En la entrada norte de Cuernavaca, rodeada de árboles y palmeras, se yergue una escultura ovalada sobre una glorieta que ningún viajero puede pasar desapercibida. La Paloma de la paz, pieza de Víctor Manuel Contreras, se mantiene en un diálogo permanente con el espectador y su entorno, prueba de ello es que, desde los años setenta, ha sido punto de encuentro y, en tiempos recientes, un lugar para la protesta. La búsqueda de esa interacción, está en la esencia de toda su obra.
El alma quiere por techo la libertad
Y sólo puede vivir en la eternidad,
Ni paredes, ni cortinas, ni velos,
Sólo la noche bajo el cielo en silenciosa calma,
Las esfinges para llenar de luz los ojos del alma,
No les bastan todas las estrellas de los cielos.
VÍCTOR HUGO, Los cuatro vientos del espíritu1
UNA LARGA MEDITACIÓN sobre las obras de escultura y pintura de Víctor Manuel Contreras es reveladora para el poeta y desconcertante para el artista que se considera racionalista. La originalidad de la obra de este talentoso mexicano, proviene, sobre todo, de una ubicación más allá de los cánones clásicos o del arte abstracto. Cuando creemos haber reconocido alguno de esos aspectos, de repente otro nos convence de lo contrario.
Parece que Víctor Manuel Contreras ha descubierto en lo más profundo de su ser una nueva dimensión del arte, una manera de elevarse más cerca de la filosofía que del arte propiamente pictórico o escultórico. Si bien Contreras supo asimilar los conocimientos obtenidos en las diversas universidades que frecuentó, éstos no lograron limitarlo en la trampa de la técnica.
Cuando descubrí que Víctor Manuel Contreras era un místico sincero en pos de lo absoluto, al mismo tiempo que un conocedor de música, hallé la estructura psicológica que enmarca su obra.
¿No es acaso la música esa expresión del arte que, como decía el poeta Al-Ghazali, es uno de los caminos del éxtasis? El misticismo en su búsqueda del misterio sobrenatural se da varias veces –al escapar a las traducciones teológicas, en ocasiones dogmáticas y desconcertantes– en nuevas formas del arte que alcanzan lo sublime.
El poeta, el pintor o el escultor sabe soñar despierto para transcribir aquí en la Tierra algunas luces de trascendencia, como rayos solares atravesando las nubes que cubren al astro resplandeciente ante nuestra mirada engañosa.
Al analizar los cuadros de Contreras podemos pensar en ciertas visiones desordenadas en las que los colores y relieves adquieren tonalidades raras, como los reflejos alucinógenos de los hongos sagrados del Soma védico o del Ahoma de los sacerdotes del mazdeísmo del antiguo Irán. Éxtasis artificial que rechazaría nuestro artista por su ética de una autenticidad total, cuya expresión estética se acerca más a los valores platónicos de la verdad, de lo bello y del bien, que a algunas visiones supuestamente fantasmagóricas, surrealistas o aspectos negativos de los sueños.
“Escenas wagnerianas”, exclaman algunos críticos frente a los cuadros de Víctor Manuel Contreras.
¿Cómo situar entre el impresionismo y el surrealismo de André Breton esas visiones de pesadillas siempre matizadas por un color de esperanza, esos infiernos cercanos al reino de los cielos o de los paraísos perdidos, y esos elementos desencadenados en los que, como en los residuos del café, aparecen cuerpos etéreos de mujeres, de ángeles o demonios como fantasmas inesperados? Porque al fin, esos mares acantilados y castillos fantásticos, envueltos en tempestades, están suspendidos fuera del espacio y del tiempo, por lo que esta pintura no se deja captar ni por el espíritu ni por la razón.
La escultura de Víctor Manuel Contreras confirma una nueva forma sagrada del arte, una iconografía esotérica que requiere más de una hermenéutica de los símbolos en los criterios de las escuelas clásicas, modernas y contemporáneas comunes y corrientes, que puedan sugerir algunos detalles de su obra.
Debemos admitir que no puede traicionarse esa obra como una estructuración profana. En Occidente se admite, de manera general, que la única vía para alcanzar la noción real del espíritu es la que se opone a todos los aspectos de la noción de la materia. Se concluye, entonces, que la materia tiene una forma y el espíritu no. En consecuencia, se rehúsa al espíritu toda posibilidad de existencia. Debemos reconocer que la sustancia espiritual posee una forma, de lo contrario estaríamos obligados a negar la existencia del espíritu. Es necesario plantear la presencia de un espacio pluridimensional fuera del universo dualista cartesanio, así como del positivismo de Augusto Comte, afortunadamente superados por la física cuántica de Planck y por la perspectiva cósmica de Einstein.
¿Cómo es posible representar en la materialidad de la tela un mundo espiritual y sugerirlo de una manera que no caiga en el control acostumbrado de los sentidos? Esto parece nuevo, pero no es tan distinto de las dificultades que se encontraron para representar el espacio en las artes figurativas como las normas perspectivas naturalis, codificadas por Euclides, o como la perspectiva artificialis del Renacimiento italiano.
Sin embargo, muchos contemporáneos agnósticos consideran como un trompe-oeil cualquier evocación del mundo suprasensible, toda forma espiritual más sustancial que las formas materiales que logra captar nuestra percepción óptica. Ahora, ¿cómo transcribir con precisión en el mundo sensible, sobre un lienzo o con una escultura, un estado interior cuyos espacios tendrán criterios cualitativos, opuestos al espacio cuantitativo, medible según normas matemáticas? Estamos frente a la representación de un espacio inmaterial cuya autenticidad preexiste a la creación física que no refiere a los primeros tiempos del Génesis, pero que es eternamente vigente al lado y por encima del espacio material, así como las leyes de manou en las upanishadas de la India védica, tres o cuatro mil años antes de que nuestras ciencias modernas astrofísicas confirmaran esta visión panteísta de creaciones y desapariciones permanentes de los mundos en un cosmos vivo. Paradójicamente, es la historicidad de un suceso que se convierte en pobre, ridículo e irreal en comparación con la pródiga danza cósmica en los espacios siderales, que daban pavor al gran Pascal.
Lo que traduce Contreras en formas son, en realidad, imágenes de arquetipos de nubes galácticas, de luces de estrellas fosilizadas, de tempestades cósmicas cuyas dimensiones astronómicas se burlan de la pequeñez de las relatividades humanas con un tremendo omnia vanitas, pero pretendiendo explotar el cuadro de la visión naturalista común. El autor de esas formas de luz (pintura) y de los símbolos hieráticos (escultura) ha comprendido que lo sobrenatural es aquello natural que todavía no es captado por la experiencia científica. “El hombre encerrado en la naturaleza infinita de sus deseos es un Dios caído que recuerda los cielos”, porque ninguna de sus obras encierra un recuerdo delicado, evidente de lo sagrado de la veneración de la fe.
Es tan vivo el amor por la naturaleza en Víctor Manuel Contreras, que su espíritu místico lo conduce de una manera natural a buscar, a través de un encuentro filosófico y estético cuyo secreto sólo le pertenece a él, la esencia profunda de los seres en un camino interior, que se refiere más a una opinión, a la aceptación íntima de la vida en su más noble expresión, como en el caso de los místicos cristianos San Francisco de Asís, San Juan de la Cruz o como cantan los poetas románticos franceses. Así, recordamos los famosos versos de Lamartine:
Sí, la naturaleza está aquí, ella te invita, ella te ama,
Reclínate sobre su seno que ella te da siempre,
Cuando todo cambia para ti la naturaleza es la misma,
Y es el mismo sol que nace cada día.
Esta estrofa nos ofrece el ambiente psicológico que Víctor Manuel Contreras traduce de manera más o menos esotérica en sus diversas obras, las cuales saludan una escuela que va más allá de lo abstracto y lo surreal y constituye verdaderamente un sobrenaturalismo del arte.
No obstante, esto no se envanece por su logro artístico. En medio de esta magia de colores y formas, cuando vemos al escultor trabajando la materia con dificultades y riesgos en sus obras monumentales, como El bien y el mal, Las manos de Dios, Energía infinita, Unidad humana, Escultura a la madre, Himno al trabajo, Proyección del hombre hacia el futuro, Inmolación de Quetzalcóatl, La nave del tiempo, y muchas más, el espectador entiende que en la búsqueda para transcribir su comunión estética en armonía con la naturaleza, él mantiene la cabeza fría ante el mundo material cuyos fragmentos pinta y transforma para el placer de nuestros ojos y de nuestra alma. ❧