventanal, el día es soleado, hace calor en Navidad. “¿Debemos compartirla?”, le contesta la otra con una sonrisa que reluce. “Sí, debemos hacerlo, perra. No tengo dinero”. La primera ha salido de la cárcel con apenas dos dólares en la bolsa, a la segunda al fin le han hecho efecto los estrógenos y tiene un par de senos visibles. Sin-Dee (Kitana Kiki Rodríguez) y Alexandra (Mya Taylor), dos chicas negras, transgénero y prostitutas, que comienzan a hablar sobre un tipo proxeneta llamado Chester, quien al parecer ha engañado a Sin-Dee con una chica cuyo nombre inicia con la letra D, ¿Danielle, Desiree, Dee Dee? Poco importa: “Los hombres engañan, lo único que importa es nuestro trabajo”, asevera Alexandra. Pero Sin-Dee no quiere escuchar, sonríe enardecida y sale en busca de Chester para aclarar la situación.

Los primeros tres minutos de Tangerine muestran el cauce por el cual fluirá el cúmulo de emociones e imágenes ágilmente ambientadas por una música trepidante. Las protagonistas bien podrían conformar una serie de estereotipos en búsqueda de la conciliación con el público y las buenas intenciones de un cine políticamente correcto. Sin embargo, no hay que sacar conjeturas, estas dos chicas se apoderan de su propia historia; no sólo son prostitutas buscando drama, eso lo podemos dejar a la hegemonía del cine y su industria cultural. Por el contrario, aquí se experimenta la cotidianidad de los personajes puestos en escena, personalidades que se avivan y desgastan en un constante frenesí. No hay tiempo para victimizarse.

Durante años los denominados “anormales”, aquéllos que no encajan en la convención de las buenas costumbres y desafían las distintas instituciones sociales (la familia, la ley, el colegio, la iglesia, la medicina), han tenido dos caminos de representación en el cine: bien pueden ser exterminados a causa de la monstruosidad que albergan o ser readaptados por el manto social, siempre y cuando logren expiar alguna culpa que no les corresponde, pero que les han impuesto por el simple hecho de existir, pues cuestionan los discursos establecidos y, con ello, la estructura en la que vivimos.

Se ha creado una especie de conciencia conciliatoria sobre el papel de “los otros cuerpos”. Un discurso orquestado desde afuera, detrás del cercado con productos audiovisuales puestos en pantalla para la apropiación mediática de los cuerpos “anormales”. Es el “efecto quetzal”, que denuncia Paco Vidarte en su libro Homografías, en el que se exhibe a un gay que no parece tan afeminado, que no es una “loca” ni crea controversia, sino atractivo, aseado, sin problemas para generar empatía con el público y, así, convertirse en un estandarte publicitario. El discurso que se asoma entrelíneas es que “ellos, los otros, no son tan malos, también sufren, son personas normales y por lo tanto debemos aceptarlos”. En consecuencia, si se salva al quetzal, también se protege su hábitat en el que se encuentran los demás pájaros desplumados, aquéllos que quizá no son tan suculentos a la vista.

Se trata de gestar una opinión positiva y amable sobre el pequeño quetzal. Bello mas no peligroso, en muchas ocasiones doliente, sufre alguna enfermedad, discriminación e intolerancia. Otras veces no es tan fácil de ver y por lo mismo conlleva a la compasión. La industria del cine ha empleado el efecto quetzal para mostrar una mirada consolatoria, un discurso sobre la aceptación hacia los cuerpos que no representan la convención social. Se trata de una mirada de soslayo llena de tolerancia; como quien da migajas a los patos en el estanque, tocan el agua pero no se mojan. Películas como Philadelphia (1993), de Jonathan Demme; Brokeback Mountain (2005), de Ang Lee; Prayers for Bobby (2009), de Russell Mulcahy; Dallas Buyers Club (2013), de Jean-Marc Vallée; The Danish Girl (2015), de Tom Hooper, y la reciente Stonewall (2015), de Roland Emmerich, así como otros títulos, han ido engrosando la lista.

Todas bien intencionadas, llenas de diplomacia, revestidas con personajes que buscan victimizar o edulcorar a los buenos quetzales en peligro de extensión como imagen reivindicativa de la homosexualidad. Sin embargo, lo nocivo no es que existan estas historias, sino que se han convertido en una especie de régimen cinematográfico al ser representaciones que se repiten sin gran variación.

A contrapelo y para enriquecer el discurso, surgió en los años noventa el Nuevo Cine Queer, con autores como Todd Haynes, Gregg Araki, Gus Van Sant, Derek Jarman, Bill Sherwood, Rose Troche y Bruce LaBruce, en cuyas películas independientes la homosexualidad no se edulcora ni se victimiza, tampoco es patológica o se ve ataviada en cuerpos de bella complexión; sus historias van más allá del folletín, influenciadas en cierto modo por el cine trash y John Waters. Los personajes de este cine no son quetzales, aunque sí aves vistosas y famélicas, rebeldes y radicales, parias del sistema que desafían el statu quo heterosexual y homonormado. En esta línea del discurso son herederos los creadores John Cameron Mitchell y el propio Sean Baker, director de Tangerine.

Por lo que se debe situar a Tangerine en una contracultura consciente. Dos jóvenes fabulosas emplazadas en Los Ángeles, la ciudad dorada en vísperas de Navidad, son la contraparte de las estrellas de Hollywood y el discurso dominante en la urbe que escuece en pleno desfase: Navidad sin nieve, familia sin lazos consanguíneos, transexualidad sin dramas gratuitos, prostitutas que se apoyan mutuamente y, además, sobreviven al enclave de su propia película. La mirada se centra en un grupo de personas que viven al día en un frenesí de sexo, drogas, fiesta, radicalidad, pero también de comunión, pues la amistad no está exenta, por el contrario, es la columna vertebral del relato: Sin-Dee y Alexandra, dos sobrevivientes a las promesas del sueño americano, grabadas en la periferia, en un ambiente sórdido pero con un gran sentido del humor.

La tonadita inicial es un guiño cómico: esto es un cuentito camp y posmoderno que conmociona, “la esencia de lo camp es el amor a lo no natural: al artificio y a la exageración. Y lo camp es esotérico: tiene algo de código privado, de símbolo de identidad incluso, entre pequeños círculos urbanos”, comenta Susan Sontag en sus Notas sobre lo camp. La estructura ha mutado y los personajes de Tangerine visibilizan otros contextos, lo campy, otras culturas que seguramente ya conocemos pero que pocas veces vemos en pantalla. Estas chicas que hablan de infidelidades también se hacen un cliente sin mayor empacho, incluso se apoderan de la situación cuando alguno desea pasarse de listo y no quiere pagarles.

La imagen de la prostituta no es la de la joven en busca de la salvación o el estigma frente a la sociedad. Ellas lo han perdido todo y, por lo tanto, no hay otro camino que la lucha diaria, son herederas de las identidades y de los cuerpos que hicieron la verdadera revolución sexual. “No sé por qué continuamos tragándonos la versión de la historia que nos dice que la revolución homosexual la hicieron los gays. Rectifiquemos: la revolución homosexual la empezaron las lesbianas, las maricas afeminadas y las travestis, las únicas que necesitaban de la revolución para sobrevivir”, escribe Beto Preciado en su ensayo Terror anal. Porque los verdaderos discursos que conmocionan son los disidentes, los que no piden migajas en el lago de los patos. “Lo único importante en lo camp es destronar lo serio”, asevera Sontag.

Paralela a la historia de estas jóvenes se encuentra la del taxista armenio Razmik (Karren Karagulian), quien transporta a distintos pasajeros: una señora que acaba de sacrificar a su mascota; una chica oriental que se toma selfies en actitud coqueta, para después perderse con total hastío en su celular; un indio cheroqui que explica el origen de su nombre; chicos fiesteros y vomitones, totalmente indiferentes en sus desmanes. Personajes y actitudes más allá del hombre blanco estadounidense. Taxistas extranjeros que gustan del sexo con las chicas trans. ¿Dónde los sitúa esto a ellos como clientes y a ellas como prostitutas? Ya no se trata de cuerpos femeninos ni masculinos, heterosexuales u homosexuales, sino de cuerpos que dinamitan los discursos socialmente construidos, que redefinen los límites y cuestionan al espectador con el humor como arma de combate. Provocan desplumar al quetzal, no sin cierta gracia.

Incluso el dispositivo con el que se grabó tiende a la ruptura de lo preestablecido. La película se borda bajo la lente de un iPhone 5s, que a su vez sirve como declaración: se puede hacer cine con poco presupuesto, mucho talento y una ardua investigación de por medio. Tampoco se presiente el debut de las actrices Kitana Kiki Rodríguez y Mya Taylor, ambas son honestas, talentosas, totalmente auténticas, gestionan sus personajes desde la propia experiencia. Se mueven en una edición dinámica al compás de una banda sonora poderosa que dirige el tempo de la película.

La búsqueda de Sin-Dee es el trayecto en un día como cualquier otro, y en ese día se retrata la vida de todos estos personajes a los que arrastra junto con la mirada del público. No hay respiro ni concesiones, tampoco hay que caer en la trampa del drama, lo que mueve a Sin-Dee no es la venganza, sino el amor por Chester y, a su vez, lo que la sobrepone no sólo es su actitud aguerrida, sino también su relación con Alexandra. Existe una empatía, pero no es gratuita y mucho menos trivial. Lo que pone en juego Tangerine es la insistencia de un cine en el que los cuerpos disidentes continúan produciendo saberes y discursos sobre sí mismos, al reapropiarse de las tecnologías de poder que los constituyen como seres abyectos. Se trata de un terrorismo poético, pornográfico, estético, el cuerpo queer que opone resistencia y se empodera del relato. ❧

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Lucio Ávila
Lucio Ávila
Crítico de cine y Maestro en Estudios de Arte y Literatura por la UAEM.
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