Raros son los escritores que saben enseñar porque disfrutan de esa labor. Suele ocurrir que algunos se agobian con los micrófonos, las entrevistas, los clics de las cámaras como J. D. Salinger o Gabriel Zaid y por ello se aíslan, no dan clases ni mucho menos talleres. O bien, quiénes en el recinto de la conversación, en las lecturas críticas, jóvenes promesas se desesperan sin más. Juan Rulfo, por ejemplo, tiraba a la basura las páginas de un relato que no le convencía en el Centro Mexicano de Escritores (Daniel Sada refiere la anécdota) y cortaba de tajo, sin piedad, las ambiciones o sueños de narradores imberbes. Juan José Arreola, buen saltimbanqui, un poco más paciente, aunque más divo, jugaba ajedrez para no perder la calma y ahí, entre alfiles, caballos, torres y peones agónicos, daba consejos sobre el arte de escribir. Lo hacía contento, mirando brillar los jardines de la Casa del Lago.
En términos poéticos, el apasionado Saúl Ibargoyen reclutaba él mismo a los miembros de su taller, se reservaba el derecho de admisión a pesar de ser un exiliado de las dictaduras latinoamericanas, de su filiación de izquierda rojísima. Dolores Castro, mucho más abierta, sabe encontrar las palabras precisas y dulces para decirte que tu poema no lo es. Francisco Hernández, María Baranda, Javier Sicilia, son otros enormes vates que gustan de tallerear a fondo, pero necesitan tomar oxígeno por temporadas. Sus grupos no suelen ser permanentes porque saben muy bien que a las musas no se les obliga, no se les acosa, no se les paga.
Sin embargo, existen pocos maestros que parecen incansables. Contra los vientos más veloces, las violencias indecibles, la apatía, el desgano o la enfermedad, mantienen vivo el fuego creador. Llueva lo que llueva en este país, abren las puertas de su taller cada semana y esperan las obras de cualquier narrador. Esos maestros son cazadores de grandes cuentos, poemas o novelas que tal vez nunca se publicarán, pero merecen ser pulidas con el cariño de un orfebre que se rinde ante los recovecos de las palabras y los mundos inventados.
Francisco Rebolledo, el mejor tallerista que he conocido, no discrimina a nadie que le lleve un texto. No importa la edad, procedencia, nivel educativo. Él te recibe y ya. Pregunta tu nombre, qué has leído. La primera vez, por única ocasión, te permite leer tu obra. Luego, aclara firme, lo leerá alguien más. Sus reglas son limpias, irrompibles y son pocas. Basta con respetar la puntualidad de los miembros del taller que, con gentileza, humor y preocupación sincera, convierte pronto en una cofradía empática, de egos controlados. Se vale escribir lo que sea, experimentando, jugando con las temáticas, con las obsesiones de cada aspirante a escritor que llega, pero eso sí: nada de insultos, de heridas inútiles, de críticas destructivas, de malas leches para envenenar el clima de esas reuniones. Lo cual ha permitido que quienes tuvimos el honor de formarnos a su lado, creciéramos sin traumas, nos atreviéramos a más, nos lanzáramos a publicar donde nos abrieron espacios o a participar en concursos que han ganado varios de sus discípulos: Andrea Ciria, Arturo Núñez Alday, Efraím Blanco, Roberto Abad, por citar algunos narradores con premios nacionales que, durante años, sí, años, tallerearon con Rebolledo cada lunes de seis de la tarde a nueve de la noche.
No abundan los talleres exitosos por la nómina de escritores que despuntan gracias al rigor, la paciencia, los aplausos que se lleva un gran trabajo de la mano de un autor multireferenciado internacionalmente, pero con una humildad y exigencia combinadas que guía en verdad a los que escriben. Rebolledo sabe qué pedirle a cada quien. Nota cuando un narrador se atora o avanza, lo dice con respeto, lo reconoce y advierte de peligros en una prosa a la que le falta o le sobra algún elemento. Fan de Los Beatles, deja ser a sus contertulios de café, a sus cómplices, a sus camaradas. Ninguna excentricidad de escritor perturbado o perdido lo alejan de lo que en verdad importa: el cuento, sus puntos y comas que exige usar, sus palabras que no deben repetirse, su hondura dramática. Sin embargo, así como hacen los grandes docentes, deja que el otro se percate solo cuando yerra.
Nunca he visto las pupilas de Paco dejar de encenderse ante un buen texto. Cuando fumaba, apuraba el cigarrillo porque la emoción de esos párrafos, hasta entonces inéditos, casi lo hacían saltar de esas sillas de plástico de La Rana Sabia, un café en el corazón del centro de Cuernavaca donde sigue reuniéndose con quien guste, como guste, aparecer. No hay sermones innecesarios ahí ni regaños inmerecidos. Estoico, Rebolledo le “mete mano” a las fotocopias de los que llevan escrito y corrige sin desesperos cualquier falta de ortografía. Va palabra por palabra, renglón por renglón, se toma el tiempo que sea necesario para limpiar, para sacar brillo a las historias. Cuesta creer que el autor de Rasero, generoso, esté dispuesto a realizar ese trabajo de relojero con alas. Sus talleres no son costosos ni te persigue para que cubras la cuota. Ya el simple hecho de que un novelista experimentado crea en ti y te preste atención concentrada, vale más que una década de psicoanálisis.
He visto a gente que escribía por hobbie, convertirse en buenos autores de la mano de Paco. Tuve el privilegio de acompañar el despegue de buenas, de respetables carreras literarias al interior de ese taller. He admirado y aprendido métodos de enseñanza desde los bellos jardines de la conversación; así como la defensa de la escritura entendida al igual que una extraña forma de vivir que nos enaltece, que nos da sentido. Nunca me constó un gesto agrio, una palabra discriminatoria, una grosería de vaca sagrada en el espacio que Rebolledo mantiene desde hace quince años o un poco más. La nobleza y grandeza de un autor recae en ello, en ese amor desmedido por la literatura que no se anda profesando en las esquinas, que no es pose, que no se mide ni se ahorra, que no se manipula en beneficio de la propia fama o ese oropel maldito de los escritores que hacen de todo, menos escribir realmente. La entrega de Francisco Rebolledo a la creación literaria es otro de los ángulos que nos alumbran. Merece todos los homenajes que en vida, y después de ella, se le rindan. ❧
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