Dos cuerpos frente a frente
son dos astros que caen
en un cielo vacío
OCTAVIO PAZ
El cuerpo es un lienzo infinito en el que se postran manos –pinceles de húmedas intenciones– para plasmar recuerdos de aromáticas caricias; frutales besos que tejen un camino sobre el vientre somnoliento de una luna menguante.
El cuerpo es un otoño que no cede a la nostalgia. Es cúmulo de sensaciones nocturnas. Canasto de frutas prohibidas en espera de una boca hambrienta. Hoja en blanco que se deshila en la tinta de un par de ojos ajenos.
¿Por qué, entonces, alguien atentaría contra lo único que verdaderamente será poseedor toda su vida?
El Consejo Editorial de Educación Pública del Royal College of Psychiatrists imprimió un folleto en el que explica:
Se usa el término de autolesiones voluntarias para describir cuando alguien se hiere o daña a sí mismo intencionadamente. Ejemplos frecuentes de esta conducta son ingerir excesiva medicación, pegarse, cortarse, quemarse, tirarse del pelo, arrancarse la piel o estrangularse. También puede ser autolesión usar drogas ilegales o alcohol en exceso. Las autolesiones son casi siempre un signo de que el joven tiene un problema serio. Es difícil decir con qué frecuencia se realizan porque mucha gente oculta sus autolesiones. Se dice que hasta 1 de cada 10 adolescentes podría autolesionarse. El problema afecta principalmente a mujeres y es raro en varones (en una proporción de 7 a 1). Es mucho más común que el suicidio.
Faltaría agregar a esta lista de autolesiones el dejar de alimentarse o hacerlo en exceso, actitud frecuente en nuestros adolescentes. Y, si lo pensamos bien, la psiquiatría debería incluir en este fenómeno las ideas –esos pensamientos ominosos acerca de nuestra propia persona– que suelen lacerar lo más profundo del alma.
Por otro lado, en el folleto también se especifica que las autolesiones son una manera de reaccionar ante emociones muy difíciles que se van acumulando, y al lastimarse uno mismo, se manifiesta una especie de control sobre la situación; un alivio derivado de la tensión de sobrevivir al caos. Por lo tanto: “Cualquier joven que se autoagreda, en realidad está intentando ‘sobrevivir’ y necesita ayuda. Si no recibe atención cuando la necesita, los problemas posiblemente continuarán. Algunos jóvenes continúan autoagrediéndose cada vez más seriamente. Pueden incluso acabar matándose”1.
Baudelaire, en su poema “El enemigo”, pareciera exhibir el filo de este cúmulo de sentimientos ferales:
Mi juventud no fue sino un gran temporal
Atravesado, a rachas, por soles cegadores;
Hicieron tal destrozo los vientos y aguaceros
Que apenas, en mi huerto, queda un fruto en sazón.
He alcanzado el otoño total del pensamiento,
Y es necesario ahora usar pala y rastrillo
Para poner a flote las anegadas tierras
Donde se abrieron huecos, inmensos como tumbas.
¿Quién sabe si los nuevos brotes en los que sueño,
Hallarán en mi suelo, yermo como una playa,
El místico alimento que les dará vigor?
–¡Oh, dolor! ¡Oh, dolor! Devora vida el Tiempo,
Y el oscuro enemigo que nos roe el corazón,
Crece y se fortifica con nuestra propia sangre.
Si bien la psiquiatría presta notable atención a este fenómeno creciente entre los jóvenes, debemos tomar en cuenta que la “autolesión”, desde una perspectiva del fervor religioso católico, deja de ser una preocupación mental para convertirse en una demostración de humildad.
La corresponsal en Roma, Irene Hernández, escribió en el periódico El Mundo que Juan Pablo II se mortificaba físicamente. No sólo se sometía a rigurosos ayunos y pasaba noches enteras tirado, desnudo, sobre el suelo frío de su dormitorio, sino también se azotaba con una cinta que siempre lo acompañaba y que en vacaciones se llevaba incluso a Castelgandolfo.
Paradoja interesante parece surgir de la mortificación del cuerpo: por un lado, si lo hace un joven por desesperación ante las tribulaciones de la vida diaria, la desesperanza estimulada por la falta de empleo, la violencia intrafamiliar, el hambre, la pobreza, la discriminación, se convierte en un acto preocupante y reprochable. Mas, si lo lleva a cabo un religioso, tal vez derivado de las mismas preocupaciones, pero ofreciéndolo como un servicio a su Dios, es un paso a la canonización.
Hasta el compasivo Francisco de Asís, quien vivió prodigando el respeto a todos los seres y elementos naturales, no pudo escapar de esta encrucijada.
J. Joergensen escribe sobre las diversas torturas autoinflingidas por Asís. Un ejemplo de esto resulta el castigo que se imponía por lo que él consideraba su mayor tentación, casarse:
Al principio la resistió por los mismos medios que los antiguos anacoretas, azotándose y desgarrándose cruelmente los lomos con la cuerda que llevaba ceñida a la cintura; pero viendo que tal castigo no bastaba para sosegar “al hermano asno”, como él llamaba a su cuerpo, imaginó otro, que fue arrojarse una noche medio desnudo en la gruesa capa de nieve que se había hecho delante de su celda. Allí se puso a fabricar, con trozos de nieve, figuras humanas de diferentes tamaños, y cuando ya tuvo siete forjadas, empezó a decirse a sí mismo: “Mira, Francisco, esta mayor es tu mujer; estos otros cuatro son tus dos hijos y tus dos hijas; los otros dos el criado y la criada que se necesitan para el servicio. Pero date prisa en vestir a todos, porque se mueren de frío. Y, si te molesta la multiplicada atención que hay que prestarles, sirve con solicitud al Señor sólo”2.
Aceptar o no la tortura física de uno mismo, por tanto, parece una cuestión de perspectivas. Sin embargo, más allá de las ideas preconcebidas de los seres humanos, el cuerpo, cualquier cuerpo, es arte en movimiento; la sutil representación de un cosmos viviente.