Si nos aproximáramos lo suficiente o hiciéramos un acercamiento con la lente de una cámara fotográfica, veríamos un rostro fino que se abisma en las páginas de un libro acrisolado por una luz tenue. No habría diferencia alguna en cuanto a tiempo, a espacio o incluso a costumbres; la imagen es la misma; la manera de leer y de tomar el libro abierto y pasar los ojos por las líneas con sentido, que van abriendo el inquietante mundo del pensamiento, es la misma y, en este caso, desde la afilada inteligencia de una mujer veneciana nacida a mediados del siglo XIV, que de pronto cierra el Libro de las Lamentaciones de Mateolo1“Se trata de la traducción al francés que Jean Le Févre hizo a finales del siglo xiv, del Liber Lamentationum Matheoluli, compuesto hacia 1300, un compendio de tópicos misóginos de casi seis mil versos, que como señala su editor, sólo debe a Cristina de Pizán el no haber caído en el olvido”. Cristina de Pizán, La ciudad de las damas, edición y traducción de Marie-José Lemarchand, ed. Siruela, Madrid, 2013, p. 227. y da rienda a su indignación:
Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra, bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o de dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga– parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio.
Ésta, quien habla, es Cristina de Pizán (1364-1430), hija de la Edad Media y punta de lanza en el Renacimiento, privilegiada por sus dones innatos y la educación recibida en griego y latín, por no hablar de la Bibliotheque Royale, más tarde Nationale, a la que tuvo acceso desde la infancia, misma que su padre, Tommaso da Pizzano, astrólogo y médico de Carlos V de Francia, iba constituyendo para el Rey Sabio. Cristina de Pizán se casó enamorada a los quince años, tuvo tres hijos y poco después queda huérfana de padre y más tarde enviuda, quedándose a cargo de la manutención y el cuidado de sus hijos y su madre.
Años más tarde, considerada ya la primera escritora profesional de Francia y quizá del mundo, pues su pluma le dio el sustento para su familia, Cristina de Pizán, en obediencia a sus letras, construye una urbe, La ciudad de las damas, con el mármol de su ingenio y el cemento de las palabras que van auspiciadas por una trinidad femenina que se le revela a modo de respuesta a su triste condición de intelectual y mujer; ciudad que según la autora, sólo podrá ser habitada por “damas ilustres y mujeres dignas, porque aquéllas que estén desprovistas de estas cualidades tendrán cerrado el recinto de nuestra Ciudad”2Cristina de Pizán, La ciudad de las damas, edición y traducción de Marie-José Lemarchand, ed. Siruela, Madrid, 2013, p. 32..
Y son Razón, Derechura y Justicia las damas quienes van dando luz, dirección y guía a la arquitecta, en la construcción de sólidos cimientos de esta ciudad inmarcesible que va tendiéndose sobre las cadenas de desplante del pensamiento docto de nuestra autora que nos regala, desde su erudición y el orden simbólico de la madre –como asentaría la filósofa italiana Luisa Muraro– una generosa genealogía femenina de tiempos bíblicos hasta el siglo XV, en la que están presentes, por citar sólo a algunas de ellas: la emperatriz Nicaula, la reina Fredegunda, la reina Semíramis, las Amazonas, Menalipe e Hipólita, la reina Pentesilea, Zenobia, Camila, Safo, Circe, Paulina –mujer de Séneca–, Jantipa –mujer de Sócrates–, la reina blanca de Castilla… y mientras nos regala un manto de magníficas biografías, concomitantemente va dialogando con las tres damas, exponiendo de modo relacional sus disertos.
No cabe duda de que esas horas en su estudio, entregada a la lectura de filósofos y pensadores, poetas y narradores y hasta hombres de ciencia, dieron sus frutos en la escritura viva de Cristina de Pizán, para entrar combativa a participar en la defensa lúcida y argumentativa, en los albores de la llamada Querella de las mujeres3“La Querella de las mujeres fue un complejo y largo debate filosófico, político y literario que se desarrolló en Europa durante parte de la Edad Media y a lo largo de toda la Edad Moderna, hasta la Revolución francesa; es decir, hasta finales del siglo XVIII. Fue un debate filosófico y político en el que se discutió y muchos trataron de demostrar la “inferioridad natural” de las mujeres y la “superioridad natural” de los hombres. Fue un debate muy vinculado con el mundo de las universidades y, por ello, también con el mundo clerical, con el mundo de los eclesiásticos cultos, especialmente antes de la aparición de ese movimiento cultural secular, que se suele llamar Humanismo”. Rivera Garretas, María-Milagros, “La querella de las mujeres: una interpretación desde la diferencia sexual. Política y Cultura”, núm. 6, primavera, 1996, p. 27, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, Ciudad de México, México..
Pero, ¿qué fue?, ¿qué detonó este libro en primera persona y la escritura vindicativa de Cristina de Pizán? Es probable, muy probable que haya sido esta cuita inicial en forma de conversación con Dios:
–¡Ay, Señor! ¿Cómo puede ser, cómo creer sin caer en el error de que tu sabiduría infinita y tu perfecta bondad hayan podido crear algo que no sea bueno? ¿Acaso no has creado a la mujer deliberadamente, dándole todas las cualidades que se te antojaban? ¿Cómo iba a ser posible que te equivocaras? Sin embargo, aquí están tan graves acusaciones, juicios, condenas contra las mujeres. No alcanzo a comprender tamaña aberración. Si es verdad, Señor Dios, que tantas abominaciones concurren en la mujer, como muchos afirman –y si tú mismo dices que la concordancia de varios testimonios sirve para dar fe, tiene que ser verdad–, ¡ay, Dios mío, por qué no me has hecho nacer varón para servirte mejor con todas mis inclinaciones, para que no me equivoque en nada y tenga esta gran perfección que dicen tener los hombres! Ya que no lo quisiste así y no extendiste hacia mí tu bondad, perdona mi flaco servicio y dígnate en recibirlo, porque el servidor que menos recibe de su señor es el que menos obligado queda4La ciudad de las damas, p. 27.. ❧
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