Voces de la comunidad

El cuerpo escénico y la violencia

org_10116_img1_Danza Butho. Fotografía de Alex Apt

Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad y
del exterminio de una ilusión, la ilusión vital.
Jean Baudrillard

Desde siempre el artista ha buscado representar la violencia a manera de reflexión de la condición humana. Es evidente que nosotros no miramos igual que las personas del siglo XV, XVI o XVII. Somos “testigos” que miramos de un modo u otro el suceso artístico a partir de influencias culturales específicas de nuestro tiempo. No podemos deslindarnos del contexto contemporáneo para contemplar, sentir o escuchar. Vivimos en la sociedad del espectáculo, y la manera en que se representa la violencia en las pantallas, los periódicos, la radio y las redes sociales con regularidad busca convertirse en entretenimiento, en noticia, en fuegos artificiales. De esta manera se neutraliza, se despoja de su carácter patológico y destructivo. La mayoría de las películas y las redes sociales hacen que la violencia y los crímenes de lesa humanidad se vuelvan noticias espectaculares. Continuamente somos bombardeados en las pantallas por imágenes de violencia, crueldad e infortunio. ¿Cuál es el papel de las imágenes? ¿Cuál es el signo secreto que penetra todo lo que vivimos y lo convierte en terror amenazante? Desafortunadamente, ya nos “acostumbramos” a la imagen de la violencia humana, y decir esto es muy peligroso. Desde este lugar se “normaliza” y se perpetúa la violencia a índices inimaginables.

La pregunta fundamental que me hice al escribir sobre este tema, tan vasto y complejo, fue en torno a cómo podemos reaccionar ante la violencia de la vida actual desde nuestro oficio, sin que se convierta en una noticia más, en una diversión patológica que se suma a la proliferación de las pantallas, en las que la imagen se vuelve realidad en sí misma, realidad virtual. La realidad es expulsada de la realidad. Pareciera entonces que sólo la tecnología pudiera unir lo disperso, como si las cosas hubieran engullido su espejo. Pero ¿hasta qué punto puede desrrealizarse el mundo antes de sucumbir? ¿Cuándo la virtualidad se vuelve más verdadera que lo verdadero? Baudrillard le llama hiperrealidad a este estado de las cosas.

Estoy convencida de que el arte de la escena es un arma cargada de futuro y apuesta por la fuerza del teatro para transformar la realidad.

En la experiencia estética el sujeto toma conciencia de que es un contemplador. La discusión sobre lo que es arte o no es muy compleja en el presente. No obstante, sigo pensando que el arte es lo otro de la vida que nos permite nombrarla. Me parece que el arte nos hace ver las situaciones, no es un reflejo de ellas. No nos habla de cómo es el mundo, sino de cómo podría ser, porque el arte no esconde ser una ficción. El artista con su obra se compromete y opina sobre la realidad, por abstracta que sea su poética.

La pregunta, entonces, versa en torno a qué significa la estetización o la sublimación de la violencia en la actualidad y desde qué mirada podemos representarla sin que contribuya al espectáculo del horror y sin que sirva como una inyección más de anestesia moderna.

Si pensamos en las artes escénicas, inmediatamente ponemos el cuerpo en el centro, ya que es el arte de la presencia. Parece que vivimos en el estado límite de los cuerpos, y me refiero al cuerpo como un concepto que no excluye la voz, la palabra, el espíritu y la psique. El cuerpo como totalidad en su presencia representacional: el performer del que habla Jersy Grotowski, más allá del objetivo de producir un espectáculo. La presencia del actor antes de expresar nada, que habla por sí misma.

El fantasma del cuerpo roto permea en las teatralidades actualmente. Quizá podríamos hablar de un teatro de la muerte, que denuncia atrocidades con la sola presencia de sus intérpretes; de un mundo de cuerpos fantasmas desaparecidos, ropa sin cuerpo, cuerpos mutilados, violados, sin vísceras, objetos simbólicos con letreros que advierten la muerte, cuerpos en duelo, en combate, cuerpos desaparecidos, sin sepultura.

¿Cómo percibimos el cuerpo en la modernidad? ¿Cuál es la percepción de estos cuerpos desde el escenario? ¿Cómo concebimos nuestros propios cuerpos ante tal espectáculo? Quizá pensamos que nos vemos como los demás nos ven, o quizá los otros nos ven como nosotros nos vemos a nosotros mismos. Inconscientemente parece que los artistas escénicos somos una especie de Antígonas, luchamos desde nuestro escenario para dignificar el cuerpo de la vida y de la muerte.

En 1950, Kazuo Ohno y Tatsumi Hijikata, conmovidos por los fatídicos bombardeos atómicos en Hiroshima y Nagasaki, Japón, dan comienzo a una nueva mirada hacia el cuerpo escénico: el cuerpo de la posguerra, el Ankoku Butoh, conocido en Occidente simplemente como Butoh: un abanico de técnicas para encontrar la danza de la oscuridad.

En los años sesenta los supervivientes caminaban en las calles con el cuerpo quemado, glóbulos oculares reventados y cuerpos mutilados. Esta danza ha influenciado profundamente a los artistas en todos los continentes. En los años ochenta hubo un resurgimiento del Butoh, que continúa hasta hoy en América Latina y en Europa, principalmente. Sus formas y temáticas son muy diversas; el bailarín de Butoh no sólo representa personajes humanos, sino también objetos, fantasmas, animales y manifestaciones de la naturaleza. Es una reflexión del cuerpo sobre el propio cuerpo y el lugar que tiene actualmente en la existencia humana. La propuesta no intenta hablar a través del cuerpo, sino generar que el cuerpo hable por sí solo; lo esencial es improvisar a partir de un desarrollo riguroso de esa técnica, que les permite ahondar en las zonas oscuras del ser humano.

El Butoh desafía lo convencional en un país como Japón, en el que la tradición de las artes escénicas es muy rigurosa y el cuerpo es recodificado en cada generación. Sus movimientos son lentos, alteran el tiempo y el espacio cotidiano; las principales influencias fueron Yukio Mishima, Lautréamont, Artaud, Genet y el Marqués de Sade. El Butoh busca la interioridad en el movimiento intencionado y sin ornamentos. Por lo general, los actores se pintan de blanco y los cuerpos están desnudos o con vestuarios muy particulares. En la primera obra de Hijikata, Kinjiki (Los colores prohibidos), basada en el texto de Yukio Mishima con el mismo nombre, cuyo eje temático es la homosexualidad, fue expulsado del festival en la que se presentaba, pues al final de la obra el actor asfixiaba un pollo entre las piernas, y el público protestó indignado. El Butoh es irreverente y crudo, responde al horror desde el horror y convoca desde lo sublime a lo más humano.

En el territorio de la danza, en las artes escénicas contemporáneas, ha habido otras respuestas a la violencia de nuestro tiempo. Pina Bausch desarrolla una poética relevante que se propone recuperar el cuerpo del artista escénico para danzar, ante la desvalorización de la vida y desde un cuerpo que piensa y ama la vida. Se trata de una ruptura importante en la danza de Occidente, que propone la creación de la danza-teatro. Pina nace en 1940 y funda el Tanztheater Wuppertal en 1973. Con un entrenamiento autodidacta crea su propia compañía con la que realiza varias obras emblemáticas, como Café Müller (1978), Bandoneón (1987), Carnationes (1982), Arien (1979), Walser (1982), entre muchas otras, admiradas en todo el mundo. Su principal maestro fue Kurt Jooss, innovador de la danza expresionista. Pina Bausch, ante la ruptura con las certezas más sagradas de la danza y una época desgarradora en Alemania y el mundo después de la guerra, se enfrenta a los modelos canonizados del cuerpo ideal y los transgrede, a partir del modelo de la danza abstracta y expresionista. Es un pensar desde el cuerpo, desde sus pulsiones que nos fuerzan a expresar sus metamorfosis, sus vértigos, sus signos, sus valores, sus vibraciones, su anatomía y su morfofisiología; su estética ante la constitución de su subjetividad en el dilema ético de la existencia.

Pina estaba convencida de que la danza contemporánea tenía que romper con el modelo narcisista de contemplarse a sí mismo, y abrirse a la sensibilidad que respondiera a los paradigmas de la posmodernidad. Lo esencial es la conquista de la libertad del cuerpo para expresar los temas fundamentales de la condición humana: el deseo, el desamor, la angustia, la soledad, la frustración, el temor, la nostalgia, la tristeza, la memoria, el olvido, el abandono, el gozo, el amor y la ternura.

Pina Bausch rompe también con el sentido unidimensional del espacio, recupera la valorización de la vida cotidiana e integra la palabra. Incorpora en escena elementos naturales como la tierra, las hojas secas, las flores y el agua, sobre los que danza el intérprete. Pina trabaja como coreógrafa desde su propia vulnerabilidad, sus miedos y deseos.

De alguna manera, podríamos llamar a la danza-teatro de Pina como una danza de la luz. Ambas, el Butoh y Tanztheatrer Wuppertal, son maneras de resignificar el cuerpo ante la violencia moderna.

En el territorio de la dramaturgia ha habido muchas obras dramáticas sobre el tema de la violencia humana. Podríamos enumerar una larga lista, comenzando con Shakespeare, Esquilo, Eurípides, Sófocles, Samuel Becket, Bertold Brecht, Pedro Calderón de la Barca, Albert Camus, Jean Genet, Edgar Allan Poe, Enrique Buenaventura, por mencionar sólo algunos. La violencia tiene muchas formas de manifestarse en el destino humano; sin embargo, me atrevo a decir que nunca se había vivido de la manera en la que se vive actualmente, como una condición de sobrevivencia cotidiana mundial.

Entre los dramaturgos mexicanos contemporáneos que han abordado este tema podemos mencionar a Sabina Berman, Román Bahena, Boris Shoeman, Alejandro Casona, Edgar Chías, Bárbara Coello, Alejandro Román y muchos otros; específicamente tratan situaciones de hiperviolencia, violencia doméstica, secuestro, asesinato, violencia urbana, narcotráfico, y muchos otros rostros sutiles, individuales y sociales de la violencia actual. Es un acto delicado y valiente escribir sobre este tema, en el que incluso se arriesga al propio dramaturgo.

Volviendo al punto de partida de este escrito, acerca de cómo se interrelaciona el tema de la violencia con las artes de la representación y de qué manera podemos, desde nuestra trinchera, intervenir la conciencia y la sensibilidad humana de estos tiempos, pienso que el artista es aquél que se resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de la actualidad de no dejar huella, el que se dice a pesar de todo y de todos.

Para Baudrillar, el artista se suma al crimen perfecto de la modernidad cuando “ya no dice nada”, cuando nos sumimos en la ilusión desencantada.

Desde este punto de vista es loable todo intento de trabajar desde la creación con el tema de la violencia. El cuerpo real y efímero del artista escénico tiene mucho que decir en este terreno. El arte es una dimensión y una experiencia que debe estar presente en la vida de todos los seres humanos desde la infancia operando como un antídoto contra la insensibilidad humana, de frente a la violencia imperante. Así como los cuentos antiquísimos que se leen a los niños cada noche, con los que se reviven arquetipos inconscientes de la cultura para sembrar nuevos rumbos y valores humanos, el arte de la presencia juega un papel que contrarresta la hiperrealidad de esta época. Es una especie de vacuna contra la confusión y la desolación. No hay que callar nunca; quizá hablar desde el silencio, pero seguir creando. ❧

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