Voces de la comunidad

Cuando el porvenir nos alcanza

Nadie podría condenarla ni absolverla. Su cuerpo sólo le pertenecía a ella.
“Soy yo quien lo quiere”. Era su voluntad lo que estaba cumpliendo,
ya nada la separaba de sí misma. Había elegido por fin. Se había elegido.

SIMONE DE BEAUVOIR, La invitada

EN SU LIBRO, Territorios del arte contemporáneo. Del arte cristiano al arte sin fronteras, el filósofo y crítico de arte mexicano, Jorge Juanes, explica dos conceptos de modernidad que se yuxtaponen y seducen mutuamente en el mismo periodo histórico. El libro, un ágil compilado de textos, sitúa el inicio de la modernidad con los descubrimientos de Copérnico y el cuestionamiento de Descartes frente a lo sensorial, ya que en su obra Meditaciones, el filósofo y físico francés exhorta a que desconfiemos de los sentidos, del sonido y de las cosas exteriores porque no son más que ilusiones y engaños. Es la modernidad decantada en el pensamiento matemático y racional que madurará con la Ilustración y la Revolución francesa. El instante en que el hombre se construye a sí mismo con el pensamiento del progreso y el bienestar. Se refiere a una ideología lineal, escatológica, en la búsqueda de un final sólido, gratificante en consecuencia con el trabajo arduo y las buenas decisiones. En este sentido, el ser humano moderno define su propio destino, es protagonista de su historia gracias a la voluntad y el dominio racional; equivalente al trabajo de toda una vida que culmina en la jubilación, esta modernidad siempre mira hacia el porvenir.

Sin embargo, existe otra modernidad que para el teórico mexicano es más interesante por la rebeldía que emana. Ésta es la sensorial, a contrapelo, una renuncia caprichosa ante la sofocante racionalidad con la que se construía la Europa de finales del siglo XVIII. Se trata del pensamiento romántico: de la pasión, la sensualidad, lo erótico, el sueño y la pesadilla. Si el primer moderno se construye a sí mismo trabajando en el despacho de papá, el segundo derrocha el dinero del padre en las tabernas y con prostitutas. Esto no significa que el romántico se remita a un drama o a una festividad de poca monta, no cualquiera puede ostentar melancolía, ira y arrobo frente a la inmensidad de la naturaleza. Para ser romántico también se requiere cierta elegancia inmersa entre las costuras de la personalidad y el estilo; bien lo sabía Oscar Wilde cuando vestía su ropa exquisita, aun en la cárcel, y más lo comprendió Arthur Rimbaud al escribir Una temporada en el infierno y renunciar a la opulencia en Francia para comerciar con armas en Etiopía. En este cauce, la renuncia del romántico y su arrojo a la melancolía son auténticos; mira hacia el porvenir, o más bien se encuentra en constante tránsito, sin un punto fijo de llegada.

Nuestra época es deudora de ambas modernidades. Como herederos del primer pensamiento moderno, creemos que nos espera una recompensa, producto del esfuerzo; o por el contrario, apegados al Romanticismo, nos arrobamos por un cauce emocional, caemos en reducciones más bien básicas sobre la melancolía, la creencia de la inspiración celestial (las musas) o la figura del genio creador. Nos hemos dislocado, vivimos en la modernidad líquida, término acuñado por el filósofo polaco Zygmunt Bauman; el ocaso del deber, según el sociólogo Gilles Lipovetsky, la posmodernidad, la caída de los grandes relatos y la incertidumbre. El porvenir se nos escurre entre las manos. Sin futuro aparente, con la inseguridad laboral, personal y social, ahogados en un mar de imágenes e información, con dispositivos tecnológicos que nos distancian o que crean nuevas interacciones, sumergidos en Internet, donde pulula una cantidad increíble de datos, pero que en su mayoría provoca desinformación y desidia entre los usuarios.

Estos contrastes se presentan en el quinto trabajo de la directora de cine francesa, Mia Hansen-Løve, L’avenir (2016), traducido en México como El porvenir, con una portentosa Isabelle Huppert como protagonista, actriz que da vida a Nathalie, una editora y profesora de filosofía de sesenta años de edad, que irá perdiendo paulatinamente todas las posesiones que la primera modernidad le había proporcionado. No obstante, el contacto inicial que tenemos en pantalla es totalmente romántico. Ella se encuentra en el interior de una pequeña embarcación calificando trabajos de sus alumnos; se alcanza a ver la temática del ensayo: “¿Podemos ponernos en el lugar del otro?”, se vislumbra por unos segundos la pregunta a modo de encabezado. Huele a cliché, pero no hay que caer en la trampa, L’avenir evita las obviedades con total elegancia.

Desde los primeros minutos, la película anuncia que estaremos con Nathalie en el descenso al infierno de la modernidad líquida. Desciende de la barca para apreciar la tumba del poeta François-René de Chateaubriand, considerado el fundador del Romanticismo. El sepulcro, en Grand Bé, frente al mar, y la inmensidad de la naturaleza, arroban a la profesora, quien va con su esposo y sus dos hijos, un niño y una niña, la familia modélica. Como si la burguesía cumpliera la promesa de un futuro apremiante pero sensible, pues ni ella ni su esposo son banqueros, sino profesores dedicados a las humanidades.

Una elipsis nos lleva unos años adelante a una huelga de estudiantes en la que Nathalie no participa. Los alumnos se manifiestan frente a la escuela contra la modernidad líquida; no lo saben, pero ya están en ella. Empantanados en el tiempo levantan las pancartas para que la seguridad que proclamaba la primera modernidad regrese a sus vidas. “¿A usted no le interesa que va a trabajar toda su vida, sin jubilación?”, le grita un estudiante a la profesora. “Para nada, yo amo lo que hago”, contesta ella con tranquilidad. “¡Olvídalo!”, emana otra voz joven, “recuerda que los profesores no tienen vida”. Y con eso el discurso juvenil se desmorona en un activismo desinteresado y egoísta, aunque no menos radical ni auténtico.

Frente a ello, Nathalie no sonríe, no es irónica ni cínica, tampoco maquilla su existencia, es honesta cuando dice que le gusta su trabajo, se mantiene frontal. Es heredera también del pensamiento existencialista, sabe que está condenada a la libertad, que debe elegir en todo momento y aceptar el producto de sus decisiones. Por ello continúa su clase sobre Jean-Jacques Rousseau, pensador de la Revolución francesa y la Ilustración, en vez de problematizar con sus alumnos. “Yo no tengo la obligación de darles mi opinión sobre la situación política actual”, dice frente al grupo. Pero al paso de la película nos damos cuenta de que dicho comentario es mero efecto retórico, pues una mujer que atiende al mundo de las ideas con tanta frontalidad y autenticidad termina por materializar los conceptos en su vida. Quizá no verbalice su opinión sobre la realidad política, pero aun así la vivirá y será consciente de ello.

Así como los estudiantes pierden la seguridad de un futuro estable, a Nathalie la abandonará su familia. Primero sus hijos frente a la emancipación, y posteriormente su marido por una mujer extranjera más joven. El vacío de su relación se hace evidente en los estantes perpetrados ante la partida de su compañero. La comunión no era carnal y por ello duele que su exmarido le hurte (¿intencionalmente?) libros que le pertenecen a ella. Engañarla con otra mujer es permisible, sin embargo, robar (literal y literariamente) una parte tan importante de ella como los libros, las ideas, es una traición imperdonable.

Para continuar con el desapego, su trabajo como editora se tambalea ante las demandas del mercado. Defiende en todo momento el pensamiento crítico y social gestado en la Escuela de Frankfurt, con textos como La dialéctica de la ilustración (1944), de Theodor Adorno y Max Horkheimer, quienes van en contra de la industria cultural, la estandarización de los productos culturales y los discursos capitalistas. Nathalie, en una broma cruel de la trama, pierde su trabajo ante la industria cultural. La editorial la deshecha por “anticuada”, la colección de libros que ella edita no se vende y además tiene portadas “aburridas”. Le proponen maquetas de colores chillantes para las cubiertas. “Es para atraer a un público más joven”, le comenta una altiva jovencita de la que ignoramos si sabe algo sobre filosofía, aunque eso importa poco, pues es un asunto de portadas espectaculares, no de contenido. Nathalie, quien coordina ideas y contenidos, paulatinamente se convierte en alguien innecesario en el mercado de la apariencia. Porque lo último a lo que se refiere la película es a la apariencia. Quizá por ello podrá parecer tediosa para aquéllos que no identifiquen los referentes de la trama. Todo en L’avenir es sutileza y filosofía hecha imagen, materializada en cine.

Uno de los grandes aciertos de la cinta es la evasión de todos los clichés sobre la feminidad. Para acentuar el contraste entre los personajes, la protagonista es chantajeada emocionalmente por su madre, una actriz vieja que representa algunos estereotipos de la feminidad seductora, la vedette francesa de antaño, la femme fatale que se pudre en su departamento junto con Pandora, su gata gorda y vieja. Al parecer la promesa de la primera modernidad tampoco se cumple para la madre, quien siguió las reglas del juego, pero de igual manera ganó poco. La madre tiene ataques de pánico, llama consecutivamente a su hija, y su mayor deleite es ver a los bomberos sexis que acuden al llamado de auxilio. Es una figura fascinante que tomó decisiones en el trascurso de su vida y que ahora, en la vejez, no puede avalar. Muere y deja a la gata Pandora como herencia, cuyo nombre evoca la poca esperanza que le queda a Nathalie. Desapegada de todas las figuras que la rodearon gran parte de su vida, la protagonista, a sus casi sesenta años de edad, se define por medio de la negación: no es esposa de nadie, ni hija, pues ha quedado huérfana y su labor como madre ha terminado. Ni siquiera ser abuela representa seguridad; su hija lloriquea y pide que le regrese al bebé mientras Nathalie lo sostiene.

“¿Quién sí quiere estar sola? ¿Quién sí puede estar sola sin hacer estallar su molde predeterminado?”, nos pregunta (y se pregunta) la escritora austriaca Elfriede Jelinek en su ensayo “Estar solo”. Para Jelinek, la soledad femenina se vive de forma distinta, porque en primer lugar es sumamente difícil sentirse sola, siempre hay algo por hacer cuando la esfera laboral es también la doméstica, algo que limpiar o corregir, alguien a quién atender, no precisamente por deseo de la mujer, sino por imposición social. “Estar sola es un trabajo duro, pero de todas formas deseable”, enuncia la autora. Nathalie comprende que al no ser ni madre, ni hija, ni esposa ni editora, consigue la libertad auténtica.

Fotograma de la película El porvenir (2016) de Mia Hansen-Løve

El tema se reafirma cuando asiste sola al cine y un hombre se acerca para acosarla. El filme que está viendo es Copie conforme (2010), de Abbas Kiarostami, con Juliette Binoche como protagonista. A su vez, la película de Kiarostami hace referencia a otras dos de Roberto Rossellini: Stromboli, terra di Dio (1950) y Viaggio in Italia (1954), ambas con el protagonismo de Ingrid Bergman, quien interpreta personajes inteligentes que se cuestionan el significado de su libertad en una sociedad que oprime a la mujer. La cita casi pasa desapercibida, pero remarca que Nathalie no busque consuelo en el sexo o con algún hombre, aun cuando visita a uno de sus alumnos más queridos en una pequeña comunidad en el campo (guiño al Romanticismo y también al activismo). Fabien (Roman Kolinka) es un joven inteligente y atractivo que, además, lee al filósofo Slavoj Žižek, referente que cuestiona la profesora por ser un autor, para ella, un poco turbio en la exposición de sus ideas. Fabien cuestiona su tipo de vida y la de la protagonista, pero ella se mantiene fiel a sí misma.

Porque cuando el porvenir la alcanza, también lo hace el estoicismo, como la imagen de Nathalie frente al horizonte o recorriendo la playa, un poco empantanada pero dispuesta a transitarla. Un tránsito que no es evolutivo, sino más bien contemplativo; no hay punto al cual llegar, el porvenir está aquí. Existe una sensación en L’avenir difícil de explicar, porque las dos modernidades se yuxtaponen; la emoción que evoca la película roza el desasosiego y la esperanza, es la modernidad líquida, el movimiento y la búsqueda en la espesura, el vacío y la total libertad. ❧

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Lucio Ávila
Lucio Ávila
Crítico de cine y Maestro en Estudios de Arte y Literatura por la UAEM.
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