Pero sabemos que este “hablar” –narrar– no es inocuo. Lo que se realiza allí es un verdadero acto performativo: el decir (o volver a decir) es vivir (o volver a vivir). Si la “vida” como totalidad es imposible de aprehender, el relato permite construirla, aun parcialmente, en una unidad de sentido, aunque no, por cierto, en un “sentido único”.
Leonor Arfuch, Intervenciones sobre el “documental subjetivo”
Tras bambalinas se desarrolla uno de los primeros trabajos de “ficción” del director polaco Krzysztof Kieślowski, una ficción entrecomillada, consciente de la construcción que conlleva el dispositivo cinematográfico, así como el alcance que puede tener una película para la televisión y las negociaciones con el gobierno polaco en turno. La película Personajes (1975) relata el ingreso de un joven artista al mundo del teatro. Artista en un discurso implícito, pues filma al joven sastre que desde la primera escena se topa con las distancias entre los artistas que ponen el cuerpo en el escenario, ya sea como bailarines, actores o cantantes de ópera, y los artistas que también ponen el cuerpo y el intelecto pero tras bambalinas, con los arreglos previos al espectáculo, al coser y repensar el vestuario, fabricar escenarios, montar las luces, jalar correas y cables. Estos artistas, los visibles e invisibles –parece decirnos el director–, son muy cercanos entre sí, pero valorados en un desfase descomunal, en el que los primeros gozan de un estatus mayor que los segundos, en una Polonia comunista que “sólo tiene de comunista el nombre”, enunció el mismo Kieślowski en una de sus entrevistas.
Sus primeros trabajos previos a la ficción se gestan en torno a la temática de la desigualdad. Al principio no es que deseara ser documentalista; “no es algo que se piense de pequeño”, comenta la historiadora Annette Insdorf en una de sus entrevistas sobre el director. Por el contrario, la belleza de Kieślowski como personaje, así como en sus películas, proviene de la contemplación que después se decanta en un acto severamente calculado; se trata de repensar la historia. Con Kieślowski rozamos la tan manoseada frase “cuando la ficción supera a la realidad”, o quizá, sin deslucir su labor con semejante cliché, podemos pensar en una construcción consciente donde los dispositivos audiovisuales ayudan a captar la mirada del espectador en acontecimientos específicos. Se refiere a la construcción de un lenguaje o un balbuceo. Para Kieślowski el cine debía ser la proclamación de algo, una forma de tomar la palabra e intervenir en la vida, aunque fueran puros balbuceos; el cine debía ser una provocación que diera en la vena comunitaria y personal para modificar las estructuras sociales, o al menos vislumbrar ciertos cuestionamientos sobre el entorno.
Él comprende que no existe la mirada ingenua, por lo que retoma su formación como documentalista e insiste en retratar la realidad con la atención premeditada en ciertos actos (con primerísimos planos a los rostros de sus actores). Si se mezcla el documental con la ficción es para repensar el mundo y la realidad social (un mundo comunista sólo de nombre y vagas intenciones, la Polonia de la posguerra), con elementos que se pueden moldear a voluntad sin perder la verosimilitud del relato. Aun así, de ningún modo lanza verdades absolutas; de hecho, nunca renuncia al final abierto o a la libre interpretación que cuestiona la moral del espectador: ¿qué harías tú?, parece susurrar entre las tomas. Los finales felices no existen para él, quizá los finales como tal no tienen cabida en su cine, pues en sí el relato cinematográfico debía tener la complejidad y la ambigüedad de la vida misma, una cualidad de fluidez que nunca se estanca. ¿Qué pasará con los personajes una vez que la cámara deje de filmarlos? El espectador lo decide según su propia subjetividad y toma un papel participativo al cerrar o abrir más el relato.
No hay soluciones fáciles. Desde sus inicios, Kieślowski fue un activista que antepuso el cuerpo en los movimientos estudiantiles del 68. Lucha en contra de la postura antisemita de la Escuela de Cine y Teatro a la que estaba adscrito, se manifiesta sólo para descubrir que ciertas declaraciones sirven de poco. ¿Adónde lo lleva el desencanto? A la contemplación y al documental. Toma su cámara, se hace de un equipo de producción, seduce al gobierno polaco y logra filmar varios documentales con el subsidio del país, transmitidos por televisión nacional. En Fabryka (1971) filma cómo los dirigentes de una fábrica toman las decisiones sobre el destino de sus demás compañeros de trabajo; en Zyciorys (1975), que es un breve metraje de poco menos de una hora, traducido como Curriculum vitae, expone el “escandaloso” supuesto de que los integrantes del sindicato temen opinar debido a que podrían perder su empleo (“escandaloso” por irónico, real y punzante); en Szpital (1977) sigue de cerca la incansable jornada de los doctores y enfermeras en los hospitales de Varsovia, en un sistema que erradica los tiempos de descanso para un personal agotado; Dworzec (1980) muestra la precaria situación en la Estación Central en Varsovia, cuando los trenes se retrasan por horarios indeterminados, por normas institucionales, mientras distintas cámaras vigilan el transbordo de los ciudadanos, el destino de éstos se modifica por los minutos, las horas e incluso los días de diferencia entre uno y otro tren. Son piezas en las cuales lo crucial del relato se encuentra en las sutilezas y sus ironías: ahí subyace la denuncia.
Por lo mismo, uno de los trabajos más sensibles de este periodo es Gadajace glowy (1980, Bustos parlantes), en el cual el director intercepta a varias personas de distintas edades para preguntar: ¿en qué año nació usted?, ¿quién es usted?, ¿qué considera que es más importante? Con este documental Kieślowski concreta un caleidoscopio de Polonia que conlleva al conflicto no sólo a los entrevistados, sino también al espectador. Existe un anhelo humanista de unicidad, deudor de la posguerra, la violencia y su devastación; aún hay esperanza. La mayoría de los entrevistados (desde sacerdotes, profesores, funcionarios hasta alumnos) desean que exista mayor bondad entre las personas. No todo es desencanto.
Si Kieślowski renuncia al documental es por respeto a los colaboradores. La cámara amenaza con la visibilidad/publicidad de los entrevistados. En sus primeros títulos hablan ciudadanos que no son actores, aún no dialoga del todo con la ficción. Será en Personajes (1975) cuando el director decide que puede conseguir el mismo efecto que el documental, pero con actores de por medio. En la primera escena, con una cámara al hombro y primeros planos, vemos a Romek Januchta (Juliusz Machulski), el joven sastre, seducido por una escena de ballet (un par de bailarines practican su rutina), sonríe intrigado. Entre la danza y la mirada, interfieren un par de trabajadores que cargan un espejo; no nos percatamos de su presencia al instante, lo que importa es el reflejo, la ilusión y el rostro del protagonista. Al subir unas escaleras ve por el ventanal otro tipo de baile: el de unos trabajadores que cargan, gracias a un sistema de poleas, la escenografía del teatro. Es un acto igual de hipnótico, pero quizá menos esplendoroso. Al instante, el segundo contacto que tiene Romek es el de la prohibición, ya que no puede ingresar por la escalinata principal: “por aquí sólo entran los artistas”, y con esto el portero se refiere a los cantantes, bailarines y actores. Para el teatro él es un simple cortador de telas, aun cuando de su trabajo dependa la verosimilitud del relato, la puesta en escena.
Con ello el director critica severamente el cúmulo de desigualdades en un sistema que se autoproclama comunista. Y será la labor de Personajes llevar la evidencia de esta desigualdad hasta el hartazgo. Una vez en el taller la película formula dos preguntas implícitas: ¿qué se necesita para conseguir un empleo?, ¿qué se requiere para conservarlo? Las personalidades ahí retratadas son trabajadores, actores fungiendo como sastres, tan bien dirigidos que apenas se vislumbran las costuras de la ficción. Pareciera que la cámara se ha inmiscuido en un taller de vestuario y escenografía para grabar las escenas, ¿realidad o ficción? Poco importa, el filme es una unidad de sentido que proclama ser vista. Romek conoce a Roman (Tomasz Lengren) y a Sowa (Michal Tarkowski), desdoblamientos del posible futuro del protagonista. El primero es un carismático cortador que sabe mover su personalidad a la par que sus habilidades técnicas, mientras que el segundo, con quien realmente simpatiza Romek, es un adusto sastre desilusionado por el cierre de la escuela de artes y su destino en su actual trabajo. La escuela para Sowa es otra desilusión en un sistema de falsas esperanzas.
El espectador sigue a Romek con la ingenuidad de quien no se entera de nada hasta ya avanzada la trama. Incluso, el protagonista no queda exento, si consigue el trabajo es gracias a la amistad de su tía con el director técnico; como en muchos aspectos en la vida, las relaciones humanas y el toque de coquetería es tan importante como el propio trabajo (Kieślowski lo sabía: la primera parte de su trabajo como director vive a punta de negociaciones con el gobierno polaco). En esta apertura, Romek desea pertenecer al teatro, pero Sowa le advierte que el mundo no es la escuela de arte; es mejor no hacerse ilusiones. Pues todos esos artistas conversan sobre lo mismo que ellos (ellos, los cortadores de tela), charlan nimiedades, de su vida cotidiana salpicada con cierto toque de banalidad. Los bailarines y cantantes ponen el cuerpo, pero también echan la cháchara, rompen la idea romántica del arte y el artista, el genio y lo sublime, conversan sobre lavadoras y chimeneas, nada excepcional. Romek los escucha mientras aprecia un ensayo de ballet desde la tramoya. Con él comprendemos que el teatro es una imagen de Varsovia, la Polonia que busca desentrañar Kieślowski, donde algunos gozan de ciertos privilegios aun cuando son personas comunes y corrientes, trabajadores en una misma obra, ciudadanos de un mismo país.
El problema radica en un teatro que presenta obras en decadencia, tramas que “han dejado de hablarle al pueblo”, según las palabras de Sowa. Una proclamación brillantísima, llena de irritación y repudio, pues sobre todo las artes, tan cercanas a la escuela de diseño de la Bauhaus en Alemania, de los postulados Suprematistas y Constructivistas en Rusia, acerca del artista como productor social y político, allegado a las necesidades del pueblo, ahora se miran el ombligo sin inmutarse. El punto álgido del filme se presenta cuando el cantante Andrzej Siedlecki (quien se interpreta a sí mismo en tono de burla y denuncia) rompe un traje confeccionado por Sowa, en un arrebato de altanería. El intérprete argumenta que le incomoda “la mala confección”, que no es libre para cantar (hacer su trabajo), ¡pura charlatanería!, pues minutos antes lo vemos bromear en el taller de confección sin cumplir con las pruebas requeridas para el traje. En respuesta, Sowa desgarra su uniforme frente al cantante en pleno ensayo general.
Cuando el sindicato le cuestiona tal acción, Sowa sólo hace más evidente la división del trabajo: “Hizo bien en romper el traje, porque los artistas (los cantantes, los bailarines, los actores, los que gozan del estatus) pueden romper lo que deseen y nadie les dirá nada, así son nuestras relaciones”. El verdadero conflicto también reside en que los técnicos no se interesan en el destino del teatro como comunidad: se creen libres de hacer su trabajo sin cuestionarse o intervenir. Volvemos a la alegoría política en la que el teatro es Polonia y los técnicos, estos artistas ninguneados, son el pueblo, que vive en la anomia.
Dicha alegoría se clarifica con el paso de los minutos, mas no sucede lo mismo con la culminación. El destino de Sowa corre a cargo de Romek. Es una decisión ética que también tendrá que tomar el espectador e, incluso, le provocará delatarse ante sí mismo, en privado, frente a la pantalla, en público, en la sala de cine, en el transcurso de su día, después de ver la película. Porque la vida no se estanca y las reflexiones que provoca el cine de Kieślowski tampoco. Todos, en algún momento y dentro de nuestro país, somos los artistas/productores en el escenario y tras bambalinas, tan responsables por la recepción de la obra como por la puesta en escena. No hay pasividad ante la imagen bordada por Krzysztof Kieślowski, por el contrario, es un organismo vivo que se mantiene vigente, con cada visionado adquiere un nuevo sentido, despierta más dudas. Pues, en efecto, no hay finales felices y, por lo tanto, tampoco concesiones consolatorias.
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