La palabra “violencia” llena desde siempre con ácido la boca de todos. Se pronuncia tantas veces como se pueda respirar. Nuestros ojos están acostumbrados a ver en el otro “algo” que atenta contra nuestra seguridad. Nos sentimos atrapados en una red de constantes agresiones que provienen de múltiples direcciones. Y, sea por nuestra herencia biocultural, parece que la única forma de contrarrestar este fenómeno es atacando de manera feroz aquello que nos intimida. Ninguna máxima casa de estudio, instituto político y religioso, escapa de este sentimiento. Esto es porque el ser humano tiene un origen. Los alumnos, maestros y padres de familia están íntimamente vinculados a una raíz de dientes afilados. Mis actos, mis letras, muerden de ser posible el papel en donde se plasman.
Charles Bukowski1 Bukowski, Charles, 20 poemas, traducción de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro, Grijalbo Mondadori, Madrid, 1998. ya lo dijo en su poema “Si consideramos”:
Si consideramos lo que puede verse:
motores que nos vuelven locos,
amantes que acaban odiándose,
ese pescado que en el mercado
mira fijamente hacia atrás adentrándose en nuestras mentes,
flores podridas,
moscas atrapadas en la telarañas,
motines,
rugidos de leones enjaulados,
payasos enamorados de billetes,
naciones que trasladan a la gente como peones de ajedrez,
ladrones a la luz del día con maravillosas esposas y vinos por las noche,
las cárceles atestadas,
el tópico de los parados,
hierba moribunda, fuegos insignificantes,
hombres suficientemente viejos para amar la tumba.
Ésta y otras cosas demuestran que la vida gira sobre un eje podrido.
Somos por naturaleza –sí, por naturaleza– violentos. Así que tratemos de comprender el origen de nuestras garras. Tal vez con eso logremos dejar de gritar al mirar al otro, y tan sólo gritemos cuando el espejo se postre ante nosotros mismos.
El origen de la violencia
Los protozoos son los organismos más antiguos sobre la tierra. Si bien estos animales primigenios son de nutrición variada2 Saprófitos, que se alimentan de sustancias disueltas en el medio; saprozoicos, que se alimentan de restos de animales muertos; holozoicos, que se alimentan de otros organismos, y holofíticos, que obtienen sus nutrientes a través de la fotosíntesis. , pronto descubrieron una forma fácil, aunque agresiva, de alimentarse: la depredación.
Nosotros, así como el resto de animales existentes, somos descendientes de los protozoos, y la depredación, vista como el “consumo de un organismo presa por parte de otro predador, encontrándose la presa viva cuando el predador la ataca por primera vez”3 Begon, 1996., la llevamos de lo literal a lo surrealista: devoramos la libertad de expresión de las emociones, pensamientos y acciones de nuestros congéneres, cuando creemos que es la única forma de hacer válida la obtención de poder.
El ejercicio de la depredación a la libertad de expresión podría verse como la cuna de la civilización humana, en donde la creación de las clases sociales, los estereotipos de género y, la instauración de sistemas gubernamentales, desgastan las posibilidades de llegar a una comunidad sustentable y sostenible que piense por el bien de todos los seres.
Ejemplos existen de sobra en el deambular de la historia, en donde el ejercicio violento de la depredación a la libertad de pensamiento y de acción política aniquila a miles para el beneficio de pocos. Para muestra un grano de arena del coliseo humano: la matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas. Octavio Paz menciona en su libro Posdata, que por lo menos hubo un saldo de 325 muertos, miles de heridos así como de personas aprehendidas –y habría que agregar el saldo de pánico que aún seguimos heredando–; el golpe de Estado llevado a cabo el 11 de septiembre de 1973 en Chile, según lo investigado por Manuel Délano, cronista del diario El País, en “total, sumando los casos de detenidos desaparecidos, ejecutados, torturados y presos políticos reconocidos por estas comisiones –sin considerar los exiliados ni las familias de todos los afectados–, el número de víctimas de la dictadura de Pinochet supera las 40,000 personas, de ellas 3,065 están muertas o desaparecidas entre septiembre de 1973 y marzo de 1990”.
En la actualidad esta depredación al pensamiento ajeno –al establecerse normas que convengan a un grupo religioso, social o político– sigue siendo múltiple, compleja. Lo anterior –se podría presumir– deriva de la diversidad de ideas, ritos y tradiciones que suponen deben existir. Formar parte de una estructura normativa asegura cierto tipo de supervivencia social; depredar otras normas que atenten contra las propias, también. Esto es lo que vuelve tan compleja la conducta humana y tan difícil de llegar a acuerdos que mantengan un orden social equitativo, democrático.
Quizá debamos replantearnos nuestro origen protozoario y buscar maneras de asegurar nuestra supervivencia sin que eso implique la destrucción de otro ser. Tal vez así podamos salirnos de este eje podrido que ha forjado la evolución de la vida.
Rabia humana
Para reafirmar que nuestra naturaleza es violenta de origen es necesario decir que nuestro genoma humano contiene genes virales4 El maestro en ciencias Pedro Romero Guido, docente de la UAEM, explica que un ocho por ciento del genoma humano está constituido por genes de retrovirus endógenos, los cuales pudieron haber ingresado a nuestros cuerpos hace unos 30 o 40 millones de años, convirtiéndonos en una gran incubadora de virus y permeando su comportamiento a nuestros propios patrones conductuales, probablemente para garantizar la replicación viral. Esta situación ha permitido la evolución humana, generando una relación simbiótica entre nuestros cuerpos, el medio ambiente y los virus antiguos. Dichos genes virales, por lo tanto, son vitales para la fisiología humana y la supervivencia de nuestra especie. “Somos como somos y actuamos como actuamos, debido a la gran carga genética de retrovirus endógenos”, afirma Romero. en un ocho por ciento. Esto porque, evolutivamente hablando, nuestros reales tatarabuelos son los virus. Por lo tanto cabe la posibilidad de que esta carga genética gobierne de una forma inevitable sobre nuestros patrones conductuales como individuos y sociedad. Ya que, basta decir, el virus es egoísta: una máquina perfecta de ataque.
Aunque el perpetuo dilema científico es determinar si un virus es una entidad con vida o tan sólo una fracción de material genético, inerte, con claras tendencias invasivas y asesinas, veamos un ejemplo para comprender mejor nuestra naturaleza viral.
Exploremos el comportamiento de un virus en especial, el cual pareciera murmurar de manera maquiavélica: “A pesar de la ausencia de vida, logro establecer estrategias avanzadas de sobrevivencia”. El virus de la rabia es un miembro del género Lyssavirus y tiene la capacidad de infectar a una amplia variedad de animales de sangre caliente. Lo interesante del Rabies virus, como lo menciona Sapolsky5 Sapolsky, R., Bichos en el cerebro, revista Scientific American Mexico, México, Stanford University, 2002. , es que:
Son muchos los mecanismos que el virus podría utilizar para pasar de un huésped a otro. Para ello no necesita llegar al cerebro. Podría haber recurrido a un truco similar al de los agentes que provocan el catarro, es decir, irritar las terminaciones nerviosas de la cavidad nasal para provocar estornudos que dispersen réplicas virales por todas partes. De esta manera, el virus puede trasladarse fácilmente del huésped a la persona que está sentada delante en el cine. O bien, el virus podría inducir un deseo insaciable de lamer a una persona o a un animal, con lo que lograría que la transmisión fuera a través de la saliva. Pero no: como todos sabemos, lo que hace es volver agresivo a su huésped, lo que le permite pasar a otro organismo a través de la saliva que penetra en las heridas.
Otro dato curioso, mencionado por Miguel Rubio Godoy y Elva Escobar Briones6 Rubio, M. y Escobar, E., Virus: entre la vida y la muerte, revista Guía del maestro, UNAM, México, 2000. , es que Rabies virus provoca que el animal enfermo, como el perro, el zorro o los felinos, muerda no sólo a quien se adentre en su territorio, sino también a aquéllos que deambulan en áreas ajenas, a los cuales normalmente respetarían. Por otro lado, animales tímidos –como zorrillos o murciélagos–, al enfermar, atacan al hombre y a otros animales de mayor talla. Es decir, el virus de la rabia elige huéspedes con aptitudes de ataque para incrementar su nivel de agresividad, disminuyendo el miedo y, con esto, el sentido de sobrevivencia.
El mensaje de Rabies virus es claro: sobrevivir a través de la violencia. Este esquema puede horrorizarnos. Más aún si pensamos que es exactamente la misma lógica implantada por muchos gobiernos, grupos religiosos y sociales. Cada ciudadano funge como un posible huésped y es menester de los virus humanos implantar sus ideas para crear una rabia infinita hacia los que son y piensan diferente.
Es importante resaltar que un equipo de investigadores del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, en 2015, no sólo demostró que nuestro genoma está compuesto por retrovirus endógenos, sino también que contiene secuencias antiguas de Ébola, Marburg y Bornavirus, que son familias de virus mortales. Así que, parte de nuestra esencia clama por conquistar otras mentes, cuerpos, territorios, de manera brutal y carente de toda compasión.
De acuerdo con este esquema ancestral podría comprenderse el alto índice de violencia que se vive en el ámbito escolar, el cual, hay que decir, es multidireccional. Pero el fin es el mismo: creer que se sobrevive a algo. Recuerdo el caso de un alumno que estaba robando a sus demás compañeros de aula. Cansadas las víctimas del abuso, hicieron la denuncia formal ante la dirección de la escuela y llevaron evidencia. Cuando se entrevistó al alumno acusado, dijo con mucho enojo que esos mismo compañeros se habían estado burlando de él en repetidas ocasiones y que a veces le tomaban sus cosas sin pedírselas prestadas, así que –concluyó–: “Si ellos me hicieron algo, yo también puedo cobrarme de igual manera”. Casos como éstos han aumentado en los últimos dos años en la Escuela de Técnicos Laboratoristas: alumnos que ofenden verbal y obscenamente a maestros u otro tipo de trabajadores; los que arman redes delictivas para obtener un beneficio económico, y el acoso entre ellos para destruir la autoestima de los más sumisos. Pareciera que nuestros genes están expresando algún tipo de estrés ambiental más letal en el comportamiento estudiantil.
Parte del problema es que los institutos aún están desarrollando estrategias para regular y controlar este tipo de comportamientos. Y aquí surge la pregunta: ¿dichas estrategias aplicarán la premisa de combatir la agresividad con más agresividad? Por ejemplo, podría mencionarse que el actual gobierno mexicano decide matar esta rabia juvenil no incrementando el desarrollo de proyectos culturales, deportivos, educativos, sino declarando una guerra contra el narcotráfico, la cual ya ha costado cientos de miles de vidas.
No quiero eximir de responsabilidad a la sociedad por sus actos violentos, derivados de años de abusos, o de un mal aprendizaje en el cual no importa a quién pises o muerdas, lo importante es avanzar. No quiero justificar mi propia violencia emanada de un cúmulo de frustraciones. Aunque, a veces, el poema de Bukowski “3 horas, 16 minutos y 30 segundos”, aparece con una sonrisa sardónica que intenta justificarlo todo:
Se supone que soy un gran poeta
y tengo sueño por la tarde.
Sé que la muerte es un toro gigantesco
dispuesto a embestirme
y tengo sueño por la tarde.
Sé que hay guerras y hombres que pelean
en el ring,
Sé que hay buena comida, buenos vinos, buenas mujeres
y tengo sueño por la tarde.
Sé que hay una mujer que me ama
y tengo sueño por la tarde.
Me inclino hacia el sol tras una cortina amarilla
y me pregunto a dónde habrán ido las moscas del verano.
Recuerdo la muerte tan sangrienta de Hemingway
y tengo sueño por la tarde.
Algún día no tendré sueño por la tarde.
Algún día escribiré un poema que encenderá volcanes
en las colinas que están ahí afuera,
pero ahora mismo tengo sueño por la tarde.
Y alguien me pregunta: “Bukowski, ¿qué hora es?”,
y yo contesto: “3 horas, 16 minutos y 30
segundos”.
Me siento muy culpable, me siento asqueroso, inútil, demente.
Tengo sueño por las tardes.
Están bombardeando iglesias, bien, eso está bien.
Los niños montan en ponys en los parques, eso está bien.
Las bibliotecas están llenas de miles de libros sabios.
Hay música grandiosa encerrada dentro de la radio
y yo tengo sueño por la tarde.
Tengo una tumba dentro de mí diciendo:
bah, deja que lo hagan los demás, déjales que ganen,
déjame dormir.
El ingenio está a oscuras,
barriendo la oscuridad como una escoba.
Me voy a donde han ido las moscas del verano.
Intenten atraparme.
Para finalizar de manera violenta este artículo, vale la pena considerar que si deseamos merecer el título de Homo sapiens sapiens, deberíamos ser capaces de conocernos y reconocer nuestros prejuicios, nuestra rabia interna, para lograr vencer esta epidemia social: sobrevivir a través de la violencia. ❧
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