Voces de la comunidad

Las fronteras invisibles del miedo

LA MADRUGADA SE CIERNE sobre la frente de los sueños. Y ahí está, con su figura impertérrita –mirando entre la comisura de las sombras–, el temor insondable, enraizado a la columna vertebral de nuestra ecuanimidad. Nos despertamos y lo cotidiano, ese burdo mundo que nos espera, es el placebo más efectivo para olvidarlo.

La Universidad es un bálsamo reconfortante. Dentro de la máxima casa de estudios, en las aulas, en los jardines verde olivo o las sempiternas escaleras rodeadas de árboles somnolientos, pareciera que la felicidad es inmarcesible –diáfana valoración que hace nuestra alma temblorosa–. Pero el desasosiego sigue ahí, acosándonos, esperando que miremos de reojo sus dientes afilados.

Bauman, Z., nos dice que el miedo es un sentimiento que conocen todas las criaturas vivas. Asimismo, hace referencia que:

Los seres humanos comparten esa experiencia con los animales. Los estudiosos del comportamiento de estos últimos han descrito con gran lujo de detalles el abundante repertorio de respuestas que manifiestan ante la presencia inmediata de una amenaza que ponga en peligro su vida, y que, como en el caso de los humanos cuando se enfrentan a una amenaza, oscilan básicamente entre las opciones alternativas de la huida o agresión. Pero los seres humanos conocen, además, un sentimiento adicional: una especie de temor de “segundo grado”, un miedo –por así decirlo– “reciclado” social y culturalmente, o (como lo denominó Hugues Lagrange en su estudio fundamental sobre el miedo) un “miedo derivativo” que orienta su conducta (tras haber reformado su percepción del miedo y las expectativas que guían su elección de comportamientos) tanto si hay una amenaza inmediatamente presente como si no. Podemos considerar ese miedo secundario como el sedimento de una experiencia pasada de confrontación directa con la amenaza: un sedimento que sobrevive a aquel encuentro y que se convierte en un factor importante de conformación de la conducta humana aun cuando ya no exista amenaza directa alguna para la vida o integridad de la persona. El “miedo derivativo” es un fotograma fijo de la mente que podemos describir (mejor que de ningún otro modo) como el sentimiento de ser susceptible al peligro: una sensación de inseguridad (el mundo está lleno de peligros que pueden caer sobre nosotros y materializarse en cualquier momento sin apenas mediar aviso) y de vulnerabilidad (si el peligro nos agrede, habrá pocas o nulas posibilidades de escapar a él o de hacerle frente con una defensa eficaz); la suposición de nuestra vulnerabilidad frente a los peligros no depende tanto del volumen o la naturaleza de las amenazas reales como de la ausencia de confianza en las defensas disponibles.

¿Qué desoladas reflexiones han murmurado nuestros ancestros que generan la angustia de un porvenir lleno de infaustos presagios? Los “miedos derivativos” en el sentir de los universitarios tienen diversas voces, orígenes, pero todos desembocan en la desesperanza.

“Mi papá me dice que le eche ganas, porque no está nada fácil encontrar trabajo. Que me fije en mi hermano. Ya lleva dos años sin que nadie lo contrate, y eso que es ingeniero”. “Mi mamá ya habló conmigo. Se le hace fácil decirme que deje el trabajo en la universidad o mis hijos van a reclamarme un día por no haber pasado tiempo con ellos, pero, ¿y quién los va a mantener, si no nos manda dinero su papá?”. “Me encanta ser jardinero, sobre todo trabajar en los jardines de Biomédica. Cuidar las plantas lo llevo en la sangre. Mi abuelo tenía su huerto, y todo lo que sus manos tocaban se aferraba a la vida. Me da miedo perder el trabajo y que no nos suban los sueldos, porque todo está cada día más caro. A veces siento que no importa si hago bien el trabajo. En cualquier momento van a darme las gracias y, seguramente, me van a reemplazar. Es como si todo el tiempo estuviéramos en riesgo de perder nuestra seguridad. Es muy angustiante”.

Éstos y otros comentarios me confían alumnos, académicos y administrativos de nuestro instituto. Da la impresión de que, sin importar los esfuerzos realizados, la tranquilidad se vuelve inalcanzable. Es una idea preconcebida que nos ha carcomido durante décadas: dentro de nosotros está el desasosiego de los hombres y mujeres que han padecido el hambre de justicia en un país –o ante una humanidad– con indiferencia mordaz.

Miguel de Unamuno menciona en su ensayo Del sentimiento trágico de la vida: “No suelen ser nuestras ideas las que nos hacen optimistas o pesimistas, sino que es nuestro optimismo o nuestro pesimismo, de origen filosófico o patológico quizá, tanto el uno como el otro, el que hace nuestras ideas”. Sin embargo, al postulado de Unamuno podríamos cuestionar si acaso el optimismo es un factor que se hereda, se desarrolla o elige de algún modo; a efectos de tenerlo como actitud en lugar del miedo siendo que, éste, biológicamente hablando, es lo único que nos previene ante las amenazas de nuestra sobrevivencia. ¿O será posible que la percepción de nuestros ancestros acerca de los riesgos que atentan contra la seguridad fueron efectivos en su tiempo y ahora deberíamos soltarlos como un papalote que ha de perderse en el vasto ojo azul de la distancia?

König, W., en la conferencia realizada en el Congreso Mundial de Astrología de Lucerna, cuestiona nuestros miedos:

¿Cuándo podemos decir que un miedo se ha desbordado? Hace tiempo en Múnich, me invitaron a un acto de la asociación Madres contra la energía nuclear. Se entabló una discusión entre partidarios y detractores de la energía nuclear. Los detractores describían con intensidad los peligros existentes, y los partidarios negaban que existieran peligros serios. Los detractores acusaban a los partidarios de negar el peligro y el miedo, es decir, una especie de actitud contrafóbica. Los partidarios acusaban a los detractores y a las madres de miedo histérico, es decir, neurótico. Tuve que tomar postura desde la perspectiva psicológica y sólo pude decir que, en principio, se trataba de una decisión social e incluso política. ¿Hasta qué punto está justificada la preocupación de los detractores? ¿Cuándo empieza a convertirse en neurosis? ¿Dónde se encuentra la frontera? Y ¿hasta qué punto está justificado el convencimiento de los partidarios sobre la seguridad de los reactores? ¿Cuándo empiezan a negar los peligros, es decir, a perder el miedo de forma neurótica (contrafobia)? ¿Dónde se encuentra la frontera? En cada sociedad y cada época se trazaría una frontera diferente y se tomarían determinaciones distintas. Cuando en un seminario, a modo de discusión, una participante plantea que, como mujer, cuando empieza a anochecer sale a la calle con miedo, automáticamente podemos hacernos la pregunta: ¿se trata de un miedo justificado o es una fobia? Probablemente, depende de la ciudad y el país en que se encuentre. Pero las opiniones al respecto son discrepantes: ¿hasta qué punto se trata de un miedo real y cuándo empieza el miedo neurótico?

¿Neurosis o contrafobia? Oleaje confuso que se debate entre invertir energía mental para predecir los daños futuros o negarlos completamente. El punto medio, la brecha que nos aleje de los extremos, estaría tal vez en la inmemorial idea de Sócrates: gnothi seauton (conócete a ti mismo). Conocernos para saber si el miedo que presenciamos es nuestro o herencia de una perspectiva colectiva que, probablemente, pueda estar equivocada; conocernos para determinar si existen verdaderos indicios sobre alguna calamidad; conocernos para desentrañar los restos del pasado, seleccionar y utilizar dicha selección a favor de una adaptación de nosotros mismos al ambiente, proceso evolutivo del espíritu que nos eleva al epimeleia heautou1.

Montaigne, en su ensayo “Cómo lo porvenir nos preocupa más que lo presente”, dice:

No estamos nunca concentrados en nosotros mismos, siempre permanecemos más allá: el temor, el deseo, la esperanza nos empujan hacia lo venidero y nos alejan de la consideración de los hechos actuales, para llevarnos a reflexionar sobre lo que acontecerá a veces hasta después de nuestra vida. Calamitosus est animus futuri anxius2.

Los alumnos salen de clases. Los docentes se preparan para llegar a casa y calificar cuadernos, proyectos. Ahí va un administrativo tratando de caminar bajo el cobijo de una lámpara –mortaja de pálido semblante–, antes de que la ruta lo deje. A todos nos persigue una voz; en el aire se masculla una frase sardónica: no temas y no dejes de temer. El miedo no tiene rostro, no tiene cuerpo, pero golpea, su puño es de hierro. ¿Qué somos sino un puñado de esclavos?❧

 


1. Ocuparse de uno mismo.
2. El espíritu a quien lo porvenir preocupa es siempre desdichado.
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Rocío Mejía
Rocío Mejía
Escritora, docente de la UAEM, Maestra en educación.
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