I
Suspensa ante el prodigio, la pequeña Clara de cuatro años fue tocada por la belleza. Fue en el instante numinoso cuando ese campo nevado de diminutas flores blancas se regaló a sus ojos, previo acontecimiento incluso al de que las manos de su deseo se allegaran francamente a la intensa y apasionada relación que lleva hasta la fecha, con los volúmenes que entonces poblaban la abundante biblioteca de su padre, el editor y poeta, Josep Janés. Sin embargo, hubo un primer acontecimiento, cuando casi al año de edad, acunada en los brazos de una de sus tías, percibió con apertura inaudita la música de Bach y reveló su conciencia con palabras para decirse que hablaría de ello, de esa luminosa sensación que la sobrecogía cuando esto le fuera posible, y lo hizo.
De tal manera cedida a las letras, Clara Janés, que haciéndose ellas mismas sus cómplices y aliadas, el 7 de mayo de 2015, no obstando la difícil decisión por quienes con la poeta, narradora, ensayista y traductora estaban postulados, le otorgan en digna reciprocidad una flamante “U” mayúscula, como asiento en la Real Academia de la Lengua Española (RAE), convirtiéndola en la décima mujer que ha ocupado un sitio en la RAE, en los tres siglos de su fundación.
Letras, canto, música, la poseía de Clara Janés encarna en la curiosidad y la conciencia, en el sentido de la vida que es aliento y que es voz y que ha dado al mundo cuantiosos frutos, varios de ellos galardonados: en 1972, el Premio Ciudad de Barcelona de Ensayo, con La vida callada de Federico Monpou; en 1983, también el Ciudad de Barcelona, con Vivir; en 1997, el Premio Nacional de Traducción, por el conjunto de su obra; en 2007, X Premio de las Letras Españolas Teresa de Ávila, por el conjunto de su obra, por mencionar sólo algunos.
II
La tarde llueve, la voz poética de Clara Janés es gota que se adhiere a la ventana y la hace vibrar con un recato de rayo apaciguado, pero revestido de su natural potencia. Como la voz del muecín que surca el espacio sin romperlo, su escritura toma textura de luz recién bañada, de mirada sin despojo, de alas suspendidas en el aroma que es llama y que es helor de daga que toca la vida sin rozarla para revelarla.
El frío acrecienta el silencio,
la savia se encoge en las ramas
hasta la grieta
abierta a la oscuridad;
la helada luz
arrasa los campos,
pero en su red queda suspensa
la belleza.
Alguien canta
en un lugar de la fantasía,
alguien susurra la fe…1
Es el canto, la fe expresada de Clara Janés, vibración y eco, latido de alas que va habitándose a sí mismo en cada paso para verterse en cada letra, en cada ritmo de conciencia, en la que vacía de sí y en contemplación. Clara inhala el instante para hacerse con él una, en esa eternidad blanca que no juega a los años, pero sí a los números, no a los segundos, pero sí al pentagrama que no tiene asunto pendiente con Cronos y que, en cambio, a fuerza de escucharlo en el silencio de sí misma, se le ofrece en la realidad de la nocturna desnudez.
no es sueño el dormir
son ondas
que cruzan
espacios tiempos
y trasladan olvido y memoria
al lugar del ahora
sin bordes
de la presente-ausente
intocada naturaleza
que ofrece huellas
perceptibles
al amanecer.2
En Homo viator, Clara Janés camina por las palabras y con ellas siente, y cada libro que escribe y cada libro que lee es paso y es mirada y son kilómetros de existencia inevitablemente abierta para dar acuse de recibo al pensamiento y al cosmos, de tal forma que Oriente y Occidente le hablan al oído, uniéndose en una sola escala que se entrega como la melodía del vientre del violín a la mejilla del ejecutante, y ella, Clara, hace de cada arpegio cristal que llueve en la cosmogonía madre que le da vida a sus versos.
Y es también isla y sirena de Moldava, el ombligo de la belleza edificada y la afluente de la nutrición de su alma, álter ego de quien traduce a fuerza de yunque, martillo y corazón, que es la poesía del oriundo de Praga y habitante soledoso de Kampa, Vladimir Holan, y su pertinaz arcano en la noche perenne que comparten, de sus estancias llenas, una ausencia que se hace presencia
Perdona
que quiera sorprender
tu dolorida soledad,
que penetre en tu noche
como ese olor del frío
que se abre paso
por los resquicios de la puerta…3
Nacida en Barcelona el mismo año que la marroquí Fátima Mernissi, Clara Janés también es mujer de barro, cántaro o ánfora que resuena y trepida ante la temible amenaza de 25 mil volúmenes que la buscan, que la quieren, que se la disputan desde los estantes de la biblioteca de su progenitor en ese laberinto de muros de papel y tipos, en donde la niña crece y se desarrolla y va mirándolos de cerca e internándose en la pulpa fragante de su misterio hasta que aquello que la amagaba se va convirtiendo en su propia fuerza, en su propia manera de respirar y hacer una y otra vez homenaje a la vida.
Fecunda en su entrega, intensa en la energía pura que la anima a convertir en visible lo invisible y decirlo, hasta ahora Clara Janés ha escrito más de 50 libros y la llaman de este continente y de aquél para atender sus ínclitos disertos que van proliferando en la riqueza de su linaje que, en cuanto a la masculinidad de éste, su abuelo bien pudo haber sido Gilgamesh, su padre T. S. Eliot, su hermano Rilke y su imantado satélite que desató el cauce de estrellas de su propia poesía, Vladimir Holan. Y en cuanto al firmamento femenino expuesto generosa y lúcidamente en su libro Guardar la casa y cerrar la boca4, es Safo y es Beatriz de Día, pero también Murasaki Shikibu, pero más de cerca, en una relación directa por la patria compartida del lenguaje y por la docta razón y la ciencia en sus versos, Sor Juana Inés de la Cruz, a quien ofrenda su Orbes del sueño en el albo círculo de su nutrida inteligencia, sostenida al cobijo de filósofos y pensadores, científicos modernos y músicos de luz que concilian en la manifestación de la armonía, como el estonio Arvo Pärt, a quien le dice:
Apertura de guías
ramas de aire
cristalinas en su ascensión perpetua
ecos azules
y un efluvio dorado
ajeno al fuego
como aquel eviterno florecer
el arco de luces blancas
cuando se deja atrás
el paso inicial
y no hay regreso
y la fuga es acogida
superficie de vuelo
acorde en el doble salto
sobre el punto virginal
de los armónicos
con los que cantan
ellas
las solitarias
en la negrura5
Arco de luces blancas o campos de alyssum, paso inicial es el ensueño de la herida nevada de Clara Janés, que en su voz “abismática”, queda suspensa en la sacralidad del silencio que se desgrana en notas solitarias y oscuras, para entrar, sin perturbarla, en el sentido y la profundidad de la música del universo. ❧