Voces de la comunidad

Gracias por compartir

Ilustración de Soizick Meister

Te vi, me has visto. Y ahora, desnuda ya del equívoco
de la historia, del pasado
tú, amazona en la centella,
palpitante de recién llegada sin esperarte,
eres tan antigua mía,
 te conozco tan de tiempo,
que en tu amor cierro los ojos,
y camino sin errar, a ciegas, sin pedir nada
a esa luz lenta y segura
con que se conocen letras
y formas y se echan cuentas
 se cree que se ve
quién eres tú, mi invisible.

Pedro Salinas

 

Mirar al otro. Mirarlo en serio. Detectar sus gestos, emociones, sonidos reveladores en cada palabra para sí, descifrar la intención de su alma. Sin embargo, mirar al otro y percibirlo está en desuso. Corremos el riesgo de que la humanidad pase a una etapa evolutiva en la que el proceso de comunicación se vea compactado y, por lo tanto, reprimido. Asómese usted un momento a la realidad de todos los días. Las grandes conversaciones ya no están sucediendo de frente: ahora todo es a través de una pantalla. Además, el lenguaje se comprime en los chats electrónicos. Todo probable debate se resume en un par de memes.

Somos ya, en la modernidad, parlantes minimalistas.

La riqueza del lenguaje verbal y no verbal que se produce con el contacto humano, pareciera que pasa a un segundo término en las nuevas generaciones. La hipótesis: el surgimiento y posicionamiento de las redes sociales en la vida diaria ha creado la posibilidad de tener una satisfacción inmediata, manipulable y con alcances inimaginables en materia de hacer presencia no en otro, sino en miles de otros.

Este fenómeno en el que se pierde la capacidad de “mirarnos”, lo percibí con intensidad en mis alumnos de bachillerato. El interés de escuchar lo que alguien tiene que decir y –no se diga– de leer cuentos, novelas, relatos brevísimos, poemas, era notorio.

Esta crítica situación juvenil me obligó a ser lo más arcaica posible –término acuñado por un familiar para describir mi estrategia educativa–, no sólo para enseñar el programa educativo que me correspondía, sino también para detener la abulia colectiva de percibir el mundo sin redes sociales de por medio.

En este sentido, aunque en primera instancia pareciera paradójico, la tecnología virtual es precisamente una herramienta extraordinaria para conocer el mundo. En la actualidad, el acceso que tenemos a ensayos, novelas, cuentos de diversos autores, tampoco tiene precedentes. Prácticamente podemos leer lo que queramos. Sin embargo, a pesar de que tenemos el camino libre para encontrar los textos, preferimos sumergirnos en los chismes de la red.

Es por eso que, insisto, decidí ser una vetusta profesora.

La dinámica de los dos últimos semestres ha consistido en que los alumnos peguen en su cuaderno, para cada clase, un cuento diferente que yo misma les proporciono. Sí, pegado en su cuaderno. Nada de hojas sueltas dando brincos de frustración en una mochila ya de por sí llena de restos alimenticios y recortes de tareas hechas a última hora. Iniciando la clase o previo al cierre, leo en voz alta el cuento. Desde ese momento algo mágico pasa, ya que todos, a pesar de seguir la lectura con sus propios ojos, perciben mis propias emociones que se distribuyen a la par de la historia. Se discute y se analiza el texto, partiendo de la –si quieren– insulsa pregunta: ¿les gustó la historia?

A su vez, ellos deben de leerle el cuento o poema a un familiar y éste debe anotar su opinión sobre la lectura en voz alta. Al principio, como todo, renegaban. Muchos no hacían el ejercicio o era notorio que ellos mismos ponían un comentario como “leyó bien”. Entonces, me di a la tarea de revisar cada cuaderno y cada anotación. Les escribía una nota sobre cómo el alumno había realizado los ejercicios en general, la calificación correspondiente y también algún agradecimiento, según los comentarios que les hacían. Esto me permitió motivar, en la mayoría de alumnos, el interés de leer a alguien más.

Casi después de un año, la satisfacción es que al seguir revisando ejercicio tras ejercicio, las abuelitas, primas, mamás, papás o amigos dejan notas reales y me hacen ver cómo está mejorando el alumno con su lectura en voz alta. O bien, se están convirtiendo en maestros a su vez, pidiendo que lea el alumno con más énfasis, que respeten los signos de puntuación o solicitando que practiquen más con palabras desconocidas, para que ellos, el público, disfruten más del texto.

“Tiene la mirada del que no sabe para qué vive. Quiere decirme algo… algo herido, pero yo no la dejo. Quizá nos hemos rodeado de hojas más altas que nosotras como las alcachofas; quizá va a asestarme la horrible certeza de haber equivocado mi vida, mi única vida”. Así termina el maravilloso cuento de Elena Poniatowska, “El corazón de la alcachofa”. Al respecto, la señora Eugenia Rubio Cortés dejó la siguiente nota: “Me imaginé comiendo la alcachofa y sonreí con los comentarios de la abuela. También me parece que la lectura habla de la vida de uno mismo en donde cada hoja es cada día que debemos disfrutar hasta llegar al corazón, al logro de nuestras metas o al final de nuestra vida, y cada quien la disfruta según se disponga”.

Y así, una lluvia de comentarios llega de 46 familias, que aplauden los textos o me reclaman cuando no les gusta la lectura. O bien, como el señor Orlando A. Cruz escribió: “Es raro que le dediquen un poema a una nariz, pero lees bien, con énfasis”, haciendo referencia a la poesía de Salvador Jacinto Polo de Medina (1603 – 1676):

A una nariz muy grande

Tu nariz, con calidad,
es, por su naturaleza,
símbolo de la largueza,
cifra de la inmensidad.
Primero que tú, Beatriz,
sale siempre de tu casa;
y tan adelante pasa,
que ya pasa de nariz.

Pero también hubo poetas, como Pedro Salinas, que lograron hundir en la saudage, en la memoria del corazón, a una abuelita quien de manera sencilla escribió que le habían gustado los poemas de este autor, porque “me hizo recordar lo que sentía por tu abuelito”:

También recuerdan ellas, mis manos,
haber tenido una cabeza amada entre sus palmas.
Nada más misterioso en este mundo.
Los dedos reconocen los cabellos
lentamente, uno a uno, como hojas
de calendario: son recuerdos
de otros tantos, también innumerables
días felices,
dóciles al amor que los revive.
Pero al palpar la forma inexorable
que detrás de la carne nos resiste
las palmas ya se quedan ciegas.
No son caricias, no, lo que repiten
pasando y repasando sobre el hueso:
son preguntas sin fin, son infinitas
angustias hechas tactos ardorosos.
Y nada les contesta: una sospecha
de que todo se escapa y se nos huye
cuando entre nuestras manos lo oprimimos
nos sube del calor de aquella frente.

 

La epopeya de Gilgamesh conmovió a varios alumnos y familiares. Un texto largo que me demostró los avances de los chicos, que hicieron su mayor esfuerzo por mantener la emoción de su público, mientras el semidios vencía todas las vicisitudes al lado de su querido amigo Enkidu.

“Ayuda a expandir un poco nuestras ideas de otras ideologías […] Pero, sobre todo, el cuento se hace ameno cuando la persona que lo cuenta lo disfruta, enfatiza en donde debe y crea el ambiente adecuado”, dice Noemí Barba Hernández, hermana de un alumno que tiene 18 años.

“Luz, más luz”, grita Goethe en su epitafio. La mamá de Wendy A. Martínez reflexiona y hasta nos cuestiona: “Cuando uno muere, quiere ir hacia la luz, porque dicen que la muerte es negra, pero la luz es la que te guía hacia Dios. Muy fuerte epitafio, con una amenaza: la muerte implica la inmensidad”.

El cuento de Manuel Rojas, “Vaso de leche”, escrito en 1929, entristeció profundamente a un padre de familia. Recuerdo a mi alumna diciendo cómo su papá se identificó con el personaje, porque también él había sufrido en su juventud; había sentido plenamente lo que es padecer hambre. El cuento dice: “Le acometió entonces una desesperación aguda. ¡Tenía hambre! Un hambre que lo doblegaba como un latigazo; veía todo a través de una niebla azul y al andar vacilaba como un borracho. Sin embargo, no habría podido quejarse ni gritar, pues su sufrimiento era oscuro y fatigante; no era dolor, sino angustia sorda, acabamiento; le parecía que estaba aplastado por un gran peso”.

La señora Eugenia Rubio Cortés también expresó su sentir después de leer el cuento “Vaso de leche”: “Me dejó un poco triste y, hasta cierto punto, me hizo recordar mi juventud. Fue una lectura buena y constructiva. Espero más cuentos de éstos, ya que considero que ayudan a fomentar los principios de la sociedad. Gracias por compartir”.

Esa última frase, gracias por compartir, es y seguirá siendo la motivación para buscar más cuentos y poemas que traspasen el aula y otorguen a los jóvenes la oportunidad de transmitir sus emociones; que permitan a los abuelos soñar con ojos abiertos a través de la voz de sus nietos, y nos hagan recordar, tal vez sólo durante unos minutos, el placer de la convivencia humana. ❧

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Rocío Mejía
Rocío Mejía
Escritora, docente de la UAEM, Maestra en educación.

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