Voces de la comunidad

Lo impasible y contemplativo

PinaFotograma de Pina

Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra.
Simone de Beauvoir

El director alemán Wim Wenders, quien tuvo con seguridad su mejor etapa como creador en los años setenta y ochenta, siempre se ha interesado por el relato cinematográfico cual recorrido audiovisual; la road movie reflexiva, un cine contemplativo que también se piensa desde el diálogo y la imagen colorista, no suele dejar indiferente. Sin embargo, en los últimos años ha tenido la inquietud de volcarse sobre el documental como herramienta de trabajo. Su película anterior, Pina (2011), adolece de una mirada superficial sobre la fallecida Pina Bausch. La película intercala extractos de las puestas en escena de la coreógrafa y bailarina, así como entrevistas realizadas a sus allegados o conocidos. Cabezas hablantes que validaban un discurso que nunca se cuestiona, Wenders no problematiza, laurea a una de las grandes figuras de la danza contemporánea; no obstante, la paradoja consiste en el aplanamiento de la contemporaneidad.

Giorgio Agamben, en su texto ¿Qué es lo contemporáneo? (2008), explica que el contemporáneo es alguien que vive en desfase con su propio tiempo; anacrónico, escapa a la luz de su época para sumergirse en el cono de oscuridad. Lo contemporáneo no consuela, por el contrario, angustia y cuestiona; es un concepto que bien puede esgrimir la obra de Pina, figura de ruptura en las artes. Por su lado, la película embellece el discurso al idealizar a la artista con escenas visualmente atractivas, pero vacías en su propia belleza; le falta rigor plástico que conecte con lo inefable de la danza y la música. Algo falla, y es la condescendencia de su director. No todo lo bello es atractivo. Wenders, quien fue el desfase de su tiempo, ahora se ve desteñido en sus trabajos más recientes, y no precisamente por el cono de oscuridad, sino por el desapego a disertaciones que propongan ideas auténticas sobre la imagen en movimiento. Hay mucha luz en su discurso; habría que oscurecerlo un poco.

En su película reciente, La sal de la tierra (2014), en codirección con Juliano Ribeiro, fijó la mirada en el fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, artista cuyo trabajo guarda cierta armonía visual con las personas y situaciones que retrata. Sus imágenes captan a los desposeídos de la tierra, los desterrados que el discurso hegemónico pocas veces voltea a ver, habitantes de Sudamérica, Europa y África, arrojados a la devastación de las guerras, los desastres naturales, la economía, la migración y la hambruna. “La América profunda”, la llama Salgado, con el interés de socavar imágenes para que todos podamos apreciarlas, y con ellas, la situación política que conllevan. En este aspecto, el documental funciona como dispositivo viral, pues empalma el reconocimiento de tres creadores para divulgar su trabajo; no obstante, la figura del fotógrafo termina por devorarlo todo.

Como sucedió con Pina, el tema que se atiende no es precisamente el arte, sino el artista. No va sobre la fotografía, aunque al inicio del relato despunten breves disertaciones sobre la luz y la cámara como objeto de ataque. La pieza final es sobre Salgado: su recorrido por varios continentes y las desgracias que ha podido captar y embellecer con su cámara. En este sentido, el documental es un peligro tautológico; bello el director y bello el fotógrafo, pueden caer en el aburrimiento. Una trampa que surcan peligrosamente a la par de una sobria voz en off, en inglés o francés –dependiendo del narrador (director o fotógrafo)–, que cuenta la biografía y los distintos proyectos del artista. Ya sean sus inicios como economista, el matrimonio con Lélia Wanick, su papel como padre, los viajes, Wenders no deja la road movie, aspecto que se agradece; sigue a su protagonista e inicia en la Serra Pelada, una mina de oro en Brasil.

Como bien sabemos, en los discursos cinematográficos nada es fortuito. En las imágenes vemos a un grupo de personas enlodadas de pies a cabeza, trabajan al fondo de una mina, apeñuscados como si de esclavos se tratara. Pero no es así, son hombres libres, según se nos explica. Las personas van a excavar y al final de la jornada les dejan escoger un saco, el cual puede contener tierra u oro. De cierto modo son esclavos del oro y de sus propios intereses. Las fotografías muestran el desgaste de las personas ahí reunidas, se mimetizan con el paraje, las consume la codicia o la esperanza. Las interpretaciones pueden conversar entre ellas.

“Una imagen puede decir más que mil palabras, pero jamás podrá concretar un concepto”, comenta Susan Sontag en sus ensayos sobre la fotografía. Y para que las sutilidades del discurso no se escapen, reaparece la voz en off del fotógrafo. Frente a la imagen, Salgado completa el relato, su experiencia, lo acontecido y las sensaciones obtenidas en el momento. El recuerdo. Hay una mistificación de la imagen: primero Salgado habla, después la película enmarca, se edita y crea la sensación de veracidad. No es una biopic, no hay dramatización espectacular, rehúye a la sensiblería, pero ancla su objetivo en la figura del creador y las lecturas que comparte sobre su trabajo. La primera secuencia de la mina devela la intención del documental: fotografías equivalentes a los sacos de tierra y oro se han seleccionado de entre las pepitas que serán expuestas en el metraje; además, cada una esconde un secreto, en el que el fotógrafo habla de cómo puso el cuerpo antes que la cámara, direccionando las posibles lecturas del trabajo.

En este aspecto, el documental no se tambalea ni por un instante, no duda, pero tampoco se apega a la fórmula del National Geographic o Discovery Channel. Estas resoluciones estéticas, al igual que en la biopic, son mero espectáculo, fetiche occidental para el fácil asombro en los programas informativos. El fetiche se desluce una vez que devela la vulgaridad de su referente (el espectáculo televisivo); a Wenders, por el contrario, le atrae la efigie y el tótem; para Pina y Salgado, respectivamente, el recuerdo sacro y la deidad en vida. Con estos intereses no rompe ninguna regla (quizá nunca estuvo interesado en hacerlo), es respetuoso, no reinventa la galería audiovisual, aun cuando las imágenes que muestra una y otra vez son difíciles de ver por la devastación y los horrores que relatan. Ya sea en Brasil, México, Indonesia, Etiopía, Tanzania, Yugoslavia o la guerra del Golfo en Kuwait, las fotografías impactan, pero cumplen mejor su cometido por separado y sin el ritmo sedante del documental. La devastación adquiere un grado de belleza que atrae y escandaliza, ya no por lo que retrata, sino por la parsimonia con la que el público asimila el dolor de los demás. Las desgracias se acumulan, pierden rigor. El papel del testigo como fotógrafo y espectador se torna cuestionable: ¿hacia dónde vamos con todo esto?

En el ensayo “El heroísmo de la visión”, Susan Sontag escribe sobre el atractivo y los peligros de una imagen considerada como algo bello: “La cámara ha tenido tanto éxito en su función de embellecer el mundo, que las fotografías, más que el mundo, se han convertido en medida de lo bello”. El acontecimiento hecho imagen puede sustituir a la realidad e, incluso, embellecerla. El mundo se cuantifica en postales del recuerdo, efectos consolatorios, aplanamiento de la desgracia o documentos que guardan alguna sorpresa en su contexto sociopolítico. Lo desconocido nos arroba, pero también inmoviliza ante la imposibilidad de una acción certera. La fotografía de Salgado conmueve, escandaliza, pero la película de Wenders y el hijo del fotógrafo, Juliano Ribeiro (quien es codirector del documental), amortigua la caída. Es el peligro de lo atractivo, pues embelesa y reconforta, aspecto que no sería posible si la fotografía de Salgado no apuntara hacia la armonía visual, pues pocas imágenes en el documental procuran salir del concepto hegemónico de lo bello. Un niño en Etiopía muriendo en brazos de su padre, una mujer ciega en Malí, un arado en México, los exiliados de Yugoslavia, el terrorismo en la guerra del Golfo Pérsico, todo se asemeja en la bella composición del blanco y negro. Ahí se encuentra la trampa.

Lo que condiciona al documental es la intención de no transgredir la estructura narrativa, la selección de las imágenes y el montaje de la historia; es necesario aclarar que tampoco todas las fotografías de Sebastião Salgado van sobre tragedias sociales. El interés del artista siempre han sido las personas. El título de la película enmarca la inquietud por demostrar que la especie humana es la que dinamita al mundo. Pero en una ironía, el documental pierde el sentido de la dosificación; si la sal sazona y conserva, es necesario saber emplearla. Menor material en exposición y más síntesis en el metraje, habrían provocado mayor impacto en el público, sin necesidad de caer en el sopor o el espectáculo. Si algo evidencia el trabajo de Salgado, es que lo contemplativo también duele. Tomar una fotografía es permanecer estático e impasible ante lo que se podría modificar; el fotógrafo no siempre interviene de modo fáctico, sino que inmortaliza y mediatiza la información.

Al final, para bien o para mal, el trabajo de los realizadores cree en la especie humana como factor de cambio, así lo evidencian los últimos proyectos de Salgado y Lélia Wanick, su esposa. El Instituto Terra es la reforestación de la casa paterna en Brasil, un tributo al planeta después del desencanto provocado por la sociedad. El suspiro se desprende del espectador al ver las zonas áridas vueltas a la vida. El fotógrafo no sólo concientiza, sino que también actúa, aunque no siempre en relación con la imagen. Los dos últimos proyectos, el Instituto Terra y la serie Génesis, se enfocan en la naturaleza y el paisaje, así como en la investigación para reconstruir la mata atlántica. Consuela, pero no sólo en lo estético. Ir más allá de la imagen debería ser la tarea de muchos artistas. En ocasiones, al hablar de imágenes sólo se describen síntomas, por lo cual es necesario bucear en los abismos de la estructura social y no únicamente en la superficie. El último trabajo de Wenders y Juliano Ribeiro chapotea por lo alto, se disfruta pero por momentos aburre. Al final, el escándalo puede acosarnos al descubrir la imagen ante la que cabeceamos. 

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Lucio Ávila
Lucio Ávila
Crítico de cine y Maestro en Estudios de Arte y Literatura por la UAEM.
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