Visiones

Leonel, soy yo

Maciel 67 4 figuras_9846Pintura de Leonel Maciel

 Las pinturas de Leonel Maciel reflejan el arrojo de un viajero y la curiosidad de un lector. Los colores intensos que utiliza plantean un lenguaje amplio, en el que caben múltiples elementos. La libertad de su estilo lo acerca a experiencias diversas, desde lo más primitivo a lo más íntimo. En otras palabras, es un creador siempre en movimiento. Te presentamos dos textos breves sobre su historia y su proceso creativo.


Mis padres, Justo y María, me dieron por nombre Leonel. Mi apellido Maciel aparece en los balbuceos de la lengua sefardí desde donde corrió sin trabas por Portugal e Italia tras la expulsión de los judíos de España; sin duda así llegó a La Soledad, Municipio de Petatlán, Guerrero, donde descubrí, en la sonrisa de mis progenitores, que el amor es verde. Soy de este lado exuberante del país, México, donde vine a nacer sin pretenderlo. María, quien sabía más cosas de las que confesó, me dijo un día a la luz de los relatos de mi padre: “Maciel significa lector de libros, pero la lectora soy yo, tu padre los reescribe en cada historia que nos cuenta”. Soy un insaciable lector por el lado Sánchez, de mi madre, y un cuentero por el lado de su esposo. Soy pintor porque se me dio, porque todo lo que escucho, palpo, veo, huelo, saboreo, se convierte en líneas y en colores, en manchas y en figuras, en imágenes que únicamente puedo ver en ciertos poemas de ciertos poetas que en verdad lo son. Soy de la Soledad de Maciel, a dónde aún pertenezco.

Dicen que soy hiperbólico, y debo serlo, porque cuando la vida humilde transcurre en el hervor de la naturaleza, en el prodigio de la tierra y el agua, donde el sol incendia de clorofila todo lo que toca, la imaginación no puede escapar a los efectos de la fertilidad y la abundancia; la distancia entre la violencia y el placer es casi imperceptible. A mí me tocó estar del lado del gozo, según el curso de mi sangre. Como la violencia y el terror se desprenden de la belleza, ejerzo estas fuerzas en la pasión de las artes plásticas, allí fuente y caudal renuevan sus urgencias, desatan la necesidad de abrir nuevos caminos y nuevos nacimientos. La Soledad de Maciel es siempre el origen de otro viaje.

El verde y el rojo son fundamentales en mi obra, porque además son colores complementarios. Una vez más la clorofila y la sangre, la vida y la muerte, la muerte y la vida. Por mis venas corren genes europeos, africanos y americanos, es decir, indios. Soy un mestizo completo. En mi obra se revelan con toda claridad esas presencias culturales; lo variopinto es su dominio. Crecí en un ambiente donde el color de piel no hacía la diferencia, cada persona asumía el color de su carácter. El mío va del negro al blanco y se exacerba en los tonos carmesí y en todos los acentos de la verdura tropical sin desdeñar la inherente al frío. Tengo mis periodos grises e incluso mis temporadas oscuras, que de tan tenebrosas son alegres, pero las hay en pequeñas porciones lúgubres, sombrías. De cualquier modo el negro, que es la ausencia de color, es desde muchos ángulos un color extraordinario en el que me gusta arrojarme sin prejuicios ni temores, como buscándole sus propias claridades.

De mis apodos el más común es El Siete. No tengo claro su origen, pero debe ser que de adolescente y aún adulto, me ha gustado recorrer largas distancias a pie, como al corcel Siete Leguas de Pancho Villa, que era el que más estimaba. Algunos comenzaron a llamarme Tazol por el diablo que aparece en Mulata de tal, la gran novela de Miguel Ángel Asturias. Mi admiración por este autor me llevó a realizar una serie de gran formato que titulé justamente así, “Mulata de tal”. El sobrenombre desapareció, pero a mi primogénito comenzaron a llamarle Tazolín, y a él le heredo en vida esa gran fortuna. Tazol es el primer diablo que aparece, entre hojas de maíz, en la novela del premio Nobel guatemalteco de donde le viene el apelativo, y dicen que deriva del náhuatl Tlazol, que los aztecas llamaban Tlazotecoatl. Entre los mexicas era un dios que limpiaba las culpas de los bebedores de pulque, y en Asturias un diablo que hacía pecar a las mujeres. Como dije, lo mío es el mestizaje, así que hay un poco de ambos mitologías.

La mala crítica ve en mi obra la emergencia de mi geografía natal, la sitúa del lado exótico de lo mexicano, de un mexicanismo simplón. Pero en realidad cuando comencé a pintar estaba releyendo a mis autores de la infancia, los que marcaron el imaginario de mi niñez. Mis padres compraban libros por correo, como lo hacían algunos vecinos, o los encargaban a los vendedores itinerantes que recorrían toda la región ofreciendo biblias y productos de mercería. A mi madre le gustaba leer en familia capítulos de Los miserables de Víctor Hugo y algunos libros de Vargas Vila, que dicen era medio erótico; nunca le hallamos lo pecaminoso por ningún lado, pero lo soportamos. A Alejandro Dumas lo disfrutamos por capítulos, como por entregas, sobre todos sus Tres mosqueteros y El Conde de Montecristo. Emilio Salgari puso mi cabeza a girar y creo que desde entonces no para de dar vueltas. No sólo yo, todos los niños que nos aficionamos a sus novelas encarnábamos a sus personajes y sus aventuras. Ese mundo de Los tigres de Malasia, Los piratas de las Bermudas, El corsario negro, y el despliegue de una imaginación desbordada por Indochina, África y Norteamérica. No hay otro escritor que haya perdurado con tanta fuerza en mi vida como Salgari. Cuando me enteré que se había suicidado –algunas versiones sostienen que se hizo el Hara-kiri o seppuku–, pinté en su honor un cuadro que se titula Samurai. Salgari inspiró no sólo mi creación artística, sino mi ánimo de aventura, de viaje, de libertad.

En mi inconsciente quedó la curiosidad por conocer los glaciares y Europa. Digo inconsciente porque sólo cuando aterricé en Islandia me percaté del impulso, ese que me llevó hasta Reykjavik a visitar a un amigo pintor islandés, y que venía de mi lectura de Los cazadores de focas de la bahía de Baffin. Fue también con certeza la oralidad de mi abuelo y de mi padre, el gusto a tabaco y coco de los cuenteros de mi pueblo, los aromas del café, la gracia de quien hecha mano del silencio para crear y recrear sus argumentos, para envolver a los oyentes con una red de embelesos, como si fueran testigos de una aurora boreal. Misma que pude ver en dos viajes por los países escandinavos en otras etapas de mi vida. La literatura, en sus fuentes orales y en sus grandes obras escritas, ha sido el motivo principal de mi curiosidad por recorrer mundo, pero también la gran inspiradora de mi trabajo plástico.

Todo lo que leo y escucho deseo verlo y sentirlo en carne propia. Todo lo que siento, veo, huelo, saboreo, escucho, deseo, imagino, me veo obligado a expresarlo en términos pictóricos o gráficos. La sensualidad es parte de mi discurso. No es algo que piense, es algo que unto en la tela. El arte en mi funciona como la cocina. Pienso en un platillo y me pongo a prepararlo con base en una intención, un sueño, una conversación, un pretexto o una necesidad. Los olores vienen al platillo que preparo, se añaden los sabores que ya bullen en mi lengua; no sigo recetas. Por supuesto, para cocinar hay que saber, hay que dominar la base y la técnica culinaria, pero no basta la ciencia y la administración de la gastronomía, hay que tener ese toque, la sazón, el poder dialogar de manera natural con los sentidos. La cocina no sólo es olor y sabor, hay además una composición de formas y colores, de signos, de conversación. Eso mismo sucede en mi obra plástica, hay un diálogo sensorial, una conversación íntima donde se vierten todos los sentidos para encontrar sus formas y sus variaciones cromáticas. Insisto, hay un presentimiento que se transforma en deseo, en hambre, en gusto de hacer y compartir.

Leonel Maciel. Fotografía de Ferdinando Scianna

El humor es parte esencial de mi quehacer estético y de mi vida cotidiana. No importa la simplicidad de las formas, del lenguaje, lo que en verdad importa son sus significados, el gozo, los placeres y el misterio de la obra. Por eso digo, el arte es una consecuencia de mi deseo y de mis apetitos, de mis demonios. Ah, pero eso sí, hay que ser constantes en la pasión hasta alcanzar la disciplina y el rigor, hasta desaparecer todo signo de complacencia. El Leonel que pinta es múltiple como sus exigencias físicas e intelectuales, como los sentimientos y presentimientos de su libertad. Mis apetitos son crecientes y diversos, no hay tiempo para satisfacerlos, se me agotan los días y me crecen las ganas de cocinar, de paladear, de amar, de plasmar cuanta idea y tentación ocupan mi cabeza y mis sentidos. Parafraseando a Flaubert, mi pintura soy yo.

Nota: el presente texto es una recreación de numerosas conversaciones formales e informales con el artista.

Orígenes de Leonel Maciel

Efrén Galván

Leonel es producto y resultado de sus vivencias y recuerdos en la Costa Grande de Guerrero; no la olvida jamás, en cada uno de sus cuadros está cada vez más presente. La obra de Leonel no es, no proviene o se origina desde lo racional que tanto ponderamos: es básicamente emocional. Tampoco se origina en la conciencia de la que, en el mejor de los casos, siempre partimos. Viene desde el misterio y magia de su inconsciente (¿colectivo?) el cual nosotros tratamos de acallar, negar, desacreditar o menospreciar. Leonel, por el contrario, le abre la puerta a su emoción e inconsciente y sin pudor alguno les ofrece un mezcal y se deja conducir por ellos, pinta sin ropa urbana, nada se oculta; pinta sin maquillar y sin Photoshop. Pinta abierto, instintivo e intuitivo, envidiablemente libre, pinta desnudo y con los ojos bien cerrados.

Su primera escuela, su primera lección de estética y lenguaje visual, fue en el municipio de Petatlán, donde todos sus sentidos se despiertan, se expanden y depuran, principalmente la vista, el gusto y el olfato en el contacto con la comida, el sexo, el río, el mar y la selva de su realidad rural-costeña. Estas experiencias le aportaron más que cualquier tratado de estética o teoría del color. A los diez años se traslada a la Ciudad de México y en La Esmeralda aprende y ejercita distintas técnicas para expresarse, en el lúdico, sí, pero también difícil y laborioso oficio de pintor. Aprende que pintar es un acto que se cocina lento –¿slow art?–, que es el resultado de muchos sacrificios y horas de soledad, años de batalla y diálogo amoroso con los materiales. Es por esto que su pintura no requiere de museos, galerías, discursos o curador para validarse. Sus acuarelas son contundentes, hablan por sí mismas, son autosuficientes; por tanto, tampoco requieren del presente escrito para apreciarlas y conmovernos con ellas. Leonel toma distancia de conceptos y etiquetas formales, como Arte Contemporáneo (porque todo arte es finalmente contemporáneo), Arte Conceptual (porque todo arte es finalmente conceptual) o como Arte Abstracto (porque todo arte es finalmente abstracto). Se aleja de La Fuente de Duchamp y se acerca a lo primitivo, a lo prehistórico, a los orígenes, a las pinturas y grabados rupestres y, con esto, al compromiso con el hombre, con el humanismo. Nos sugiere que el Arte Visual puede ser un lenguaje visual autosuficiente.

Nos susurra que el arte y la pintura no han muerto, nos reitera que pintar es un arduo oficio, producto y suma de aciertos y sobre todo errores; que es el resultado del esfuerzo mental, emocional y físico de dominar la técnica y un claro dominio de los medios y materiales, concretando en una factura depurada, sólida, bien trabajada, receptora de una gran pasión, imaginación, sentimiento inteligente, amor, compromiso personal y visión social. De esta forma, se aparta y diferencia naturalmente de “artistas” que, copian, plagian, y con esto se apropian de lo ajeno, o fabrican productos-chatarra, –¿trash art?– de una muy mediocre, pobre, y superficial factura, resultado de actos fáciles, rápidos y vacíos, –“¿fast art?”–; ocurrencias o improvisaciones chistosas o “intelectuales” que en realidad cobijan una franca incapacidad intelectual, técnica y plástica; de intracendente lectura, en las que la obra no se sostiene por sí misma, y en las que dicen más y mejor sus apoyos, que la propia obra. También toma distancia de la pintura complaciente, decorativa o comercial.

Leonel, con su trabajo, no necesariamente desacredita o descalifica nuevas técnicas, tendencias, o formas expresivas del arte (performance, ready made, video, foto realismo, modelo en 3D, etcétera). Esto sería ir en contra del saludable cambio, la renovación, experimentación y el desarrollo del arte. Sin embargo, sí nos plantea la necesidad de una formación conceptual y técnica sólida, ligada a una práctica comprometida, en la formación, factura y producto de un artista.

El tema de la fecundidad ha sido abordado desde muchas y muy diversas perspectivas a lo largo de toda la prehistoria e historia del arte y por tanto del hombre: en la prehistoria europea y seguramente con fines de hacer rituales en pequeñas esculturas, las Venus de Willendorf y Laussel; en Mesoamérica, con esculturas de piedra como Tlazolteótl; abordado espiritual y religiosamente por destacados pintores como Caravaggio en El nacimiento de Cristo; desde el punto de vista mítico El nacimiento de Venus de Botticelli; metafórico como El origen del mundo de Courbet y muy recientemente en la canadiense Amanda Greavette, en su serie The Birth Project, plasmando el nacimiento en casas de familiares y amigos granjeros.

En esta serie, Decálogo de lo real sagrado, Leonel nos expone ante un brutal y tierno homenaje-reconocimiento de lo femenino en el momento del parto. Plasmando a la mujer, así… a la intemperie, en su autosuficiencia, experimentando el dolor más intenso. Con esto, nos hace evidente la enorme superioridad e imprescindible papel de la mujer en la fecundidad, frente al sustituible y pálido papel del hombre.

Nos muestra a nosotros, los urbanos, la forma y condición en la que miles y miles de mujeres paren actualmente, en lo que queda de este nuestro lastimado y dolido país.

Estas imágenes provienen de los recuerdos fijados por las emociones experimentadas en la ranchería llamada La Soledad de Maciel, donde el sexo y sus resultados ocurren naturalmente, sin ninguna burocracia de por medio. Leonel en su niñez observó y vivió de una manera natural y cotidiana el placer y sus consecuencias en plantas, animales y humanos. Fue testigo visual y/o auditivo de gemidos y gritos, surgidos del enorme placer del sexo libre natural y abierto, así como del inmenso dolor del parto, seguido inmediatamente, en la mayoría de los casos, de una también inmensa alegría y ternura. Asombrado, presencia en corto el nacimiento de uno de sus hermanos, y asiste a los 17 años a una joven mujer desconocida, en el pasillo de un camión de pasajeros, lo que sería para ambos su primer parto.

Leonel Maciel nos comparte sus emociones de vivencias-recuerdos, traducidas en diez acuarelas; nos muestra, juntos y relacionados, el dolor y la ternura más intensa. La lectura de su obra nos plantea el origen, características y compromiso social del arte. Y sobre todo nos enfrenta a nuestros propios orígenes.

Cuernavaca, Morelos ❧

 

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