Voces de la comunidad

Las batallas no se acaban o recordando a José Emilio

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El poeta respondió el correo electrónico de mi amigo. A las nueve sería la cita, un desayuno, una larga conversación. S. me llama, no se siente capaz de ir a ver a José Emilio Pacheco sin esa poeta torpe y a veces histérica, pero mexicana al fin. S. está pisando casi por primera vez la Ciudad de México y cree, con equivocación absoluta e incluso con ingenuidad, que debe ir a la calle Sonora, de la colonia Condesa, acompañado.

Ahí nos tienen. Se nos ha hecho tarde por mi culpa.

Con más de media hora de retraso hundimos el dedo en el timbre. La fachada de la casa es blanca, con herrería flexible. Una pequeña escalera conduce a la puerta de entrada. Es típica de su colonia, es antigua. No nos abre una persona del servicio doméstico ni José Emilio solo. Junto con su esposa, una Cristina idéntica a la mujer que aparece en televisión, quiero decir, vestida igual, de negro infaltable, nos reciben. No puedo entender ese ritmo aparejado, ese solo de dos. Quizá sí, en Bogotá, Josefina y Germán Espinosa tampoco se separaban.

Ya adentro hace falta luz, pero no porque sean pocas las ventanas. Los libros crecen como no he visto hacerlo en ningún lugar, en ninguna librería del mundo. Las paredes, los corredores, el recibidor, las escaleras que van a dar a la segunda planta tienen libros que se elevan a sus pies. Algunos casi llegan al techo. Ahí huele a página. A página y calidez, aunque la periodista se haya quejado al verme pasar: “Creímos que se trataba sólo de una persona”. Cierto, no les avisamos que llegaríamos dos, que ese colombiano que se dice ensayista llevaría lo que acá decimos “porra”.

Con todo, un café en taza de talavera azul nos recibe. El autor de Las batallas en el desierto deja que su bastón repose a un lado de la mesa central que, por supuesto, tiene libros debajo. Agradezco el café con la mirada, cierro los ojos para saborearlo mientras S. y el poeta discuten sin romper el hielo aún. Cristina se da cuenta de mi agradecimiento y baja la guardia. No le digo que hace un buen café. Ella lo sabe. Como sabe que se tiene que levantar de la incipiente conversación para preparar el desayuno. La cuentista hace todo en esa casa que parece de otro tiempo, no por la decoración libresca, sino por las formas de esos dos intelectuales que son, antes que nada, un par de mexicanos cultos, muy educados.

Así que la señora pide disculpas y se adelanta a la cocina. Mis treinta y pocos se niegan a admitir que la famosa autora de las historias que esperé y esperé todos los domingos en La Jornada tuviera que irse de ahí para preparar huevos revueltos y licuado de mamey. Tengo prejuicios y son feministas, pienso. O no, tal vez soy de otra época.

Dos o tres autores, dos o tres visitas en la imaginación por la literatura latinoamericana; dos o tres tonterías que alcanzo a decir hasta que José Emilio pide que me acerque a la luz, que no me ve bien, que no registra mis ojos ni mis muecas. Tal vez quiere constatar la voz con la cara. No entiendo, pero trato de acercarme a la luz. No lo consigo. En ese momento Cristina interrumpe. Nos levantamos. El desayunador es hermoso, viejo, de sillas cosidas, de madera oscura. En uno de los muros hay pinturas, grabados y acuarelas en blanco y negro. El ensayista nos pide que elijamos un sitio. No sé por qué, tomo el que está más cerca de aquellos cuadros.

“En esa silla se sentaba Rulfo”, dice nuestro anfitrión. La frase me ilumina el rostro. José Emilio esboza una larga, pausada, sonrisa.

Los alimentos van y vienen. Los frijoles negros saben a fonda bien reputada. Los bolillos frescos, tanto, obligan a pensar que los recordaré toda la vida. Alguna vez voy a decir que en esa casa se parte un buen pan, que hay encanto en la conversación que discurre como el licuado: dulce sin ser empalagoso, preciso en sus cantidades, amable en su temperatura. Al final, de nuevo, el café.

Regresamos a la sala. Cristina es más amable ahora. José Emilio parece feliz. Nos pregunta cómo hay que decirle a una reina. Pronto recibirá en sus manos un galardón importante, el Reina Sofía, precisamente. No sé qué decirle. S. se aventura a responder que el protocolo le irá dando la pauta. Luego, más abierto aún, Pacheco nos dice que no sabe cuáles son las mejores formas de la correspondencia electrónica, que hasta cuándo hay que dejar de responder un mail, que quién debe guardar silencio, que cómo se le hace para no quedar mal en este mundo digital e incomprensible.

El poeta, en todo momento, muestra un interés irreal en lo que le decimos, en lo que pensamos. No nos atropella, no nos apura, no nos quiere dar lecciones que subestimen cuanto hemos leído, bien o mal. El poeta escucha. Tiene setenta años y quiere que le hablemos de nosotros, de dónde venimos, de qué hemos hecho, de qué esperamos. Por sus preguntas incesantes me recuerda a Manuel Vázquez Montalbán, pero con más humor, con más elegancia, más bueno, que es decir más humano. Es José Emilio Pacheco, debería pontificar de alguna manera, de adoctrinar con “algo”, es decir, la frase que un joven espera para cambiar su vida, para tomar arrojo suficiente y escribir contra todos los vientos y las mareas sangrientas.

No nos percatamos de que en la sencillez vibra su cátedra, que esa humildad es encantadora porque es paciente y concisa. No expresa nada que no tenga que ver con el hilo esencial de la conversación. Y recuerda, a su vez, autores, anécdotas, circunstancias, personajes. Describe un mundo que ya no es, una ciudad desvanecida. Es entonces cuando se revela, hablando, el autor monumental, asequible, profundo y enciclopédico.

He ahí otra lección, en esas instituciones que son sus charlas, en el contacto que no se repite. Pacheco lo entiende: nada se vive otra vez. Su poesía está condenada a señalar lo efímero, a degustarlo porque acaba. En ese sentido, su mensaje se parece al de Rainer Maria Rilke, pero dialoga mejor con Nezahualcóyotl.

Pienso que ésa es la verdadera tradición de la que proviene José Emilio, no sólo la europea o la antigua que explora la Biblia con la sensualidad del Cantar de los cantares, sino la de los poetas del mundo náhuatl que intuyen y reconcentran el sentido de la catástrofe, de la muerte y finitud del tiempo del placer. Esos poetas de sangre y matanzas. Se está batallando siempre, parece decirnos con tono directo o escondido, la obra del poeta.

Entre más citas de S. y sus narradores colombianos, entre la última taza de café, el silencio

me define. Los demás no saben que por dentro me

digo: “Estoy hablando con Carlos, el de Las batallas… con Carlos ya maduro. En él hay una fortaleza intelectual y emotiva que su personaje debió adquirir si la novela no hubiera acabado con el púber incomprendido, enamorado de la madre de su compañero de escuela. Será que sigue enamorado de Mariana que es María, que es Guadalupe al fin y al cabo”.

Esa intuición me recorre la columna. Un hermoso escalofrío, uno más de esa mañana, da en el blanco de la mexicanidad de Pacheco. Lo último que él escribirá será sobre Juan Gelman. En ese texto va a explicar cuán argentino resultaba el autor perseguido por la dictadura. Revisará una y otra vez el documento. Lo mandará a una revista no muy convencido. Y nadie dirá, en ese fatídico enero que se llevó a varios poetas, que la identidad nacional de José Emilio fue la clave de la ternura y dolor de su narrativa, pero también del intelectualismo y del yo poético que no terminó de abrirse en sus versos.

S. y yo no tenemos ya mucho que decir. La pareja mayor de escritores se da cuenta. Así que nos despedimos serenos, me atrevería a decir que resignados, como quien despierta sin dificultades por la mañana de un sueño prometido. La verdad es que no creo que lo merezca. S. trabaja ya en una historia breve de la literatura de su país que será publicada por una editorial importante. Yo doy bandazos, a lo que no me resigno es a México y con razón. En 2009 la guerra cobra más fuerza, comienza a enquistarse, o será que nunca se fue, como bien dice José Emilio en uno de sus poemas:

En esta noche

toda nuestra ventura se reduce

a esperar, a esperar aquella guerra

que aún no comienza

o se encendió hace siglos.

También los dos, José Emilio y su esposa, nos llevan a la puerta. Cuando me acerco a besar a Cristina, se disculpa. Me dice que tenía miedo de que no le fueran a alcanzar los víveres para el desayuno. Comprendo. Hace unas horas confesaron que no son ricos, que batallaban, también, para pagar sus cuentas. ❧

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Alma Karla Sandoval
Alma Karla Sandoval
Escritora mexicana y doctora en literatura por el CIDHEM.
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