Voces de la comunidad

El rincón de las almas astilladas

Y luego que hubo anochecido,
se le entreabrieron los ojos.
Oh, un poco, muy poco.
Era como si quisiera mirar
escondida detrás de sus largas pestañas.

María Luisa Bombal

Ella me mira, con sus ojos juveniles, melados. La pregunta sigue en el aire, ¿de qué trata el cuento? Ella, entrecierra su mirada por instante, parece mirar escondida detrás de sus largas pestañas. “Maestra, no sé de qué trata el cuento, pero, como dice el personaje de Alejandra, yo ‘hubiera querido nacer hombre y que la única sangre que salpicara mis ropas fuera la sangre de los rivales muertos o la de mi propia muerte, en el momento de morir’”. Este comentario desata una furiosa contienda de pensamientos en el alma de 15 adolescentes, que toman el Taller de creación literaria, ofertado en la Escuela de Técnicos Laboratoristas desde 2012. Quien me ha permitido tenerlos 20 minutos leyendo, sin chistar, para posteriormente dejarlos media hora discutiendo, de manera franca, inteligente, ha sido Cristina Peri Rossi, extraordinaria cuentista y activista política uruguaya. Su cuento “Gambito de Reyna” tiene una estructura compleja, cargada de analogías, metáforas, intertextualidades que, uno juraría, no podrían capturar el interés de los alumnos.

Mentira.

Los jóvenes –si bien la mayoría no tiene el hábito de leer o no acostumbran hojear textos cargados de figuras literarias– se dejan seducir por la lectura si uno, con un poco de estrategia (tengo que confesar), les acerca textos que no buscan aleccionarlos ni facilitarles información, sino corromperles imágenes preconcebidas de las emociones, sacudir su inquietud –empolvada por lo cotidiano– para forjar nuevos pensamientos a través de versos surrealistas.
María Luisa Bombal, con su magistral novela La amortajada, permitió que muchos de mis alumnos, los cuales habían confesado no gustarles leer, iniciaran este proceso cognitivo con deleite. Recuerdo a uno de ellos confesar que se sintió profundamente conmovido por la historia y, para sorpresa de todos, escribió un pequeño relato tratando de plasmar sus propias emociones.
Milagro. Sí escriben.

Si bien hay un desfile de miedos en los alumnos –no les gusta leer en voz alta, les desagradan los textos con palabras “raras”, no quieren escribir cuentos, se atemorizan ante la idea de exponer sus propios textos en el taller, no les gusta sentarse a leer un cuento de más de tres cuartillas, entre otras tantas ideas–, lo único que tenemos que hacer es dejar que fluya el arte literario; lo demás se da por añadidura.
Por ejemplo, cuando inicio la primera clase de un taller, casi siempre empiezo por leerles un cuento. Para la lectura de un segundo texto, como por casualidad, pregunto si alguien quiere leerlo: dos o tres manos se animan. En el tercer cuento, ya todos quieren leer, sin importar si se equivocan al hacerlo. Es decir, a los jóvenes sí les gusta leer en voz alta, sólo que la falta de práctica les ha hecho olvidar lo divertido que resulta.

El miedo común a no leer textos cargados de palabras desconocidas fácilmente se vence al pedirles que las señalen y, al momento, las busquen en el diccionario. Después se relee la oración y se pregunta si cambia la percepción sobre ésta. Casi siempre obtendremos una enorme sonrisa por parte de ellos (en otras ocasiones, un gesto que se asemeja a la preocupación: en los jóvenes esto significa franca sorpresa ante lo desconocido).

“Maestra, este cuento está muy largo, ¿vamos a leerlo todo ahorita?”. Es común en las primeras clases escuchar este tipo de exclamaciones. Pero es cuestión de pedirles un poco de paciencia y empezar la lectura. Los cuentos, los cuentos brevísimos, las novelas, albergan un poder de transmutación del tiempo; asesinan de manera voraz al desgarrante cronos y su desquiciante anhelo de hacer las horas segundos y, éstos, horas. Simplemente, con el arte literario no hay tiempo. Tolstói, con su cuento magistral “Karma”; Alessandro Boffa, con su extraordinario humor en Eres una bestia, Viskovitz; Gonçalo M. Tavares y sus Historias falsas, prosa exquisita y de estilo único; Edgar Allan Poe, Robert Bloch, Lovecraft, Edmundo Valadés, Cortázar, Frank McCourt, Francisco Rebolledo… imposible citar a todos aquellos autores que me han permitido romper esos miedos infames que se han sembrado en nuestros jóvenes. Sin embargo, hay dos escritores a quienes tengo un profundo cariño: Efraím Blanco y Roberto Abad. Lo anterior, porque son jóvenes escritores mexicanos y, lo diré con mucho orgullo, nacidos en nuestro estado de Morelos. Las antologías de cuentos Dios en un Volkswagen amarillo y Esos malditos zombis, de Efraím Blanco, así como el maravilloso libro de cuentos brevísimos de Roberto Abad, titulado Orquesta primitiva, son éxito total en el salón de clase. Tal vez sea por el estilo original, surrealista y contemporáneo de estos autores que los alumnos se sienten atraídos por sus historias. Baste mencionar que cuando he llevado alguno de estos títulos para rifarlos, han sido motivo de álgidos arrebatos y más de un alumno intenta hacer trampa para llevarse el libro.

No obstante, debo confesar que de todos los cuentistas y novelistas antes citados siempre, de manera irremisible, mis favoritos son los alumnos. Ellos, que en 20 minutos crean mundos enteros. Ellos, que en el jardín o en un salón oscuro, gélido, son capaces de replegarse dentro de sí y extraer historias fantásticas.

Quiero compartir con todos ustedes un muestrario de obras de los alumnos del Taller de creación literaria, esperando que se sorprendan con estos autores anónimos, mis pequeños genios malhumorados y de risas estridentes que son muchas de las veces, en ese rincón de almas astilladas, un aliciente para seguir adelante en este caos llamado vida.

Cómo salvar una vida
Mariana Amador Ortega (16 años)

De tardes húmedas,
oscuras e interminables.
Así sabe el silencio,
el grito abominable.

Olvida por un momento,
amigo cuervo, amigo.
Olvida mi frágil debilidad.
Me siento mejor contigo.

Amigo mío, amigo,
¿no escuchas tú su voz?
Su voz de azul golondrina.
¡Es primavera! Sol feroz…

El árbol seco florecía,
pero tu vida al fin flaqueaba.
Eras inmortal, como los versos.
¿Qué gusano atacó tu alma?

“Fue una oruga”, susurraste,
antes de perder la razón.
“Se ha transformado en mariposa,
¡Oh!, mi dulce aflicción”.
“Amor, amor, amor”,
grita mi garganta con dolor.
Tus alas negras perecen.
Pero la golondrina,
¡mira sus ojos!
dorados florecen.

Brevedad
Natalia Medina Mendoza (16 años)

La muerte es como un segundo: una eternidad subliminal.

Amor blanco y negro
Miguel Iván Cruces Soto (16 años)

Mi mundo es curioso: desde pequeño no distingo los colores, ninguno de ellos. Así es, tengo vista de perro, pero esto no me ha causado problema alguno. Por ejemplo, el otro día fui al zoológico y me divertí tanto como los demás. Sin duda, mi animal favorito fue el panda.
Me gusta ver películas de Charles Chaplin, son las que más disfruto.
Hace poco conocí a una chica; fue amor a primera vista. Es linda, amable y sabe escuchar. Ella encuentra mi discapacidad divertida; siempre me describe los colores, no importa que yo no entienda muy bien. Es algo muy lindo que compartimos; me hace sentir especial. El otro día le pregunté de qué color era su cabello, ella me contestó que era negro; yo me alegré pues es mi color favorito, o al menos el que siempre veo.
Sin duda alguna, ella es mi arcoíris.

Ausencia
María Fernanda Ramírez Muñoz (16 años)

Tengo un sofá que huele a cadáver. Es verde y huele a cadáver. No como María, ella huele a buñuelos con miel. Me encanta verla mientras come duraznos: piel de durazno, suave, tersa, morena, apiñonada; su piel tostada se asemeja a mis buñuelos y la miel sabe a sus labios.
Pero el sofá aún huele a cadáver, ¿a dónde se ha ido María?

Sahara
Leslie Sahian Orozco Villar (16 años)

Ella caminaba, con una sonrisa en el rostro.
Ella lloraba, con esa misma sonrisa.
Ella no era muy guapa.
Ni tenía buen cuerpo.
Pero todos la miraban, todos la querían.
Menos ella.
Una vez soñó con el fin.
Y adelantó el suyo.
Y cuando su garganta dejó de llorar lágrimas rojas,
ella se dio cuenta de que también se quería.
Pero entonces fue tarde.

Cuervo
Alejandra Díaz Ramírez (16 años)

La chica de los ojos negros miró por la ventana y la brea de sus ojos comenzó una transformación extraña: le crecieron alas. Poco a poco, de su oscuro iris se formaron pájaros.
Y sus ojos quedaron en blanco.
Y su cuerpo quedó vacío.
Y sus labios no se movían.
Y todo eso no le importaba.
Los pequeños pichones con alma de cuervo comenzaron a aletear torpemente.
Con un vuelo frágil sacaron el alma de la chica por la ventana.
Dejando, al fin, todo atrás.
–¿En qué piensas?
Con sus ojos, nuevamente negros, contestó:
–En nada.

El rincón de las almas astilladas

Te envuelve el olor a sueños rotos.
Las caras vacías a tu lado.
Pozos de infinito dolor e indiferencia en cada mirada.
Movimientos frenéticos y gritos estridentes.
Música muda retumba en las paredes haciendo que te estremezcas.
Tu corazón no se inmuta.
Miras a tu alrededor una vez más.
La repugnancia inunda tu garganta de palabras que no dirás jamás.
Tu cuerpo se sacude por última vez.
Tratas de calmar tu agitada respiración.
No lo logras.
Polvo blanco se adhiere a tu piel y tu alma.
Dejas escapar un último y doloroso suspiro.
Te das cuenta de que, a pesar de todo,
no quieres morir.
Demasiado tarde.
Tu cuerpo cae al suelo.
Nadie se sorprende.
“Otro más ha caído”,
en ese rincón de almas astilladas.

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Rocío Mejía
Rocío Mejía
Escritora, docente de la UAEM, Maestra en educación.
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