Peter Brook, nacido en 1925, ha dedicado 70 años de su vida a su gran pasión: el teatro. No es casual que en una reciente entrevista el director inglés declarara:
La literatura es ficción y es realidad. Es un punto de inflexión donde la vida se cuela en nuestra realidad para volverla más cierta. La literatura es mucho más que una herramienta de la que disponemos para dejar constancia de lo que somos, es un universo donde vivimos y revivimos. Dentro de los diversos géneros, el teatro ocupa un lugar importante. Ubicándose entre el espectáculo visual y las letras. No por casualidad Shakespeare se representa en todo el mundo y se le ha traducido a cientos de lenguas. La historia de la literatura es una montaña en cuya cima está la obra de Shakespeare. Desde esa altura puede verse el alma humana en toda su extensión.
El teatro en la actualidad se volvió un campo de creación, no de interpretación. La escenificación, el teatro de actor, de director y la creación colectiva, así como las grandes revoluciones en el arte escénico, conquistaron la autonomía de la escena. No obstante, en tiempos recientes el texto dramático, después de haber sido expulsado de la escena, parece vivir un retorno al texto literario y una revaloración de su autonomía estética.
Hay una contradicción intrínseca entre literatura y teatro. El texto se escribe para ser fijado y conservado; el teatro es un acto efímero que sólo existe mientras se hace, por ello no es lo mismo escribir para ser leído que escribir para ser encarnado y dicho en voz alta por los actores, inmerso en el tejido de la creación escénica.
La literatura y el teatro han sido y seguirán siendo hermanos, pero en una relación más compleja, de autonomía y complementariedad a la vez.
Si bien en los orígenes del teatro éste no estaba ligado a la palabra escrita como fundamento central de su creación –en Oriente sobrevive esta forma poética hasta nuestros días–, en Occidente, a partir de los dos últimos siglos de la humanidad, el teatro se relaciona con la literatura como su principal matriz.
A finales del siglo XIX, a raíz de la crisis simbolista y el estallido de las vanguardias históricas, se desarrollan movimientos que cuestionan lo anterior de manera radical, buscando el retorno a un teatro que no se enfoque en la palabra como el elemento central que sintetice y totalice el sentido de la obra. Antonin Artaud, en El teatro y la peste, denuncia radicalmente esta realidad occidental y se propone la autonomía del teatro respecto de la matriz literaria. Se propone recuperar el hecho teatral desde sus elementos ontológicos fundacionales, como el sentido de comunalidad, la importancia del actor y sus acciones físicas y vocales, la comunicación sensorial con el espectador, la búsqueda de lo verdadero a través de un proceso que transgreda la máscara de la cotidianidad, lo social y lo cultural, situando al cuerpo, la música, la pintura, u otros elementos de la teatralidad, como posible fuente de la creación escénica. De esta manera, dialoga desde este lugar con la historia milenaria del arte buscando recuperar de las culturas aún vivas espiritualmente el sentido originario del teatro y de la vida. En búsqueda de este sueño, Artaud viajó a la Sierra Tarahumara.
A partir de la década de los setenta se consolidan diferentes propuestas en distintas latitudes del mundo. Surgen los reformadores, cuya importancia, dice Eugenio Barba, “radica en el hecho de insuflar nuevos valores en la cáscara vacía del teatro”.
Son creadores de un tiempo de transición. Son investigadores que dedican su vida al arte del actor, sacudiendo las formas ya anquilosadas del hacer del teatro: Stanislavski, Meyerhold, Craig, Appia, Reinhardt, Antoine, Copeau, Brecht, Brook, Grotowski y el propio Barba. Ellos inventan el valor personal de su teatro. El teatro vuelve a la construcción de sentido a través de la imagen poética y evocadora. Al liberar la palabra de su mera función narrativa se le devuelve su poder simbólico y evocador, así como se le otorga al escenario el poder de la imagen y de su fisicalidad, del sonido y su musicalidad. Surge a la par la danza –teatro, que se inspira algunas veces en textos de la dramaturgia universal y construye formas de narrar a través de danzar la historia–. Un ejemplo de ello es el montaje Night Journey, de Martha Graham, basado en la tragedia de Edipo. Así como la emblemática Pina Baush y muchos otros inovadores.
Grotowski dedicó su vida a buscar el teatro como un vehículo espiritual. En cuanto a la palabra y el texto, lo que consideraba indispensable era que tanto el director como los actores eligieran un texto que tuviera una resonancia especial en sí mismos para que, de esta manera, pudieran penetrar en el territorio de lo insondable; el texto como confrontación y como vehículo, estando comprometidos a dar una respuesta personal. Crear a nombre propio. Lo importante no son las palabras, sino lo que hacemos con ellas, lo que les da vida. El desafío de encarnar un texto vivo de manera interior encontrando la conexión que atañe a nuestra propia vida, a la vida de nuestros contemporáneos y nuestros ancestros: nuestra herencia. Los últimos 30 años de su vida Grotowski se dedicó a investigar el teatro ritual, que busca la evocación de una forma de arte muy antigua –cuando el ritual y el arte eran lo mismo; cuando la poesía era canto, el canto encantación, el movimiento danza, fuera de los territorios del espectáculo–, para recordar los elementos arcaicos y primitivos del teatro, rescatarlos del olvido y buscar la maestría del performer. Al decir de varios críticos actuales, Grotowski llevó por otros caminos el sueño de Artaud.
En la etapa que hizo puestas en escena, eligió textos dramáticos, como Avi y Dziady, de Mickiewicz; Kordian, de Slowacki; Sakuntala o el anilllo de los dioses, de Kalidasa; Akropolis, de Wyspiansky; Doctor Fausto, de Marlowe; Hamlet, de Shakespeare; El príncipe constante, de Calderón, y Apocalypsis cum figuris, escena plástica basada en textos evangélicos, hecho muy significativo que demuestra que no se trata de descartar el texto, pues es una fuente vital e importantísima de la escena. Lo que se modifica es la forma en la que se aborda.
No se busca que el texto sea la confirmación del saber, la verdad y la razón para legimitizar el acto escénico, garantía de unidad y coherencia. El resultado no está previsto en el texto dramático de antemano, como sucede cuando el actor es tomado como un intérprete a su servicio y no como creador.
Ya no es sólo la tensión entre texto y acción lo que configura la teatralidad, sino además el texto habitando en tensión con todos los elementos –igualmente importantes– que conforman la escena. Puede haber un texto previo o escribirse en el proceso de la creación escénica; puede no haber ningún texto.
En el pensamiento literario dramático del pasado también existe esta ruptura desde la propia literatura dramática. Emergieron autores que escribieron obras que proponen una verdadera aventura casi irrepresentable, como Gómez de la Serna, Valle Inclán o las obras surrealistas de García Lorca, o más recientes de la segunda mitad del siglo XX, Heiner Muller, Gertrude Stein, Beckett y muchos otros, que han propuesto desde la literatura un teatro de alto contenido poético que reta al actor a no subordinarse al texto.
También es muy importante mencionar el teatro posdramático. Surge como un modelo de textos fragmentarios, sin personajes claramente definidos, que problematizan y hablan de la crisis y los límites de la representación. Está ligado a la revolución del lenguaje y engloba un amplio abanico de poéticas en diversos géneros literarios. No hay certezas. La paradoja desplaza las resoluciones dramáticas; no hay conflictos codificados, no hay normalidad; el lenguaje no ilustra. Se busca un espacio de intensidades, de múltiples dramaturgias en el ámbito orgánico, narrativo interdisciplinario y evocativo, un pluriverso de acciones, un acontecimiento efímero, la presencia, un intento del cuerpo por superar su propia imagen, una comunicación sensorial y la creación de atmósferas reveladoras.
El teatro contemporáneo se nos presenta como un paradigma y el sentido final queda en suspenso. Ya no se concibe el espacio como una serie de pinturas, sino desde la multiplicidad y la simultaneidad de acciones. La reflexión escénica es un pensamiento que afirma la divergencia y que defiende el paisaje de la única verdad que puede poseer, la de su condición transitoria, efímera, igual que la vida. Un teatro que busca trascender y llevar al límite la experiencia humana, cuyo tiempo se extiende fuera del tiempo de la representación.
En la grieta que se abrió entre la literatura y el teatro se buscan nuevos rumbos para encontrar una relación en equilibrio armónico. El autor contemporáneo se enfrenta a nuevas dramaturgias de composición escénica. Los directores y actores rompen sus fronteras. Este tema es muy amplio. Sólo pretendo plasmar en este escrito algunas aproximaciones. Termino citando nuevamente a Brook:
Atravesamos un periodo de oscuridad como el que narra el Majabhárata, en el que las personas tienen muy complicado encontrar su camino. Todo es confusión. Hace falta luz, pero nadie sabe dónde encontrarla, aunque muchos profetas alcen su voz vendiendo soluciones mágicas.
Y yo agrego: hay que seguir creando y buscando nuestra propia respuesta.
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