CONTAR NADA. Y que esa nada sea lo que oprima. Nada porque lo básico no tiene comienzo, porque no hay una anécdota útil. “Es sólo nada”, lo repites mientras la enfermera cruza otra vez el pasillo; la miras detrás de las cortinas espesas de ese hospital de segunda. No hay nada que decir.
Miento.
Había un señor que recogía niñas. Le gustaban mucho las que tenían algún defecto: un ojo malo, una pierna más larga, seis deditos, la boca chueca, tres pezones. Salía a buscarlas en los puertos, en esas guaridas malolientes donde el vómito y la mierda triunfaban sobre el sudor de los pescadores.
Siempre daba con una.
En algunos pueblos escondidos, incluso, se las regalaban. Era simple. Un billete por la jovencita o a veces ni eso.
Vivía con ellas. Las convencía de que fueran obedientes, de portarse muy serviciales a la hora de mendigar o bajar la cremallera de los borrachos. Sólo quienes tenían el defecto más visible posaban para las fotografías.
Era un buen negocio.
Cuando crecían más allá de los catorce años, se deshacía de ellas. Las abandonaba en otro puerto. Les decía que volvería a verlas, que ya sabían cómo ganarse la vida, que las había vuelto independientes.
No es que me gusten las niñas. Creo que su cuerpo es ninfal y debemos preservarlo. La taxidermia es una opción porque no bastan las fotos o los videos que pasan y ya, nada queda de ellas.
El señor de las playas, sin saberlo, era un gran proveedor. Igual que los cholos o los politiquillos de Juárez donde rescaté varios cuerpos que tengo en mi casa de Taxco. Si salgo de acá pronto, volveré con esas norteñas, extraño sus ojos grandes y melenas larguísimas que compré en el Zócalo del D.F.
Pero nada. No me dicen nada.
Los médicos van y vienen. Ayer uno mencionó que no sabría cómo decírmelo. Es joven, de cejas unidas, espigado.
Espero.
La enfermera ha vuelto a pasar. Sonríe. Podría capturar ese brillo en los ojos mal delineados. Lo cierto es que siempre he querido tener algo que contar con palabras, no sólo con los cuerpos que revivo.
Volvamos al señor de las Playas. Era gordo. Olía a Old Spice rancio. Esa imperfección del gusto y sus carnes flácidas hacían juego con las deficiencias de las chicas que subía a la vieja camioneta azul, un cacharro que estaba mal de los frenos. Las balatas eran un desastre. Entre el chirrido y el llanto de las niñas que dejaban su casa, era fácil escuchar que el señor venía cerca. Lo detuve por la noche, entre Huehuetla y Zozocolco.
Gentil, el señor fue a ver si traía cables para pasar un poco de corriente. Me creyó. Supongo que incluso agonizó confundido, sin creer que existiera alguien más hábil. Las niñas huyeron. Sólo alcancé a una de dientes afilados, vampírica, dio buena lucha.
Cargué el cuerpo para esconderlo en la cajuela de mi Neón. Entonces las vi, eran las mismas siete que pensé seguían corriendo por el campo. Descargué toda mi arma. No caían.
Se acercaron a abrazarme en grupo.
Eso fue todo.
Desperté convencido de que nadie me creería, que sería mejor contar otra historia: la de una máquina en un taller que me dejó con un dedo en cada mano.
Eso es lo peor.
No el diagnóstico que ocultan, la enfermedad incurable que acaban de encontrar en la ausencia de mis glóbulos blancos. No queda nada de ellos, como ya nada hay sobre la Tierra de aquel señor gordo, en la costa. ❧
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