Siempre habré de recordar
y estremecerme
cuando sopla el viento de la noche,
hasta que el olvido, o algo peor,
me reclame.
La ciudad sin nombre, H. P. Lovecraft
La noche invernal cierne su aliento sobre la punta de mis dedos. Quisiera escribir sobre la sorprendente habilidad que tienen los alumnos para robar nísperos y sonrisas, o bien acerca del acallado carácter de los jardineros al embellecer los rincones de cada facultad, mas estoy obligada a narrar entre penumbras hechos lúgubres que pueden acechar los pasos de aquéllos que se sienten a salvaguarda dentro de la universidad.
El invierno cobija nuestra casa de estudios y las estrellas –esos falsos lampadarios, quiméricos soles vetustos–, se yerguen altivas en el espacio, murmurando sortilegios que escapan al oído alegre de los alumnos, quienes, ansiosos, salen de su última clase mientras las sombras rondan ya los pasillos. Esos jóvenes desconocen que ahí, en donde suelen gritar y reír tranquilamente, se manifestó lo innominable pocas semanas atrás.
Inevitablemente vienen a mi mente las palabras del poeta y demonólogo Abdul Alhazred: “Un suspiro mora en mi pecho como si fuera una oscura linterna”. Este soplo que recorre de manera vesánica los tenues latidos de mi cordura, se exhala en forma de lamento, recitando de manera obsesiva un poema de H.P. Lovecraft:
En algún lugar del sueño hay un paraje maldito
en donde altos edificios deshabitados
se apiñan a lo largo de un canal estrecho,
sombrío y profundo,
que apesta a cosas horrendas
arrastradas por corrientes grasientas.
Callejones con viejos muros que se tocan casi en lo alto
desembocan en calles que uno puede conocer o no,
y un pálido claro de luna arroja un brillo espectral
sobre largas hileras de ventanas, oscuras y muertas.
No se oyen ruidos de pasos,
y ese sonido suave es el del agua grasienta deslizándose
bajo puentes de piedra
y por las orillas de su cauce profundo,
hacia algún vago océano.
Ningún ser vivo podría decir
cuándo arrastró esa corriente del mundo de arcilla
su región perdida en el sueño.
Han sido varias noches en las que trato de olvidar el teratológico sonido que sacudió a mi alma, un viernes 11 de diciembre de 2015. El último viernes de trabajo. Ese día debí salir, como dicta mi horario laboral, a las 20:00 h., pero me retrasé una media hora más en la oficina de la Escuela de Técnicos Laboratoristas, con la intención de terminar lo más posible ciertos documentos que me permitiesen cerrar tranquilamente el semestre escolar. Por lo regular, al terminar la jornada laboral me dirijo al estacionamiento para dar fin al día de trabajo. Casi siempre, acompañada de mis colegas.
No esa noche.
Al ir caminando por el pasillo que conduce al estacionamiento escuché unos grotescos gruñidos provenientes del Auditorio de la Unidad Biomédica. Me quedé parada unos segundos y encorvé las cejas. A veces el cansancio hace malas jugadas, pensé, y volví a retomar mis pasos. Pero al iniciar mi andar, los guturales sonidos surgieron de nuevo, profanando el juego de luces y sombras que yacían como mortaja de mi ahora sinuoso camino.
La suerte se desteje e hila en un santiamén. Y uno, en ignorante torpeza, arma cada instante con los ojos cerrados. Debí dirigirme hacia mi automóvil sin cuestionar los misterios de la noche. No obstante, la curiosidad es una brisa lúbrica que ciega la razón. Por lo tanto, me dirigí –con la sangre alborozada a causa del novedoso suceso– hacia las escaleras que conducen al auditorio. Sin adentrarme en el pasillo de donde suponía surgían los aparentes gemidos, pregunté tranquila pero severa: “¿Quién anda ahí?”
Risas. Desfiguradas risas. Ésa fue mi respuesta. Y la aparición de un par de sombras famélicas, semejantes a personas encorvadas, atravesando el pasillo.
Retrocedí, comprendiendo a un nivel muy primitivo que aquello estaba fuera de mi alcance. No recuerdo haber dado la espalda a la hórrida escena. No recuerdo cómo logré subirme al auto, ya que mis manos temblaban al intentar abrir la cerradura. Pero al partir del estacionamiento aún conservo en la memoria que, mirando por el retrovisor, las mismas sombras se erguían unos cuantos metros atrás del carro. Aceleré y no miré de nuevo tras de mí. La mirada se me quedó congelada hacia la calle, con el único objetivo de ver la reja que anuncia la salida de la universidad.
“Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos”, anuncia el cuento de Robert Bloch, Vampiro estelar. Y, como el relato gótico, temí que esa noche al llegar al cobijo de mi hogar esas presencias descarnadas pudieran, de alguna manera, seguir asediándome. Sin embargo, la calidez de la familia y una buena cena me hicieron tomar el asunto hasta con gracia, al narrar con detalle a los míos lo sucedido. Coincidieron en que debió ser una broma de mal gusto y pidieron que fuera más cuidadosa, pues: “Hay que temerle a los vivos, no a los muertos”.
Ahora, puedo decir que le temo a ambos.
Pasaron algunos días y, aunque el recuerdo a veces me atormentaba, logré poco a poco disipar mis angustias. La cercanía de la Navidad fue el nepente para esta situación. Sin embargo, una tarde mientras observaba un pálido atardecer, vino a mi mente un exalumno de técnicos –ahora estudiante de medicina– que gustaba de realizar dibujos, especialmente con diversos carboncillos; su talento lo llevó a ganar varios concursos dentro de la universidad, por su trazo definido tanto para las figuras humanas como oníricas. Meses atrás, me había enseñado algunos bocetos con un estilo sombrío, siniestro, de sombras semejantes a bestias míticas. Me preguntó qué opinaba sobre éstos. Admití que sus trazos encerraban una belleza extraña, atemorizante. “La verdad, los hice para quitarme de la cabeza una pesadilla que me ha estado molestando”. En ese momento su comentario me pareció un tanto absurdo, pero esa tarde de reflexión parecía cobrar sentido y guardar cierta similitud su miedo con el mío.
Afortunadamente tenía el contacto del exalumno en redes sociales, así que le escribí, recordándole sus dibujos, y aventuré a develar lo que había pasado en el Auditorio de la Unidad Biomédica. Tardó dos días en responderme. Ya me encontraba a punto de dormir cuando escuché el sonido de un mensaje nuevo en el celular. Al ver que se trataba de él, lo miré expectante. Eran las 11 de la noche apenas. Su breve mensaje me aterró: “Maestra, por favor, si escucha otra vez los gruñidos no les responda, o no la van a dejar en paz”. Estaba por escribirle para saber a qué se refería, pero se fue la señal de Internet, quizá por los fuertes vientos que, hostiles, sacudían las afueras.
No les responda. Esas palabras se quedaron retorciendo mis entrañas hasta pasada la medianoche. Mis dos gatos llegaron de su habitual vagabundeo y se quedaron al pie de la cama. Eso, invariablemente, me llenó de tranquilidad. Dicta el folclore que ningún espíritu con execrables intenciones puede pasar por la autoridad y el cuidado de un felino. Así que una maliciosa sonrisa se dibujó en mí. Tranquila, me dispuse a cerrar los ojos cuando el ulular de una lechuza se escuchó en el jardín. No les responda, fue la primera frase que vino a mi mente. ¡Al diablo con la lechuza! Ya era bastante de supercherías y dramas góticos. Me acosté de lado y sumergí los ojos en la almohada, enfadada conmigo misma. Pero un maullido agudo, irritante, hizo incorporarme suavemente. Mis dos gatos estaban uno junto al otro, acostados y con la cabeza gacha, mirando la ventana que está de frente, siguiendo algo que debía moverse afuera, en el jardín, custodiado por dos vetustos encinos. El ulular siguió, formando un canto inescrutable. En esos momentos en que el misterio es demasiado grande como para ignorarlo, vino a mí una frase del Loco Árabe: “Que no está muerto lo que yace eternamente, y con el paso de los evos, aún la muerte puede morir”. ¿Qué maldición estaba persiguiéndome? Molesta –tal vez aterrada– le respondí al ave con un fragmento del poema El Cuervo, de Edgar Allan Poe:
“¡Profeta!” –exclamé–, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más”.
La literatura, por fantástica e inocente que parezca, puede encerrar mundos incomprensibles, vestigios de los anhelos de amargos dioses olvidados. Hay que tener cuidado con qué se lee. Mi exalumno tuvo la cortesía de responder a mis postreros mensajes. Esta vez sólo tardó un día. Analizando ambos la situación y, tras varias horas de larga discusión y especulaciones –en la cual me di cuenta de que el destino, efectivamente, se desteje e hila en un santiamén–, me dijo si recordaba el cuento gótico que les había entregado en el taller de creación literaria, Vampiro estelar. Sí, lo recordaba, así como las caras que ponían todos los alumnos mientras se iba desarrollando la magistral trama, y el verso en latín, proveniente del De Vermis Mysteriis –El Misterio del Gusano–, hacía un eco desolador en el aula, ya que anunciaba la aparición de un espectro demencial. “Después de ese cuento usted nos sugirió algunos textos de Poe, así como de Lovecraft. Leí varios de éstos, pero mis pesadillas surgieron al leer fragmentos del Necronomicón. Durante varios días creí escuchar gruñidos detrás de la puerta de mi cuarto. Cuando preguntaba quién era, sólo recibía risas horrendas por toda contestación”. Hay coincidencias malditas. Le confesé a mi exalumno que un día antes de la aparición de las sombras también había leído parte de ese libro.
Existen insondables misterios que nos habitan. Parajes malditos que atravesamos sin darnos cuenta. No he vuelto siquiera a hojear el Necronomicón. Dejo eso para espíritus de mayor templanza. Sólo puedo terminar esta crónica pidiendo que sean cautos con lo que leen: aquello considerado como la fantasía de una mente ilustre, puede ser el eco feroz de innombrables seres que esperan, atrapados en la tinta, ser invocados por algún ingenuo lector.
Que todos aquéllos que lean este libro reciban la advertencia
de que el hábitat de los hombres es observado y vigilado por la
raza antigua de dioses y demonios que proceden de un tiempo
anterior al tiempo, y que buscan venganza por aquella batalla
olvidada que tuvo lugar en alguna parte del cosmos y desgarró los
mundos en los días anteriores a la creación del Hombre.
Necronomicón, H. P. Lovecraft ❧
0