FUE EN EL MUSEO DEL Prado, a principios de diciembre, por la noche, que encontré La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine. Con los ojos llenos de Goya, El Bosco y Velázquez, buscaba un libro ligero, fácil de cargar en la bolsa de tren en tren. La intuición o lo corto del presupuesto, lo que usted quiera, me hizo acercarme a la novena edición de una obra dividida en tres partes y un apéndice, en la que se confirma que los saberes supuestamente inútiles de ahora, las humanidades, para acabar pronto, son más necesarias que nunca.
El autor, de raza académica pero sensible, nos recuerda que la única oportunidad para conquistar y proteger nuestra dignidad humana nos la ofrece la cultura, la educación. No es una tesis nueva; lo es la forma, las referencias y los delicados hilos de oro y plata con que La utilidad de lo inútil se teje. Además, no deja ni uno suelto: el libro toca la inutilidad de la literatura, la universidad –empresa, los estudiantes–, clientes y las dignitas huminis.
Ordine señala que es probable que el acto creativo que da vida a lo que denominamos literatura se base precisamente en la simplicidad motivada tan sólo por un auténtico gozo y ajena a cualquier aspiración al beneficio. Un acto gratuito, exento de finalidad precisa. Capaz de eludir cualquier lógica comercial. Inútil, por lo tanto, porque no puede ser monetizado, pero necesario para expresar con su propia existencia un valor alternativo a la supremacía de las leyes del mercado y el lucro.
No todo se puede comprar, cierto. La memoria, las nubes, los colores –como dice una canción–, la vida misma. He ahí un saber necesario, como nunca antes, en una sociedad mercantil, deshumanizada, en un contexto en el que la universidad, cada vez más parecida a una empresa, con tal de que los estudiantes se gradúen en los plazos establecidos por la ley y para hacer más agradable el aprendizaje no se piden sacrificios, sino que se busca atraerlos mediante la perversa reducción progresiva de los programas y la transformación de las clases en un juego interactivo superficial, basado también en la proyección de diapositivas y en el suministro de cuestionarios de respuestas múltiples. Según Emmanuel Jaffelin en Le Monde, del 28 de mayo de 2012: “Dado que se paga muy cara la matrícula en Harvard, el estudiante no sólo espera de su profesor que sea docto, competente y eficaz: espera que sea sumiso, porque el cliente siempre tiene la razón”.
El dinero manda, el dinero que es absolutamente útil, que compra un título por medio del cual se identifica a un ser humano aun cuando en cualquier individuo hay algo esencial que va mucho más allá del oficio que ejerce1. Sin esa dimensión pedagógica, completamente ajena a toda forma de utilitarismo, sería muy difícil, ante el futuro, continuar imaginando ciudadanos responsables, capaces de abandonar los propios egoísmos para abrazar el bien común, para expresar solidaridad, para defender la tolerancia, para reivindicar la libertad, para proteger la naturaleza, para apoyar la justicia; todo eso que va más allá de un indicador, de una cifra a la hora de pedir más apoyos gubernamentales.
Nuccio Ordine también nos alerta, siguiendo el discurso que Victor Hugo pronunció en la Asamblea Constituyente en 1848, de que las reducciones en todo presupuesto a las ciencias, las letras y las artes son doblemente macabras, ya que un ahorro ridículo para el Estado se revela mortal para la vida de bibliotecas, museos, archivos, conservatorios, escuelas y otras importantes instituciones. Es mucho más, ridículamente más, lo destinado a las campañas políticas, a los llamados “apoyos sociales” con los que, está probado, se compran votos a diestra y siniestra.
En La utilidad de lo inútil aprendemos que la esencia de la dignitas humana se basa en el libre albedrío y que poseer la verdad mata la verdad. Por ejemplo, hemos comprobado que el fanatismo ha causado el exterminio de seres inocentes e inermes, llegando al extremo de introducir la destrucción y la muerte en el seno de las propias familias. Después de todo, lo valioso del ser humano no reside en la verdad que uno posee o cree poseer, sino en el sincero esfuerzo que realiza para alcanzarla. ¿No será que la posesión y el beneficio matan, mientras que la búsqueda, desligada de cualquier utilitarismo, puede hacer a la humanidad más libre, más tolerante, más sí misma, más humana?
Como profesora, me he dado cuenta de que los estudiantes de cualquier nivel, primaria, preparatoria o posgrado, lo que quieren son respuestas expeditas. La duda los incomoda, pero no el buen sentido. Las dudas los molestan al grado de culpar a sus maestros por hacerlos reflexionar, por no decirles exactamente dónde buscar posibles soluciones, por no ordenarles qué hacer, por abrirles la jaula de un salón y dejarlos solos, en libertad, con lo que internamente encuentran, si lo hallan. No entienden que aceptar la falibilidad del conocimiento, confrontarse a la duda, convivir con el error no significa abrazar el irracionalismo y la arbitrariedad. Significa, por el contrario, en nombre del pluralismo, ejercitar el derecho a la crítica y sentir la necesidad de dialogar también con quien lucha por valores diferentes de los nuestros. No obstante, algunos alumnos odian incluso que el maestro converse, que el maestro dialogue, que el maestro haga una pausa que no tiene que ver con lo que vendrá en el examen. Si no derivará en un beneficio lo que el maestro dice, no tiene por qué ser escuchado. Entiendo, entonces, que el maestro, en su desesperación, baile, cante, ría o hasta se suba a una mesa, como el entrañable Mr. Keating, en La sociedad de los poetas muertos, con tal de llamar la atención, de provocar reacciones.
En suma, la vida desinteresada no vende, pero Nuccio Ordine precisa que todo aquello gratuito es esencial.❧