Leer es una vocación, un oficio en el cual, con la práctica, uno está destinado a ser cada vez más experto. Como escritor, lo que uno acumula son ante todo incertidumbres y ansiedades.
Susan Sontag, Escribir
Es el fin de un verano caluroso en Japón y Shizuku, la protagonista de la película Susurros del corazón (1995), de Yoshifumi Kondo, devora novelas de ficción la mayor parte de su tiempo. La joven es una lectora hábil que también se prepara, como el resto de su generación, para realizar los exámenes finales del siguiente semestre y, a la vez, realizar pruebas de admisión para la preparatoria. El futuro se presenta sin mayor cuestionamiento hasta que encuentra en las tarjetas de la biblioteca el nombre de Seiji Amasawa, un joven que ha leído varios libros antes que ella.
En su ensayo El vicio de leer (1903), la escritora estadounidense Edith Wharton comenta que no hay mayor virtud en la lectura, los lectores innatos leen como respiran sin necesidad de contabilizar o incluso mostrar su habilidad lectora frente al público o los círculos sociales: el verdadero lector lo hace por necesidad, porque es parte de su existencia; no presume de su labor. Shizuku es una lectora innata, lee por vicio, uno que probablemente en nuestro país podría representar una virtud. En torno a la literatura existe un halo de reconocimiento: el lector es considerado como una “persona inteligente” que adquiere conocimiento en cada página; sin embargo, para Wharton, quien vivió el paso del siglo XIX al XX dentro de una Nueva York en transición, la lectura es sólo un resquicio de la modernidad con sus manchas sobre la “difusión del conocimiento” y políticas para una supuesta producción de cultura. Para ella leer no tiene mayor virtud que respirar. Para Shizuku, la lectura es obligada pero también un espacio de recreación personal, una forma de comparecer ante sí misma. La protagonista de Susurros del corazón no le atribuye mayor virtud a la lectura; es un vicio como cualquier otro donde encuentra cobijo, así como el hábitat apacible que es su biblioteca. Su padre, quien es bibliotecario, le comenta sobre la digitalización de las tarjetas de biblioteca; ya no existirán las tarjetas en las que las personas anotan su nombre de forma manual. Esto provoca una desilusión en la protagonista, para quien la letra y el papel adquieren un sentido importante en su transcurso por la lectura. Esta decepción es la antesala de la historia: las pequeñas tarjetas de biblioteca remiten a la melancolía, a un sistema que en la actualidad va en desuso y que, además, conecta a las personas; así es como conoce de nombre a Seiji Amasawa.
En esta película de animación, escrita por Hayao Miyazaki, ópera prima del fallecido director Yoshifumi Kondo (quien trabajó en el Studio Ghibli en varias animaciones), se relata una historia sobre la búsqueda de la vocación en la lectura y la escritura. Shizuku es una chica inteligente, buena hija y traduce canciones del inglés al japonés como pasatiempo, pero también con una motivación personal; desde este punto se plantea que las traducciones no son más que una reapropiación del texto, algo similar a lo que hacemos los lectores con cada libro. La vida de la joven transcurre tranquilamente antes de la pérdida de la inocencia; incluso, la virtud de la lectura se desvanece cuando la vemos dormir hasta tarde, moverse con cierta pereza en el sopor de un verano previo a la última etapa de la secundaria. El espectador no puede dejar de sentir un poco de melancolía al recordar las tardes de lectura distendida y su falta de compromiso característico de la adolescencia.
Pero Shizuku debe crecer. Un día se encuentra con un gato en el Metro, el minino se sienta a su lado y baja con ella del transporte público. La joven sigue al gato por las calles hasta que se pierde en algún entresijo. “Se sintió como el inicio de una historia”, se dice a sí misma. Ella no lo sabe, pero con este diálogo inicia su verdadera aventura, la parte previa de la película ha sido mera introducción de espacios y personajes en la que conocemos su equilibrada vida entre padres amorosos, una inteligente hermana y su amiga, que hará de confidente. Perseguir al felino conlleva a la curiosidad propia del escritor, aquél que vislumbra historias para contar en cada acontecimiento, el gato (quien tiene distintos nombres según la casa que visita) se asemeja a la inspiración: caprichosa, imprecisa y fugaz, una provocación en sí misma que para alcanzarla o conectar con ella, se requiere de tenacidad. Shizuku vuelve a visualizar al gato y continúa con su búsqueda, que la lleva a la tienda de antigüedades del abuelo Nishi, un anciano que repara un bellísimo reloj cuyos engranajes cuentan la trágica historia de la princesa de las hadas, quien, víctima de un hechizo, es convertida en oveja y sólo a las 12 horas puede ver a lo lejos a su amado, el príncipe de los duendes, que espera hora tras hora la transformación de la princesa.
La película de Kondo y Miyazaki guarda en su relato un sinnúmero de sutilezas; una de ellas recae en los objetos como en las tarjetas de biblioteca, el reloj que cuenta una historia de amor o la pequeña escultura de un antropomórfico gato llamado “El barón de Humbert”. Con la figura del reloj, la historia enuncia que los objetos hablan con nosotros, y si ponemos la suficiente atención, nosotros podremos hablar con ellos. El barón, la figura de un gato con ojos de esmeralda, atrapa a Shizuku desde el instante en que lo ve. ¿Cuál es la historia que guarda el objeto? La joven se ve arrobada por la experiencia en su totalidad; al emprender la partida, grita emocionada: “¡Siento que encontré un tesoro!” Antes no era consciente de cierto componente en sí misma, pero al salir comprende que existe algo más allá de los libros, que hay otros objetos para ver y escuchar, esencialmente para sentir.
La inquietud continúa cuando conoce al nieto del señor Nishi. ¿Podrá ser él Seiji Amasawa? La pregunta externa el deseo de Shizuku, pero las figuras en su imaginario no coinciden; para ella, Seiji tendría que ser un chico callado y tímido, mientras que el impetuoso nieto de Nishi se presenta al inicio como un personaje arquetípico, digno de una novela de Jane Austen: un joven atractivo, inteligente, un poco arisco e incluso burlón, que mantiene un par de confrontaciones con el personaje femenino. El nieto de Nishi es aprendiz de artesano y fabrica violines, desea ir a Italia para aprender el oficio, pero sus padres se oponen; sin embargo, él se encuentra decidido a averiguar si tiene talento e incluso está dispuesto a ponerse a prueba.
En una de las escenas más conmovedoras de la película, el joven lleva a Shizuku a la parte inferior de la tienda, donde penden de lo alto varios violines hechos en clase. Ella se asombra de que alguien como el chico pueda fabricar un violín. Él no se inmuta, es consciente de que cualquiera puede hacerlo; no hay mayor habilidad en ello, lo difícil es perfeccionar la técnica. “Aún me queda un camino largo por recorrer”, confiesa el muchacho. Posteriormente, toca su violín con la condición de que Shizuku cante su traducción de la canción Country Roads; con palmas e instrumentos, se unen el abuelo y sus amigos. En esta secuencia, los personajes se aproximan en un proceso de enamoramiento que evita lo cursi. Shizuku comprende que el futuro la espera y que es necesario decidirse. ¿Qué hará ella mientras el joven se prueba a sí mismo, incluso, con la probabilidad de encontrar una respuesta insatisfactoria?
La protagonista se percata de que la lectura no es suficiente: estudiar para los exámenes, graduarse de la secundaria o ingresar a la preparatoria no es el único fin. Las historias de amor no sólo se encuentran en los libros. Existe algo que se le escapa (podría ser la vida misma). “¿Cuándo decidiste tu futuro?”, pregunta Shizuku a su hermana mayor. “Estoy en la universidad tratando de descubrirlo”, responde, y con ello nos esperanza: no todas las decisiones son definitivas, pero todas tienen consecuencias. La película evade hábilmente puntos moralistas e innecesarios sobre los beneficios de trabajar duro o buscar una vocación, va más allá: de una manera sensible, establece que en primer plano es necesario arriesgarse. Shizuku decide trabajar sobre un relato acerca del barón Humbert mientras el joven viaja dos semanas a Cremona para averiguar si tiene talento. Ella se siente en desventaja, trabaja y se documenta, recurre a libros de metalurgia y mineralogía. No sólo de ficción vive el autor.
En una sociedad que nos oprime en un proceso de educación consecutiva donde decidimos a temprana edad, sin pensarlo mucho y con poca experiencia, a qué debemos dedicarnos, los protagonistas de Susurros del corazón toman el camino difícil: el joven se arriesga yendo al extranjero y Shizuku al atreverse a escribir su novela. Esto la lleva a descuidar sus estudios, por lo que mantiene una pequeña charla con sus padres. “Está bien, Shizuku, haz lo que quieras. Pero no es fácil cuando tomas tu propio camino. Sólo puedes culparte a ti misma”, le dice su padre con sobriedad y sin enojo. “Me estoy probado”, asevera la joven en un acto de coraje, pues la búsqueda de una escritura auténtica es un acto de coraje. Ser escritor implica tener una doble práctica: la lectura por vocación y la escritura en la incertidumbre. Podrá ser que la lectura no guarde mayor virtud, pero arrojarse con honestidad al acto de escribir es una tarea titánica.
Un factor sutil pero importante en el relato es la falta de distinción entre arte o artesanía. El hecho de que ella se decida por la escritura y él fabrique violines no representa escala alguna en los procesos creativos, tampoco fomenta ningún tipo de competencia entre la pareja. Es verdad que Shizuku se ve motivada por el personaje masculino como catalizador, pero al final se apoyan mutuamente en un descubrimiento sobre la posible vocación, el primer amor, y que en ocasiones es bueno dejar de lado los libros para escribir uno propio, ya sea en papel o dentro de una historia personal hecha carne. Cualquiera que sea el camino, la película deja en claro que es necesario comprometerse y picar piedra; la metáfora se extiende cuando el abuelo Nishi le enseña a Shizuku una esmeralda sin pulir. Todo relato es burdo, como la piedra preciosa envuelta en otros minerales; para llegar al núcleo de la escritura el camino es laborioso y está lleno de incertidumbres. Probablemente nunca se concrete en un lugar preciso; sin embargo, el recorrido se puede tornar placentero e, incluso, como sucede en Susurros del corazón, despertar a la distancia la melancolía de haber vivido un buen relato.
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