El melodrama familiar como género dirigido específicamente a las mujeres, sirve para exponer las restricciones y limitaciones que la familia nuclear capitalista impone a las mujeres y, al mismo tiempo, para “educar” a éstas con el fin de que acepten dichas restricciones como “naturales” e inevitables, como algo “dado”…
Ann Kaplan, Las mujeres y el cine
No todas las historias han sido contadas, al menos no filmadas. Así lo enuncia entre líneas el director norteamericano Todd Haynes en una de sus películas más comerciales: Far from Heaven (2002), traducida en México como Lejos del cielo. El largometraje narra la historia de un ama de casa modélica de los años cincuenta que vive en un suburbio acomodado, con un par de hijos encantadores y un esposo ejecutivo. El sueño americano de la posguerra, en el que las sonrisas son frías y calculadas. La fantasía se desmigaja cuando la protagonista, Cathy (portentosa actuación de Julianne Moore) descubre que su marido es gay.
Haynes, con apenas seis películas y un par de series realizadas para la televisión, ha construido una carrera que va desde el cine independiente de los años noventa, con insistencia en el new queer cinema (Poison), la paranoia en torno a la enfermedad y la medicina (Safe), así como el glam rock (Velvet Goldmine), el falso documental con tintes andróginos (I’m Not There) y, con mayor insistencia, en la reinterpretación del melodrama con ciertas vueltas de tuerca necesarias para evidenciar las figuras que se han quedado al margen y, con ellas, los discursos, identidades y saberes negados a un nivel comercial (Lejos del cielo y Carol).
Lejos del cielo es una brillante reapropiación del melodrama norteamericano, que en los años cincuenta fue concebido por la industria cinematográfica como un “cine de mujeres”, lo que significa que se gestaron moldes para la feminidad, una industria que dictaba lo que consumiría cierto sector del público. En el melodrama las mujeres sufren por una pérdida, ya sea la del amor (el amante masculino), o la de un hijo (el concepto del amor maternal), aunada a la desdicha existente como una especie de castigo injusto, por el que ellas deben de pagar y expiar una culpa que no les corresponde. Estos filmes retratan el purgatorio personal por el que pasan las mujeres en busca del perdón de una sociedad que las discrimina por ser diferentes, por “haber cometido alguna equivocación”, o sencillamente por actuar de manera indebida según los preceptos de una sociedad conservadora.
Los personajes de Lejos del cielo son una reinterpretación del melodrama del cine clásico, con figuras rectoras en la dirección como Duglas Sirk, uno de los fundadores del género que relata las desgracias de la clase acomodada, una elegante tensión emocional con el cotilleo como detonante. Cathy, en Lejos del cielo, es heredera directa de Cary, la protagonista de All that Heaven Allows (1955), de Douglas Sirk. En esta película del cine clásico de Hollywood, Cary es una viuda que se enamora de su joven jardinero; la disparidad de edades y de clases sociales es inaceptable por una comunidad que observa y juzga. La protagonista es incluso desdeñada por sus propios hijos. En la reapropiación del nuevo milenio por parte de Haynes, Cathy tiene un pequeño romance (contenido y simbólico) con su jardinero, pero a diferencia de la película de Douglas Sirk, aquí el esposo no está muerto, sino que es gay, y el jardinero no sólo es joven, sino también negro. Postular estos personajes era imposible para el cine de 1950, deudor de un código de censura conservador en el que los personajes homosexuales apenas se insinuaban y los negros no tenían mayor protagonismo que el de la servidumbre o la periferia.
Todd Haynes se reapropia de aquello que no había sido contado pero que seguramente aconteció e incluso sigue pasando: hombres dentro del clóset, que infelices se casan por norma social con una joven atractiva, quien descubre con desencanto su secreto. Tras la revelación, la mirada cae sobre su matrimonio, el primero se somete a terapias con un psicólogo (con la posible intervención del tratamiento hormonal o con electroshocks), mientras la esposa soporta las injurias sociales. Todo es contención, porque ante el delicado tejido social no hay quien logre desatar un hilo sin provocar una catástrofe. Cathy descubre en Raymond, su joven jardinero, una apacible compañía que poco a poco va decantando en un roce de miradas, romance sin consumar, idílico e imposible no sólo por la edad y la clase social, sino también por cuestiones raciales.
El racismo es un punto que retoma el filme durante todo el metraje, aborda el repudio por parte de una sociedad blanca, adinerada y dominante, que vive del cotilleo y las fiestas de coctel. Haynes hace evidente lo que en tiempos anteriores apenas se podía insinuar, y que a su manera Sirk lo sugería con inteligencia: la constante discriminación racial, el clasismo y la intolerancia a la diversidad sexual. Pone frente a cámara la discusión sobre el cine clásico de Hollywood, del cual somos herederos. En el discurso se desenmascara, en primera instancia, que las historias se bordan a medida del mismo modelo de personaje: blancos y de clase acomodada, para posteriormente obviar la ausencia y el repudio a otro tipo de personajes, como los homosexuales o los afroamericanos.
En un sentido explícito, el cine clásico de Hollywood tuvo su código de censura vigente desde 1930 hasta 1960, pero la industria cultural, aquélla que dicta qué se ve y dónde se consumen los productos culturales, es una industria aún vigente, no tan fáctica como el código de censura de mediados del siglo pasado, pero igual de abrupta y moralina. Los relatos, por ejemplo, de comedias y encuentros amorosos, siguen girando en torno a una sensibilidad heterosexual, que se consuma en la pareja monógama y el amor más rosa. Los discursos homofóbicos, misóginos, racistas y clasistas siguen vigentes, pero se han matizado, se cuelan en nuestro imaginario y controlan subjetividades.
Bajo esta idea, Todd Haynes busca una subversión en sus historias, reapropiación performativa. En Lejos del cielo, Cathy sigue las reglas, como buena protagonista de un melodrama, paga las cuentas que no le corresponden y además comprende que a pesar de todo ha sido castigada y no puede hacer nada al respecto. Entre susurros, la película nos dice que probablemente portarnos bien no conlleva a nada. Cathy ha seguido el guión que le vendieron desde pequeña: ser la joven amable, ultrafemenina, madre amorosa, esposa servicial, siempre elegante y carismática; aun así, no hay perdón ante el tropiezo, uno que ni siquiera ella provoca.
El melodrama de Haynes se resignifica a sí mismo, hay una pérdida del amor (mejor dicho, del matrimonio, también de la probable relación con el jardinero), pero ante todo hay una pérdida de la inocencia, porque intentar salir del molde puede ser doloroso y sumamente difícil. En la película, su esposo se aleja con un joven que conoce en algún bar, nunca estuvo realmente interesado en Cathy o sus hijos, lo único que realmente le preocupa es resguardar su estatus como hombre y empresario, su masculinidad. Se intuye que el proceso no será gratuito, pero existe cierto desahogo. En las escenas donde Frank (Dennis Quaid), el esposo, decide sumergirse en los bares gay, la atmósfera es turbia, roja y sofocante, en relación con lo prohibido, representa también la tortura que sufre el personaje. En contraste, al final lo vemos en una habitación luminosa con un chico atractivo a sus espaldas. Frank se mueve de escenario, no sabemos hacia dónde se dirige, pero el cambio se ha generado. Algo es algo.
Con Cathy la relación interracial es imposible, le es negada la deriva a la que accede Frank, no sólo por mantener las apariencias, que a lo largo del metraje van importando cada vez menos a la protagonista, sino por su papel de madre que la mantiene atada a la esfera doméstica. Raymond, el jardinero, decide mudarse tras un ataque racista por parte de los vecinos, unos niños apedrean a su hija. A él la paternidad no le impide desplazarse. El futuro de Raymond como el de Frank es incierto, pero entre el tejido descosen algunas hebras para tener un breve respiro; se trata de una posible rasgadura del velo ante la violencia propiciada por la sociedad.
No es así con el personaje femenino, que no encuentra escapatoria ante los relatos que le han cosido al cuerpo, con los que ser mujer implica esta colonización del cuerpo hembra por parte del club masculino, de la sociedad y el patriarcado que convierte a las personas en esposas pudorosas y madres ideales, o esposos trabajadores y jefes de familia intachables, en cuerpos ligados a un trabajo específico por el color de piel.
Todos se van, ella se queda en el andén. Con primerísimos planos a la actriz Julianne Moore, que mira la locomotora partir, el melodrama significa la pérdida. Las mujeres en el melodrama no dejan de perder su integridad; ni siquiera cuando son acogidas nuevamente por la sociedad que las pisoteó, llegan a tener una verdadera ganancia. En Lejos del cielo no hay final consolador: Todd Haynes no viene a contarnos novelitas románticas, por el contrario, su película evoca el ocaso y el total desencanto; la fotografía de Edward Lachman enmarca los colores ocres, con luces artificiales de tonalidades que en unos momentos asfixian y en otros más llenan de melancolía.
Lejos del cielo apenas cambia un par de elementos en la trama, un esposo gay, un jardinero negro que charla y sonríe a su empleadora blanca. Tensa los hilos, remarca los discursos en los que vivimos a diario y logra dinamitar el argumento inicial. El melodrama de los años cincuenta se revela con todas sus censuras y pone en evidencia los residuos que nos ha heredado. ❧
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