Voces de la comunidad

¿Dónde la espina, dónde la flor?

COMENZABAN LOS AÑOS cuarenta del siglo veinte y según Pablo Neruda, “en México se concentraba la sal del mundo”, es decir, los artistas e intelectuales, quienes huyendo del avance de la dictadura franquista en Europa, hicieron de esta nación un locus amoenus imprescindible si de comprender nuestro devenir cultural se trata.

El bardo chileno de las residencias, los versos del Capitán y las odas, contribuyó todo lo que pudo en México para que el exilio español pujara fuerte. No olvidemos que le acababan de asesinar a un caro amigo, a un cómplice, a un duende: Federico García Lorca. De tal deceso, de las trincheras de las que hablara luego Elena Garro, de las bombas y la sangre por las calles, Neruda sabía qué opinar. Y no se lo callaba. Y permitió que la denuncia viviera en su poesía en detrimento, señalan ciertos críticos, de la poesía misma.

Fue en Bogotá –extraño que ciertas historias arranquen ahí– donde quien esto escribe se enteró de que en la autobiografía de Pablo Neruda, Confieso que he vivido, hay un capítulo dedicado a México. La conversación, liderada por un escritor ahora también fallecido, Germán Espinosa, no salía de un centro: el título que le da el poeta sudamericano a esa mentada parte de sus memorias: “México florido y espinudo”.

Una lectura inmediata revelaría datos que por allá del 2005 no me eran tan relevantes aún, por ejemplo, que en palabras del Nobel de Literatura: “México era más pistolista que pistolero”, que en un festejo en Xochimilco, los convidados deseaban congraciarse con el vate pidiéndole que dispara un arma1:

“Una vez me festejaron los poetas con un paseo en una barca florida. En el lago de Xochimilco se juntaron quince o veinte bardos que me hicieron navegar entre las aguas y las flores por los canales y vericuetos de aquel estero destinado a paseos florales desde el tiempo de los aztecas. La embarcación va decorada con flores por todos lados, rebosante de figuras y colores espléndidos. Las manos de los mexicanos, como las de los chinos, son incapaces de crear nada feo, ya en piedra, en plata, en barro o en claveles.

Lo cierto es que uno de aquellos poetas se empeñó durante la travesía, después de numerosos tequilas y para rendirme diferente homenaje, en que yo disparara al cielo con su bella pistola que en la empuñadura ostentaba signos de plata y oro. En seguida el colega más cercano extrajo rápidamente la suya de una cartuchera y, llevado por el entusiasmo, dio un manotazo a la del primer oferente y me invitó a que yo hiciera los disparos con el arma de su propiedad. Al alboroto acudieron los demás rapsodas, cada uno desenfundó con decisión su pistola, y todos las enarbolaron alrededor de mi cabeza para que yo eligiera la suya y no la de los otros. Aquel palio movedizo de pistolas que se me cruzaban frente a la nariz o me pasaban bajo los sobacos, se tornaba cada vez más amenazante, hasta que se me ocurrió tomar un gran sombrero típico y recogerlas todas en su seno, tras pedírselas al batallón de poetas en nombre de la poesía y de la paz. Todos obedecieron y de ese modo logré confiscarles las armas por varios días, guardándoselas en mi casa”.

¿Qué tanto ha cambiado la actitud hacia las armas en este país?, ¿cuántos sabemos diferenciar ya entre un cuete festivo y un disparo?, ¿cuántas veces los militares nos han abierto la cajuela para verificar que no llevemos pistolas en nuestros automóviles? La noche de ayer, al tiempo que escribo estas líneas, fue una de esas ocasiones. Saliendo de la casa, en el callejón de un pueblo cercano a la capital morelense, cuatro efectivos del Ejército nos hicieron bajar del vehículo. Educados, hasta eso, emprendieron una búsqueda exhaustiva. No encontraron ningún arma, claro. Tampoco dieron las gracias ni las buenas noches. Se fueron vacíos, dejando una estela de miedo en el ambiente.

Luego recordé todas las noches en las que los perros han ladrado en la zona al escuchar balas al aire. Pensé en Neruda, en sus meses junto a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Tina Modotti, Frida Kahlo. Revisé Confieso que he vivido, su crítica en torno a un México que no es al chileno lo que fue España y se entiende. En ningún otro país ni en ningún otro tiempo, en lengua castellana, los artistas se las tuvieron que ver tan cerca de la persecución y de la muerte.

Aunque Neruda no le resta nada a nuestro país, aunque lo mejor de la intelectualidad española se haya refugiado entre nosotros y haya sido motivo de la fundación de grandes instituciones y cátedras, hay un rechazo del sudamericano hacia el ser político de nuestra nación2:

El presidente era un emperador azteca, mil veces más intocable que la familia real de Inglaterra.

Ningún periódico, ni en broma ni en serio, podía criticar al excelso funcionario sin recibir de inmediato un golpe mortífero.

Lo pintoresco envuelve de tal manera los dramas mexicanos que uno vive pasmado ante la alegoría; una alegoría que se aleja más y más de la palpitación intrínseca, del esqueleto sangriento. Los filósofos se han tornado preciosistas, lanzados a disquisiciones existenciales que junto al volcán parecen ridículas. La acción civil es entrecortada y difícil. El sometimiento adopta diversas corrientes que se estratifican alrededor del trono.

¿Corrientes, partidos, medios o fundaciones? Lo que fuere, la alegoría de la que habla el poeta aún nos alcanza. Sigue imponiéndose un peligroso preciosismo, pero ahora de plástico, en las ideas, en los versos, en las historias más vendidas. En lo que se puede mercar porque si no, no existe más allá de su tipo de cambio. Neruda leyó muy bien a la pequeña águila equivocada en sus venas –tal como definió a México– y también descubrió sus bellos contrastes. Como Malcolm Lowry, vio en el Popocatépetl un referente simbólico, un testigo cuya belleza es difícil superar en el ámbito de la creación artística cuyo imaginario es rebasado, esto es, signado por la violencia, por el hecho de que incluso los vates, de por allá de 1941, tuvieran pistolas y desearan verlas entrar en acción de la mano de otro creador, uno de los más famosos de entonces.

Hablamos de un imaginario que cuando contiene pólvora, como sucede en la novelística revolucionaria, no es del todo bien aceptado porque para muchos no resbala sin dificultades. Las pilas de muertos que describe Martín Luis Guzmán en La sombra del caudillo, la bola enardecida de Los de debajo de Mariano Azuela, los desfiles de los generales revolucionarios que Nellie Campobello dibuja en Cartucho, las mujeres enlutadas de Agustín Yáñez en Al filo del agua, son oscurecidas por obras que se alejan de los balazos explícitos, que sólo valen cuando obedecen a otra llamada, la del sueño, diría Milan Kundera, como sucede en Pedro Páramo de Juan Rulfo o Los recuerdos del porvenir de Elena Garro. El problema de las primeras ficciones es su cercanía atroz con la realidad; el acierto de las segundas, su nebulosa narrativa bien colocada, a manera de mentira hermosa o pesadilla con flores espinudas.

He ahí la contradicción de la que habla el autor de Canto General, una tensión ciertamente poética, pero que si no se toma con calma, hace sangrar la palma de la mano. El ímpetu de Neruda chocaba con fascinación y asombros en nuestro país. Acostumbrado a grandes apuestas en sus versos; arriesgado y monumental como siempre fue, la parsimonia, la solemnidad, la cortesía infranqueable, pero sobre todo la máscara que analiza Octavio Paz, es decir, los disfraces de los mexicanos que sólo se quitan ebrios debieron caerle en el hígado al sudamericano. Con Rivera se llevaba mejor, por aquello de los impulsos, las comilonas, los excesos vitales, por la forma con la que se autoalaban sin cortapisas, sin pedir disculpas, sin nuestro disimulo, sin las flores que primero debemos echarle al otro para convencerlo, como hacían seguramente los indios en la colina, de que nos proporcione lo que deseamos.

Y es que el otro nos dará la rosa, pero también la espina. Ambas son condiciones indisociables. Están porque son y son porque están juntas. Por flor entiendo el arte y por espina la violencia. Renunciar a una o pretender ocultar la otra es una labor falaz en México. De ahí esta pregunta: ¿qué sucede cuando las espinas crecen más que la corola?, ¿hay suficiente material para crucificarnos a todos, para coronarnos cotidianamente en el Gólgota de nuestro horizonte?, ¿qué sucedería si los pétalos fueran más grandes? Carlos Marx dijo que por eso se le daba la flor y la cadena al hombre, para que renunciara a la segunda.

La elección de este país ha ido en dirección contraria. No es algo nuevo. Por algo Pablo Neruda no quiso volver aquí aun cuando un avión, que envió el mismo Luis Echeverría, lo esperó por más de 48 horas en Santiago pocos días después del Golpe, ya cuando el vate reposaba en la tristemente célebre clínica Santa María, donde se dice, se le inyectó una sustancia letal. En su libro El doble asesinato de Neruda, Francisco Marín y Mario Casasús sostienen que el chileno dejó pasar al menos dos veces la oportunidad de abordar dicho transporte. La primera porque debía mandar a Matilde Urrutia a la casa de Isla Negra por algunos libros y demás objetos; la segunda, porque el rapsoda alegó no sentirse del todo bien. De cualquier modo, se le escuchó decir, antes de su muerte, que él no dejaría Chile.

Pablo Neruda, junto a Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, firmando la primera edición de Canto General, ilustrada por los muralistas mexicanos. Ciudad de México, 1950

Tomar ese avión habría sido, quizá, la diferencia. Pero esta nación no entusiasmaba a Neruda y como se sabía enfermo, prefería permanecer en su país a pesar de los sangrientos acontecimientos que lo rodeaban y que supo prever con ojos de poeta, de lobo de mar que volvía de traiciones, luchas e incluso utopías a las que, paradójicamente, no renunciaba. A lo Héctor, se quedó a encontrar a Aquiles y su funeral fue la primera gran marcha en contra de la dictadura.

¿Qué poeta mexicano, memorable, amenazado, asediado y/o sacrificado a lo Federico García Lorca, Miguel Hernández o Pablo Neruda siguió escribiendo en tiempos de asesinos? Si bien es verdad que en nuestro país nunca se ha instaurado una dictadura de formas directas, los crímenes de Tlatelolco fueron una coyuntura que, con o sin partido comunista de por medio, abrió la posibilidad de una denuncia, protesta o combate de los poetas de México que se replegaron, que cerraban las cortinas de su casa cuando llegaba otro artista a visitarlos. Eso hacía José Emilio Pacheco cuando Elena Poniatowska le llevaba a corregir La noche de Tlatelolco poco tiempo después de la matanza3.

Acá no se juzga esa actitud. No se espera que los poetas además de cantarle a la rosa se dediquen a arrancarle, desde que se eleva su tallo, las espinas. Su trabajo son los versos, no las metralletas; ser “Che Guevaras del lenguaje” en todo caso, como diría Julio Cortázar, o ni eso. La literatura no es sierva de nada ni nadie, sin embargo, debería mantener saneadas sus relaciones con el poder desde la palabra, desde el valor que es crítica y no desde el silencio que otorga más barbarie. El oficio de los poetas es arder y cuando esto sucede, cruje la materia donde nacen las llamas sin importar su color ni su tamaño como pasó con Neruda y su poesía social relegada. Se le considera, sobre todo, un poeta de lo natural, incluso “fluvial” según Saúl Yurkiévich.

Otra antesala peligrosa de esa crítica es circunscribir la obra a la época de un autor y nada más, sin ponerla a dialogar con otros hilos conductores, tal vez menos robustos, pero existentes, en la propuesta total de un escritor. En nuestro país la poesía es conservadora, explica Philippe Ollé Laprune en las primeras páginas de su libro México: visitar el sueño, conservadora por dentro y por fuera, agregaría; tan conservadora que peca de pensamiento, palabra, acto y omisión. No hubo, no ha habido, y me atrevo a decir que no habrá una vanguardia que aporte significativamente alguna idea o algún procedimiento en la historia de la poesía latinoamericana.

En contraste, hay hombres que son tan ciudadanos como poetas y que resultan indispensables, diría Bertolt Brecht, su palabra que se vuelve acto, que es letra o que es reconciliación, su valentía para trazar un sueño lúcido en tiempos negros, es la mejor ruta que nos detiene ante la rosa, que nos enseña a comprenderla sin rencores, que nos muestra, serenamente, cómo tomarla de tal modo que no duelan sus espinas.❧


1 Neruda, P., Confieso que he vivido, Mondadori, México, 2007, pp.193-194.
2 Op. cit., pp. 202-203.
3 Véase Las palabras del árbol de Elena Poniatowska, Plaza y Janés, México, 2002.
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Alma Karla Sandoval
Alma Karla Sandoval
Escritora mexicana y doctora en literatura por el CIDHEM.
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