El archivo Moya es uno de los más valiosos que existen en México, con alrededor de 40 mil negativos, en los cuales el fotógrafo Rodrigo Moya (1934) plasma la realidad social de un país que políticamente ha cambiado poco. En la actualidad, el fotoperiodismo se ha convertido en un oficio de riesgo y la imagen en un elemento poderoso. Por ello, además de contar con una notable estética, la obra de Moya obtiene un doble valor, pues no sólo muestra la mirada de un rebelde, sino que también representa una de las memorias visuales que mejor podrían explicar la crisis nacional. Compartimos una serie de fotografías que integran parte de su libro El telescopio interior (Centro de la Imagen, 2014) y un texto en el que habla sobre sus años de formación.
Al inicio de los 50, cuando para mí el mundo dejó de ser juego y estudio y la realidad asomó su rostro, me encontré rodeado de guerras lejanas pero actuales: la Guerra fría con su anticomunismo estridente, la Guerra de Corea, el colonialismo francés derrotado en 1954 por los vietnamitas en Dien Bien Phu, la rebelión de Argelia, la polarización de Europa en bloques irreconciliables, América Latina convertida, como siempre, en un conjunto de colonias subyugadas. En ese ámbito, que no me pasaba desapercibido alimentado por nuevas amistades y lecturas, transité de mi condición de estudiante parásito a la de un joven de 20 años en busca de una vocación y el entendimiento de la realidad y la historia. Y esa vocación tomó forma concreta en la fotografía, precedida por un generoso aprendizaje de un año en las manos de un amigo mayor que me acogió en su taller como un maestro renacentista.
Y así, como 10 años antes escuchaba a los chicos del Colegio Madrid hablar de la guerra, en 1954 escuchaba a mis amigos mayores –o a los nuevos maestros que se van adoptando en la vida– especular sobre las desgracias que proliferaban como hongos letales por America Latina: cuartelazos, fraudes electorales con democracias circenses, grotescas tiranías de charreteras, golpes de Estado, dictadores dinásticos, asesinatos e impunidad por doquier. Nuevas corrientes de exiliados y perseguidos, provenientes de Centro y Sur América y el Caribe, se sumaban en México al exilio español, ya asimilado y sin regreso posible. El tirano modélico ya no era Franco, sino Rafael Leónidas Trujillo, de la República Dominicana, que en 1954 viajó a Vigo para abrazar al “generalísimo”, demostrarle su devoción, y seguir al pie de la letra su consejo de no dejar comunista o disidente con cabeza; o Somoza, en Nicaragua, abatido por un rebelde suicida que no acabó con el linaje sanguinario porque el poder fue transmitido al hijo del sátrapa, que tomó a Nicaragua entera como objeto de venganza; o Pérez Jiménez, en Venezuela, y Rojas Pinilla, en Colombia; o el tirano de origen alemán y longevidad franquista, Stroessner, quien ejerció en el desdichado Paraguay 30 años de desalmada dictadura con el apoyo imperial; o el intento reformador del presidente Jacobo Árbenz, electo en Guatemala en 1953 y derrocado en 1954 con intervención directa de la CIA, dirigida por Foster Dulles, cuyo hermano, Allan Dulles, era el más grande terrateniente de aquel país. Ante la prensa mundial, Foster Dulles proclamó como “una gloriosa victoria” aquel genocidio que marcó la pauta intervencionista para el futuro. Desde entonces, Guatemala no se ha repuesto de las dictaduras o las democracias de juguete, en las que todos los crímenes han sido posibles frente a la mirada indulgente de la llamada democracia occidental.
Pero la dictadura del sargento Fulgencio Batista, en Cuba, era la que más rechazo provocaba en la juventud y en la izquierda mexicana. Los seculares lazos entre México y Cuba a través de pescadores, deportistas, intercambios de artistas e intelectuales, beldades rumberas, lo mismo que la resonancia histórica de los exiliados políticos de Cuba en México, empezando por José Martí, y de México en Cuba, así como la hermandad histórica: todo eso, en fin, hacía que la barbarie de la tiranía batistiana hiriera más que otras el corazón de los mexicanos.
En este ámbito arranqué como fotógrafo de prensa y, entre tantas noticias, llegó a finales de 1956 la que daba cuenta del desembarco de 82 cubanos rebeldes en una playa del oriente cubano. Estaban dispuestos a derrocar a Fulgencio Batista y a las oligarquías azucareras que lo apoyaban. Las subsiguientes noticias, breves y extraviadas, anunciaban el exterminio de los insurrectos y el aumento de la represión en Cuba. Pero las notas no eran exactas porque de los 82 hombres habían sobrevivido 12 que, en una hazaña más allá de cualquier guión cinematográfico o novela de aventuras, se internaron en las montañas del oriente cubano y dieron inicio a la primera guerra de guerrillas victoriosa en la larga historia de insurrecciones fallidas en el continente. Entre esos hombres sobrevivientes estaban Fidel Castro y su jovencísimo hermano Raúl, el argentino Ernesto “Che” Guevara, Camilo Cienfuegos y otros que ya entraron en la historia, no sólo por vencer en tres años a un ejército abastecido y asesorado desde los Estados Unidos, sino también por tomar el poder, enfrentarse a Estados Unidos y establecer el primer Estado socialista en América, el cual ha resistido durante más de medio siglo un cerco económico asfixiante y una perversa campaña mediática de dimensión universal y carácter crónico que aún perduran.
Mientras tanto, en México la prensa se preocupaba primordialmente de difundir elogiosamente las actividades del Estado mexicano. Los fotógrafos ilustraban los elogios, los actos, el desarrollo del país paralelo a la expansión de la economía neocolonial estadounidense. Los que no estaban en este juego, o participaban en él tangencialmente, podían tomar fotos del otro México, pero no verlas publicadas. Estar fuera de las nóminas secretas era estar fuera de las páginas de diarios y revistas. Como dijo un ingenioso diplomático mexicano: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”. Las imágenes podían describir lo pintoresco, lo exótico, lo ingenioso, la entraña poética de la mexicanidad, pero nunca lo real inaceptable: la pobreza límite, la creciente disparidad entre los habitantes de un país que aún se creía rico; ser fotógrafo de prensa y no estar en ese medio enmascarado, era imposible.
Una represión silenciosa se dio primero en el campo, en apartadas estaciones ferrocarrileras y en locales sindicales, pero luego se desbordó contra las manifestaciones callejeras en plena capital. La intervención brutal de soldados y granaderos fue un espectáculo oprobioso en las calles céntricas de la ciudad. La persecución secreta y selectiva, como práctica común contra cualquier forma de oposición, se hizo pública y masiva. No había manera de ocultarla, con todo y la buena disposición de la prensa a pasar por alto lo que sucedía. La huelga ferrocarrilera fue cercenada con el encarcelamiento de los dirigentes sindicales, encabezados por Demetrio Vallejo, y después del dirigente del magisterio, Othón Salazar; así se puso fin al primer gran movimiento obrero posrrevolucionario de mediados del siglo XX, pero las consecuencias tendrían efectos hasta la fecha, particularmente en la cooptación de los líderes sindicales y en el control de las bases mediante la corrupción.
Los fotógrafos de prensa trataron aquellos problemas desde la óptica del poder, siempre al lado de los agentes federales y el Ejército, puede decirse que protegidos por ellos. Las fotos de la detención del líder sindical Vallejo son las mismas en todos los diarios y revistas. Incluso, gran parte de los reporteros gráficos llegaron al lugar del hecho acompañando a la fuerza pública. Fotografiaban lo que los medios necesitaban, y éstos publicaban lo que indicaba la Secretaría de Gobernación. El punto de vista seguía siendo unánime y controlado, así se tratara de sucesos violentos que conmocionaban al país. “¡Prensa vendida, prensa vendida!”, fue durante los años siguientes la consigna popular con la que se recibía a reporteros y fotógrafos en actos conflictivos.
La verdadera historia rodaba desnuda por las calles céntricas de México, y no había forma de taparla, de no verla, de no fotografiarla, de no lograr de vez en cuando un documento que con su sola publicación señalara los cambios dramáticos en las fuerzas sociales. Pero los fotógrafos de prensa no podían ni tenían la capacidad para defender un punto de vista o imponer una imagen. La elección de las fotos era asunto del director, al margen de la opinión de sus autores, acostumbrados a no participar en esa faceta de su trabajo. Y aun así, si una imagen mostraba la crudeza de los hechos, se anulaba su contenido con textos y pies de foto tendenciosos.
En la esquina de Avenida Juárez y Bucareli, por las calles de Rosales y Ejido, a pocos metros del corazón periodístico de México, miles de maestros, telegrafistas y descontentos de todas las pobrezas se manifestaron con toda intención cerca de las sedes informativas. Las calles aledañas fueron ocupadas por el Ejército, elementos de la Policía Federal de Seguridad, infiltrados y granaderos ansiosos de entrar en combate. El humo de las bombas lacrimógenas cubrieron de una bruma amarilla y asfixiante el centro de la ciudad. Piedras contra garrotes y lanza-granadas, estampidas y contraataques, heridos, ambulancias, palizas aquí y allá, detenidos arrastrados a los autos celulares donde los aguardaban los puños de los “guaruras”. Los ambulantes de la Cruz Roja rescataban heridos de la saña policiaca. Los fotógrafos se daban gusto, pero siempre al lado de los agentes, platicando con ellos, protegidos de las pedrizas o de las embestidas de los indignados, que desde el movimiento ferrocarrilero y magisterial rechazaban e incluso agredían a la prensa, en particular a los fotógrafos. Y tenían razón: en aquellas batallas campales de 1957 a 1961, la prensa fue unánime una vez más: los descontentos eran agitadores comunistas y las fotografías, con sus adecuados pies de grabado, así lo demostraban. Eran también los años de la Guerra fría y de las dictaduras militares en el resto de América Latina. Los sectores más alertas de la juventud tomaban conciencia del mundo injusto y salvaje que imponía el capitalismo.
Esto sucedía a mediados del siglo pasado, al margen de las luchas y conclusión de la revolución de 1910, donde la traición y el crimen fueron las constantes para eliminar cualquier oposición o disidencia que pusiera en riesgo al poder dominante, enfilado ya desde entonces –a pesar de las reformas trascendentes que hoy retroceden día tras día– hacia un sistema sociopolítico más preocupado por integrarse a las directivas expansionistas y predatorias de Washington, que a establecer el equilibrio social y la justa distribución de la riqueza.
Los resultados están a la vista: la creciente represión, las desapariciones forzadas como un suceso cotidiano a lo largo y ancho del país; la tortura como el medio de “investigación” más usual, los medios informativos, con el poder de la televisión desinformativa a la cabeza, rendidos como nunca al poder; la entrega de los recursos naturales, la rectificación degradante de la Constitución. Y en fin, la corrupción y su hermana gemela la impunidad, originadas en las más altas esferas del poder político, contaminando hasta los últimos rincones de la vida pública de una nación que no tiene más voz que las marchas ruidosas o silenciosas, la obstrucción de carreteras y vías públicas, y los millones de pancartas y consignas que los gobernantes ignoran, imbuidos en su avidez de riquezas y en las tramas para mantenerse en la esfera del poder que nos rige sin cortapisas ni ética alguna. ❧