Voces de la comunidad

La bestia interior

Frontispiece_to_Frankenstein_1831Fragmento de la ilustración principal del libro Frankenstein o el moderno Prometeo, edición de 1831.

El silencio es un buen caldo de cultivo

para el acoso sexual de los niños.

Romper ese silencio es un potente

instrumento de curación.

Ellen Bass y Laura Davis

 

Tanto en el pedófilo como en el pederasta hay una bestia interna que clama por satisfacer sus deseos sexuales a través de actividades o fantasías con prepúberes. En el primero, la bestia está latente; en el segundo, libre y hambrienta. Sánchez, Redolar, Bufill, Colom, Vieta y Bueno (2007), señalan en su libro ¿Somos una especie violenta? La violencia humana explicada desde la biología y la piscopatología, que:

La pedofilia es el sentimiento de amor sensual de un adulto para impúberes de ambos sexos, mientras que el pederasta es la relación sexual entre un adulto y un niño. Un pedófilo no tiene que ser necesariamente pederasta, de la misma manera que un pederasta no ha de tener sentimientos pedófilos. La pedofilia se debe a una compleja interacción de anormalidades emocionales, cognitivas y sexuales, y se empieza a manifestar en la adolescencia, con el despertar sexual, y no de manera sobrevenida durante la edad adulta.

El doctor en psicología, Francesc Xavier Moreno, menciona que un pedófilo, pese a no ser violento –por la mecánica de su búsqueda, acercamiento y obtención de los niños, que son su objetivo–, se asemeja a “un predador de sangre fría, capaz de detectar y explotar toda la vulnerabilidad de las víctimas, pues observa minuciosamente el entorno y sólo pasa a la acción cuando cree que tiene amplias posibilidades de éxito”. Ese paso, entre ser un predador pasivo a uno activo, tiene que ver, según Moreno, con un trastorno narcisista de la personalidad, relacionado con graves rasgos asociales. Este mismo autor cita a otros estudiosos del tema, como Donini (1999), quien asume que “La conquista sexual del niño sería un instrumento de venganza por los abusos sufridos en la infancia y su modo de ejercer dominio sobre otro ser humano”. Por otro lado, Oliverio y Ferraris (2004), mencionan que “el niño es visto como un objeto que puede ser fácilmente orientado, aterrorizado, que no provoca frustración y no tiene posibilidades de vengarse”.

Los postulados anteriores me remiten, invariablemente, a la novela gótica Frankenstein o el moderno Prometeo, de la escritora inglesa Mary Shelley. Obra por demás exquisita, dado que sus reflexiones filosóficas apuntan hacia una crítica muy razonable sobre la educación ejercida de padres a hijos; de creadores a sus “creaturas”. Un monstruo no se genera espontáneamente: se crea. Y, como es el caso de la creatura del doctor Frankenstein, ésta nació noble y amorosa, pero el constante rechazo y violencia ejercidas contra él, en diferentes grados y tonalidades por parte de su creador y la misma sociedad, lo convirtieron en un ser vengativo.

Tenía el corazón sensible al amor y la ternura; y cuando mis desgracias me empujaron hacia el odio y la maldad, no soporté la violencia del cambio sin sufrir lo que usted jamás podrá imaginar… Pero al descubrir que él, el autor de mi existencia a la vez que de mis atroces desdichas, se atrevía a esperar la felicidad; que, mientras por su culpa se acumulaban sobre mí tormentos y aflicciones, él buscaba la satisfacción de sus sentimientos y pasiones, satisfacción que a mí me estaba vedada, una envidia incontrolable y una punzante indignación me atenazaron con la insaciable sed de la venganza1Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley..

La sociedad se horroriza ante los crímenes cometidos por la creatura, cuando ésta sólo es fiel reflejo de ellos mismos. Per se, tenemos una sociedad que moldea con la atrocidad de sus propios actos a esos pedófilos o pederastas que, a su vez, han de devolver de forma cruenta el horror a los labios escandalizados de dicha comunidad.

Difícil cuestión es entonces juzgar. La naturaleza ha dictaminado que, a veces, un sólo individuo manifiesta la maldad de muchos. Y entonces surge la pregunta: ¿existe un único culpable ante el abuso sexual que sufren nuestros menores a manos de pedófilos y pederastas, o es una responsabilidad compartida entre familias, comunidades, políticas gubernamentales? Ya que esta misma cultura violenta –creadora de aberraciones– busca mantener vivas a sus quimeras y negar lo que son.

El libro de las estadounidenses El coraje de sanar. Guía para las mujeres supervivientes de abusos sexuales en la infancia, de Ellen Bass y Laura Davis (1995), toca un punto primordial en el problema del abuso sexual: el silencio por parte de la familia. En este sentido las autoras dicen que

La primera vez que la mujer trató de hablar sobre el abuso posiblemente era todavía una niña. En circunstancias ideales, le habrían creído, la habrían protegido y asegurado que no era culpable de lo ocurrido. La habrían puesto en una terapia adecuada a su edad y en un grupo de apoyo con otras niñas. Si el agresor era de la familia, lo habrían alejado a él, no a la niña. Desgraciadamente, no es ésa la reacción con que suele encontrarse la niña. Lo más probable es que la amenacen, la culpen o la tachen de mentirosa. Se le acusa de “haberlos buscado o provocado” o la tildan de “puta”.

En su estudio, Bass y Davis mencionan que una de cada tres niñas y uno de cada siete niños han sido víctimas de abusos sexuales antes de alcanzar los dieciocho años. Los abusadores más comunes son: padres, padrastros, tíos, hermanos, abuelos, vecinos, amigos de la familia, cuidadores, maestros, desconocidos y, a veces, tías y madres. Es decir, en la mayoría de los casos el abuso sucede dentro del círculo familiar o con integrantes a quienes la familia ha brindado su confianza. Ante dicha situación, la reacción es tratar de que no se entere nadie, pues, de lo contrario, deberán reestructurar nuevamente la dinámica de su comunidad.

Por haber sido lacerados, un sentimiento de vergüenza se apodera de quienes son responsables del menor y buscan silenciar el acto, minimizar los hechos. La familia no quiere mostrarse al mundo como mancillada. Debido a este temor, los adultos hacen mutis para no salir de su estado de confort; callan, toman la postura de “no pasa nada”; se dan el lujo de mantener a los agresores en su rol familiar.

El sentimiento de vergüenza también se manifiesta dentro de los ambientes escolares. No es ningún secreto que dentro de las aulas, las facultades, las áreas administrativas, se ejercen este tipo de agresiones. Y la familia prefiere guardar silencio; los administrativos optan por no abordar el tema. Las razones suelen ser las mismas: el miedo a ser señalados. Aunque también, miedo a las represalias. Algunas de ellas completamente absurdas como: “No queremos decir nada. No vaya a reprobarla en su materia”.

Mary Shelley. Imagen de Hulton Archive

Varias cuestiones pueden asaltarnos en este momento, como: ¿cuántos alumnos, bajo la estadística de Bass y Davis, han sufrido algún tipo de agresión sexual dentro del campus universitario? ¿Cuántos de ellos denunciaron? ¿Cuántos, por lo menos, lo han platicado con alguien? ¿Cuántos han recibido apoyo psicológico por lo mismo? Muchas preguntas sin respuestas. Preguntas importantes que deben de abordarse y, sobre todo, crear un protocolo de atención y apoyo.

Bass y Davis hacen la siguiente reflexión:

Aunque es algo terrible para unos padres darse cuenta de que no han protegido a su hijo, no se han agotado sus oportunidades de ser una buena madre o un buen padre. Cuando tu hijo te cuente estas experiencias, o cuando comience a trabajar en su curación, tienes la oportunidad de ser útil. No niegues la experiencia ni el sufrimiento de tu hijo. No te dejes abrumar por la culpa o el remordimiento por lo que no hiciste antes. Tus sentimientos necesitan reconocimiento y expresión; por ese motivo deberás buscar ayuda para ti, pero no pierdas de vista la oportunidad de ser una madre o un padre comprensivo para tu hijo ahora adulto. Tu compasión, valentía y disposición para cambiar son valiosísimas.

Y es que confrontar a la bestia interna que habita en nuestro hogar, en nuestra escuela, resulta incómodo, desgastante. Pero es la única forma de sanar. Es la única forma de vencer la propia violencia en la que se ha sumergido la sociedad.

 

¿Soy yo el único criminal,  cuando toda la raza humana ha pecado contra mí?

Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo

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Rocío Mejía
Rocío Mejía
Escritora, docente de la UAEM, Maestra en educación.
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