CRÓNICA DE UN ENCUENTRO CON HELENA PAZ GARRO
P R I M E R A P A R T E
El gran árbol musgoso
empezaba a podrirse
igual a los espejos en los cuartos vacíos,
verdes de humedad,
estanques donde yacen tantos muertos.
NO ERA CUALQUIER VISITA. Estaba prevenida por la editorial; más de cinco personas habían asistido para obtener de ella cincuenta fotografías de sus padres, que ya le habían sido pagadas, sin conseguirlo. Por mi parte, atraída por el reto y la clase de desafío al que se me conminaba, llegué llena de curiosidad ante el misterio que entrañaba Helena.
La casa, sobre la Calle de la Luz, presentaba una fachada de altos muros, colonial, con una jardinera rebosante de palmas y una puerta de herrería que era umbral, después de algunos escalones, a la de madera que resguardaba la casa.
Toqué el timbre. “Si corro con suerte abrirá, si está ensimismada, quizá deba marcharme y volver otro día”, pensé con cierto nerviosismo. Toqué por segunda vez, dando un margen de tiempo. Decidí que no, que mejor no me iba, que esperaría hasta ver cómo se abría, primero la puerta de madera y luego la reja de hierro.
Como Helena estaba puesta al tanto de mi visita, supuse que la vería aparecer engalanada: vestido y aperos deslumbrantes, por las habladurías de ella que habían llegado a mí, pero sobre todo por las notas periodísticas con imágenes que mostraban su fino afrancesamiento.
La puerta no se abría. Hice acopio de voluntad para acallar la curiosidad y el miedo y volví a tocar. El sonido metálico del timbre seguía cuando la puerta de madera cedió en el lapso en el que se abría una sonrisa amplia, como de pasarela, en la cumbre de los escalones. Una melena hirsuta y rubia, corta y alborotada la enmarcaba, indudablemente era una mujer mayor que yo, de edad indefinida, con voz impostada que, mientras saludaba, iba bajando los escalones con un manojo de llaves en la mano. Expectante, le sonreía también mientras mis ojos se perdían en la evidente cartografía de manchas de su pijama otrora rosa, por definir un color irresuelto entre esas marcas de indescifrables líquidos derramados y de tiempo, de mucho tiempo.
La reja de hierro chirrió des- pués de algunos intentos. Helena me tendió la mano y me invitó a pasar, con la misma familiaridad que manifiesta una amistad de años. Pasé. Frío. Sentí frío en el vestíbulo vacío de muebles y de cuadros; alfombrado, eso sí. Una perrita blanca, con rastas de mugre, aparecía y desaparecía como un gozque fantasma.
Después de percibir a mis espaldas las vueltas de la llave en el cerrojo y el rechinar de la puerta de madera al cerrarse, apareció nuevamente ante mí, con los brazos cruzados sobre abundantes senos emancipados de sostén, Helena. Con una sonrisa en este momento cerrada, escrutaba mi rostro con ojos ávidos de no sé qué. Me sentí como aquella niña que fui, a la que al ser presentada se acercaban con ojos lupa a mirarla muy de cerca, sin decir palabra, como si se tratara de material desalentado. Respiré cuando oí la pregunta:
–¿A qué vienes?
–Las fotos… por las fotos que la editorial le pagó –exhalé.
–¿Que ya me las pagó? –Helena frunció el ceño.
–La editorial, pues. Un cheque –dije, no sin algo de temor; lo que menos quería era conturbar a esa mujer, que según me advirtieron podía tener impredecibles reacciones.
–Ah, sí, el cheque, el cheque… –Helena avanzó hacia el arranque de las escaleras y empezó a subirlas–. ¿Qué esperas?
Ven, vente –esto último sonó al entusiasmo de la invitación que hace una niña a otra; casi como un: “vamos a jugar”.
Subí los peldaños tras ella. Helena se sostenía del muro de la izquierda. Era evidente el esfuerzo que le conllevaba superar cada escalón. Yo procuré cierta distancia, pues mi magra corpulencia no hubiera podido hacer mucho, en caso de semejante caída.
Una, dos, tres puertas, desde el vestíbulo superior. Helena avanzó hacia la del centro, la única apenas entornada; las otras parecían cerradas. Empujó con su mano de uñas desconchadas de barniz rojo, hasta que sonó el golpe de la madera con el muro interior. Volvió el frío, esta vez con humedad y un olor penetrante.
La cama, en medio de ese caos, aparecía revuelta. Un mar de sábanas y cobertores, tempestuoso y colocada al parecer, de propósito, al centro de la habitación, totalmente separada de la pared. Una mesa de noche, con algunas latas de refresco; una ventana al frente con cortinas que alguna vez fueron suntuosas, de gasa unas y de brocado otras; una silla Luis XV, la alfombra verde pardo, todo mostraba el mismo diseño de mapas antiguos.
Orines. La procedencia del olor penetrante era una caja de plástico azul claro, llena de arena mojada y sobre todo de desechos de gatos. La tristeza comenzó a invadirme; hacia donde me volvía, en esa habitación de techos altos, veía el rostro del abandono, la oscuridad en la Calle de la Luz.
–A ver. Ven, ven –Helena, sin mostrar ni pizca de vergüenza, por el desorden y el hedor, esta vez al sentarse en la noble silla adquirió un donaire y una voz de mando de princesa, de mando sin ambages.
Me acerqué lo suficiente.
–Oye bien: vas a entrar ahí –señaló una puerta lateral– y entre mis vestidos de seda y de linos –presumió con majestuosidad–, vas a encontrar una caja de cartón, tráela –conminó.
Me volví hacia el lugar señalado. Sentí un calosfrío recorriéndome la espalda: “¿Qué habrá ahí, de veras? ¿Y si al entrar me encierra?”, pensé, mientras imágenes de Hansel y Gretel empezaban a hacerme compañía.
A saber si Helena percibió mi temor pero, cuando volví la vista a ella, lucía una sonrisa clara y hasta podría decirse franca.
“Tiranía de la hija única”, concluí mis cavilaciones, mientras avanzaba hacia la puerta del vestidor.
Uff. Alivio. Sí, estaba ahí, la caja de cartón en el piso del closet abierto, escondida entre largos vestidos de la más fina textilería de varios tonos de rosa y de rojo, y otros recamados con lentejuelas, canutillos y chaquiras, de no menos evidente costo e inocultable elegancia.
Sopesándola antes, me apresté a levantar la caja. Imposible. Con seguridad sobrepasaba los veinticinco kilos. Fue cuando al fin pudo salir a flote la aguda curiosidad en una pregunta:
–Helena, ¿tiene a alguien de servicio que pueda ayudarme a cargar la caja?
Como respuesta, el aire que se espesaba. Percusiones. Corazón en la garganta. Terror a su enojo y duda resuelta en horror: Estábamos ella y yo solas en esa casa tomada por la humedad del encierro y el silencio.
Ante la falta de su voz y no sin esfuerzo, salí del vestidor.
Helena, erguida, seguía sentada incólume, en la silla Luis XV. Sonreía como si le sonriera a alguien frente a sí.
En un arranque de sobrevivencia, caminé hacia ella y con voz firme, le dije:
–Lo siento, no puedo cargar sola la caja. Es muy pesada.
Con una mueca de evidente molestia, se levantó y al poco tiempo volvió con la caja en vilo, como si cargara cualquier cosa. Entonces recordé aquello que dicen de los perturbados: “tienen una fuerza inexplicable”.
Como si portara el baúl de sus juguetes, Helena reía con gusto desde dentro y, sin volverse, mientras colocaba la caja frente a la silla Luis VX, me dijo:
–Siéntate ahí –señalando, con la mano izquierda, la cama.
¿Cómo era posible sentarse allí? ¿En qué espacio? Si lo que se veía era poco acogedor, cómo estaría lo demás, aquello que no saltaba a la vista.
Me senté en la orilla. Muy en la orilla, apoyando mis piernas en los pies.
Como si fuera sacando de uno a uno los espacios psíquicos de su vida, espejos marchitos, el infierno de su memoria en papel, Helena se mostraba extrañamente contenta. Hablaba y hablaba y hablaba de esas historias deshilvanadas, que hacían su leyenda en fragmentos que volaban de las manos a la caja y luego al piso, y luego a mis manos y a mis ojos asombrados por el contraste entre las grandes personalidades ahí retratadas; los vestidos del clóset, la silla y esa mujer que navegaba no sé dónde ni con quiénes.
De pronto se detuvo la tarea. Helena se quedó pasmada, las manos en el aire, sobre la caja. Palpitaciones. Saliva atragantada en silencio. Acecho.
Las manos de Helena, como si se hubiera abierto la providencia, lentamente tomaron el tesoro, hasta llevarlo a su regazo. El tono engolado de su voz, mientras mostraba las fotografías, cambió súbitamente. Esta vez las tesituras correspondían a la edad y madurez de la señora que tenía enfrente. Asintió con afabilidad, lentamente, al cuaderno azul en su regazo.
–Te quiero leer algo, ¿de acuerdo? Este cuaderno es mío, mío. No sé si estás enterada de que yo también escribo.
Algo sabía, sí, pero no sé por qué preferí negar suavemente con la cabeza.
–Pues yo escribo. Me gusta la poesía, mucho –los ojos de Helena brillaron con auténtico orgullo y luego se cubrieron con un perceptible destello de lágrimas.
–¿En serio? ¡Qué bien! Sí, gracias, me gustaría de veras oírlo –dije con verdadero entusiasmo, aunque irremediablemente acompañada por la angustia de esa habitación, esa persona y el tiempo que apremiaba para seleccionar ¡50 fotografías!
Helena leyó varias páginas, varias estrofas, varios versos que sólo podían provenir de una pluma educada, sensible y culta. Quizá no esté de más decir que, a mi gusto, eran muy buenos, incluso y por momentos extraordinarios.
Seguía afluente, en serenidad, la elocuente lectura de Helena y de pronto, sin gesto, mohín o aspaviento anterior, el estallido en llanto: gemidos apenas ahogados por la profusión de agua que ya empapaba su rostro ceñido. Era su llanto, el llanto llano de una rapaz no mayor a los seis años. Gimoteaba, la mueca del dolor se exponía, descarada:
–Mi papá me quitó varios versos, ¿lo sabías?… ¿sí?… Y los publicó, ¡los publicó!, y nunca le dijo a nadie, a nadie, nunca, que eran míos –sollozaba.
Sin saber por qué, tampoco, esta vez, asentí.
Helena, perentoriamente, dejó en su regazo el cuaderno y abrió sus brazos, en tensa cruz, ofreciéndose hacia mí.
“¡Dios mío, por favor! ¿Qué hago, Señor?”, clamaba una voz dentro de mí, llena de temor ante aquella desesperada petición.
La respuesta no se dejó esperar. Sin cambiar la postura de sus brazos, y sin dejar de llorar, suplicó:
–¿Me abrazas, por favor, por favor, me abrazas?
La abracé. Ella sentada, yo en pie, con las rodillas flexionadas. Abracé la melena hirsuta, la cartografía, la mezcla de olores de hoy y de días, de perfumes añejos y de aromas renovados; la sonrisa, la risa, la tristeza, el dolor en ese llanto río que no acaba, que no tiene mar que lo contenga; a la niña anidada en ese cuerpo de mujer vetusta, corpulenta, de senos desobligados, de desamparo, de oscuridad, de tinieblas, de soledad y condena inocentes.❧
Corro en los prados del cielo
vuelta a la infancia,
la alegría de mil fuego fatuos
y las luciérnagas de las tardes de verano.
HELENA PAZ GARRO, La Rueda de la Fortuna, 2007. FCE
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