Visiones

Iván Gardea: diagrama de la creación artística

_MG_5706Grabado en linóleo, 2011, de la serie Soledades.

El grabador, escultor y dibujante Iván Gardea (1970) durante años ha creado una intensa obra en la que capta la violencia con una visión filosófica que, más allá de atender a un interés temático, es el resultado de una exploración en la que se sumerge dentro de los distintos mundos de autores como el francés René Girard, a quien dedica la serie que desarrolla actualmente con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores. Entre otros reconocimientos, obtuvo en 2009 el primer premio de la 5ème Biennale de Gravure d’Epargne d’Albi, en Francia, y en 2012 el premio Golden Osten Award, en Macedonia.


¿Qué hay de singular en el proceso de creación de cada artista? ¿Puedes compartir algunas de tus reflexiones sobre el tema?

Me gustaría comenzar por una crítica a la idea contemporánea del proceso creativo. Actualmente hay una visión del proceso que debe seguir el artista, presentada como una norma que considero una perversión absoluta, contradicha por ejemplos históricos muy concretos de testimonios de artistas no sólo plásticos, sino también de escritores y creadores en general.

Intuyo que esa idea –presente sobre todo en las jóvenes generaciones– proviene de dos fuentes que se juntan para proponer una concepción del proceso de creación que me parece del todo errónea, o en todo caso sólo aplicable a un determinado tipo de arte, pero de ninguna manera generalizable como proceso único. La primera de estas fuentes tiene su origen, según mi percepción, en una extralimitación del mundo académico y de los procesos de aprendizaje certificados por él. La otra proviene del arte conceptual, de su manera de entender el arte y el proceso de creación, ahora universalizado de alguna manera como arte contemporáneo, término difuso, menos ceñido a la pureza conceptual y sin ser necesariamente arte conceptual, pero decididamente influido en lo general por su manera de entender el proceso creativo. La conjunción de estas dos fuentes queda ilustrada por la palabra que usa un artista contemporáneo cuando dice que va a hacer una investigación para su obra, o que la obra es una investigación de tal o cual tema: palabra rimbombante, una idea errónea y fatal.

Para hablar de algo, elaborar una hipótesis, por ejemplo, sobre la idea del tiempo o sobre el origen de un concepto determinado en filosofía, el académico, el estudioso, debe leer lo que ya se ha dicho, citar, respaldar su tesis, utilizar bibliografía, hacer uso de un rigor en el método, pues él no puede pensar así nada más. Tiene que sustentar lo que va a decir, fundamentarlo. Un procedimiento semejante puede ser terrible para el acto de creación en el arte, lo lastraría, cargándolo con un peso superfluo, innecesario, e introduciendo en los procesos de validación y apreciación institucionales y museísticos una especie de tribunal inquisidor basado en la idea (y muchas veces sin idea) no en el resultado. Al privilegiar el modelo académico, se rompe precisamente con el misterio de la creación. Equivale a convertir el proceso de creación en un proceso explícito de razonamiento, a pensar que al artista le basta con escoger su tema, como si no fuera el tema el que lo escoge a uno. Esto antepone la idea a la hechura; en muchas áreas del arte contemporáneo y en las facultades de arte se propone el razonamiento a priori fundamentado en una supuesta investigación como método para el proceso creativo. No quiero decir con esto, por otro lado, que dicho proceso –el acto creativo– sea un acto absolutamente irracional, totalmente espontáneo y sin un contenido que lo preceda, lírico en la acepción vulgar que la gente da a esta palabra, o que nada más se trate del despliegue de la pericia técnica; tampoco que sea puro inconsciente, como pensaban los surrealistas. En el acto de crear intervienen muchísimos factores que desencadenan el proceso.

Cualquiera puede ser “creativo” durante un momento de su vida. Sin embargo, para que un artista pueda mantener durante años su trabajo de creación necesita tener un núcleo, una intuición central sobre la que vuelve una y otra vez. Ese núcleo es oscuro para el artista, y es oscuro por su propia naturaleza. Además, debe ser oscuro por razones de estrategia. Si tú iluminaras ese núcleo como hace un académico con su tema, posiblemente te quedes sin la posibilidad de crear, porque la creación no tiene tanto que ver con la razón o con el cálculo, sino con una fuerza vital donde se amalgaman muchas vivencias y experiencias, más allá del ámbito de las ideas o los conceptos. Dicha amalgama es lo que desencadena de pronto el proceso creativo. Es fundamental que el artista no ilumine totalmente su intuición como lo hace el estudioso. El artista no debe descubrirse a sí mismo, necesita dejar que esa fuerza oscura genere su obra y lo impulse a crear. No hay más iluminación que sacar a la luz ese núcleo oscuro. En eso consiste hacer arte.

La manera de justificar, de fundamentar el acto creativo en gran parte del arte de nuestros días quizá se explique como una necesidad de privilegiar contenidos verbales, mensajes verbalizados sobre la forma artística, explicaciones que tienen a veces una similitud sospechosa con el mundo de la publicidad.

[…] Es una manera que quiere desalojar lo más posible el misterio de la vida haciendo de todo un fenómeno transparente a la razón, una especie de utopía hiperracionalista, por más que se disfraza de subversión. Me parece que esto es una trampa en que caen muchos jóvenes artistas. Tal vez suponen que Rembrandt o Cézanne debieron ser grandes teóricos. No digo que no tuvieran una teoría implícita de la pintura ni que dejaran de comprender completamente su tradición y sus elecciones; de hecho, comprendían muchísimo, pero eso es diferente de desalojar el misterio, iluminar todo, controlar todo, convertir la obra en algo así como una nota a pie de página de Lacan, Derrida, Deleuze…

Aun cuando has dicho que el artista no puede ni debe iluminar lo que llamaré una cajita negra, necesito preguntar: para ti, ¿por qué es vital? Porque lo es, sin duda.

Me voy a valer de una imagen para ilustrar un poco mi manera de proceder. Imagina una pecera. Bien, cuando llegas a tener las cosas “claras y distintas”, metes la mano y las revuelves de nuevo. No me interesa tener las cosas claras conceptualmente (respecto a mi obra), no en el sentido de que una claridad absoluta y total preceda al acto creativo, sino seguir siendo, diría, un creador sonambúlico; sueños que no son los de la razón, sino del humus ambiguo de la vida.

El artista es un hombre de acción, no de teoría; está más cerca del poeta, incluso del político, que del teórico. Es como el místico, que no está interesado en elaborar una fenomenología del hecho místico; eso lo hace el fenomenólogo. El místico no busca primordialmente el esclarecimiento conceptual de qué es Dios, sino unirse a Dios. Si en ese camino le sirve de algo el esclarecimiento conceptual, o el de la teología racional, está bien, pero su fin es la experiencia, aunque sea una experiencia mediatizada por su tradición. Creo que el fin del artista debe ser la posibilidad de hacer arte, no de pensar en el arte, aunque pensar el arte pueda ser una pasión en sí.

¿Por qué se ha transgredido esa barrera entre artista y teórico?

Creo que siempre ha habido un deseo de teorizar. En el siglo XVII había teóricos que predicaban lo que debía ser la pintura, y en el XX existió gente como Klee o Kandinski, que son grandes artistas sin lugar a dudas. Pero lo que sucede ahora creo que son fenómenos muy oscuros; no tenemos una clara conciencia de lo que está moviéndose ahí ni por qué lo hace. A lo mejor es una manera de constreñir la libertad del artista o, como te decía, de pertenecer a un proyecto utópico de hiperracionalidad, un proyecto en el que se quiere esclarecer totalmente el acto creativo para que todo esté normado por una razón unilateral, unívoca. Una especie de razón que lo invada todo, un proceso probablemente también de sacralización de esta hiperracionalidad. Por otro lado, las tradiciones están rotas; las herencias, deconstruidas. Un momento muy complejo, sin duda. Esto hace que el artista problematice su quehacer. Quizá ya no pueda existir la ingenuidad creativa, pero de ahí a este exceso de teoría o subteoría, a este uso y abuso de conceptos derivados, fraudulentos, que se toman en préstamo sin entenderlos en otras disciplinas, es otra cuestión. Puede convertirse esto en una parodia del arte… y del pensamiento.

Quizá sería buena una moratoria del habla, o de ciertas palabras, cierto vocabulario que cuando se usa en el mundo del arte lo único que expresa es nuestra indigencia espiritual y semántica.

[…] Dentro de gran parte del siglo XX y algo del XIX, con el influjo del Romanticismo, la creación era libre. Imagínate a Picasso teniendo que decir: “Antes de comenzar la serie de la tauromaquia haré una investigación”. No tengo la menor idea de cómo comenzaba Picasso, pero probablemente con una línea, una imagen fugaz. El artista es una especie de visionario, en el sentido de que tiene visiones de algo que luego se concretizará. No es que se tenga de antemano visualizado el cuadro, pero sí una especie de visión. Es una de las cuestiones más espectaculares del arte: su capacidad visionaria.

[…] En mi caso, nunca pienso demasiado lo que voy a hacer, pocas veces; lo dejo ir, a veces viene, otras veces la gente me lo pide y he tenido que inventar un discurso. Pero en algunas series sí hay referencias dominantes, por ejemplo, a algún autor a quien haya estado leyendo mucho.

La serie Imágenes del limbo se gestó a partir de una experiencia que pasé unos tres años antes de iniciar la serie, algo que fue creciendo en mi interior. En el fondo, el título en sí no se refiere a eso ni tampoco la serie, salvo por los árboles, que son parte de una vivencia que tuve en Amatlán, en un bosque de ciruelos en el que viví una experiencia muy fuerte, totalmente sorpresiva, inesperada. Fui a Amatlán llevado por una amiga, iba un poco de mala gana, pese a los relatos que mi amiga, entusiasmada, me había hecho del lugar. Fue una experiencia discreta aunque poderosa que, si no fuera por la palabra tan manoseada y pretenciosa, llamaría sagrada. Quizá fuera una experiencia de este orden, o no. Lo que era claro es que fue algo más allá de “qué bonita es la naturaleza”. Debo decir que fue sorpresiva porque soy un absoluto escéptico de la espiritualidad New Age y más aún New Age estilo Tepoztlán. Y pensé que sería un lugar fuertemente marcado por estas formas importadas. Pero no fue así, y aquella vez sentí una presencia muy fuerte en el bosque y una intensa sensación de atemporalidad. Pasaron tres años. En ese tiempo no estaba haciendo linóleo, seguía en el grabado sobre metal, pero me quedé con esa impresión. Había leído un libro muy bonito, que se llama Lo santo, de Rudolf Otto, un estudioso de la religión que escribe sobre la experiencia de lo sagrado, que no está articulada por un lenguaje, y se convierte en algo que arrasa a quien la tiene. Lo mío no fue una experiencia que me haya arrasado o desfondado, pero resultó intensa. Entonces, lo interpreté en ese sentido, de que había sido quizá la presencia de lo que, si mal no recuerdo, Otto llama lo numinoso. Tal vez no tenga nada que ver con esto, pero algo sucedió y se quedó como una vivencia auténtica. El primer grabado de la serie tiene toda esta carga. Un día me puse a dibujar y empezó a salir eso, no tenía la intención; en el fondo, la serie se originó en un acto no pensado.

Mientras hacías la serie, ¿tuviste la sensación de aquel momento, la conciencia de que era eso?

Sí, sabía que ésa era la fuente, pero es muy raro porque no me quedaba totalmente claro. […] Cuando pienso expresar tal idea, aunque vea la imagen, no me sale. Me paraliza, tengo que meter la mano a la pecera y revolver todo de nuevo. Es como si el artista partiera del caos para alcanzar un orden. Si ya tienes un orden previo, ¿para qué haces arte? Si tienes un orden conceptual, ¿para qué haces arte? El caos del sentimiento, no entendido como lo sentimental, sino como el sentir el mundo… De ese caldo sale lo concreto, la obra.

Iván Gardea. Fotografía de Ricardo Vinós

Mi serie de grabados tiene una experiencia no inmediata, que es lo que yo llamaría el detonador poético, una vivencia que de alguna manera se va fermentando y luego detona el proceso creativo, para luego articularla y entroncarla en una tradición que creo conocer muy bien –la del grabado–, una sintaxis adecuada para hablar de ciertas experiencias, un lenguaje que incluso me llega, para bien y para mal, contaminado de esa tradición. No podré verter la experiencia de manera prístina y totalmente original, no, pero ese lenguaje me permite articularla; sin él, resulta imposible, porque entonces lo que haces es un caos y necesitas tener pericia. Es como el poeta. Imagínate si no tuviera la pericia de su idioma… no podría. Y la pericia del lenguaje está totalmente determinada por una tradición; se tiene que mover dentro de sus límites y puede pasar que la experiencia original quede teñida de un cierto color que no es el suyo propio. En mis Imágenes del limbo se aprecia con la mayor nitidez. Poco a poco fui entendiendo la serie, al principio no la comprendía. Al octavo grabado me di cuenta de que tenía que ver también con el amor, que era una especie de limbo, y ahí se aclaró la idea y se fueron añadiendo otros entenderes relacionados con la pareja, quizá proyectados desde ese núcleo oscuro del que te hablaba antes. Eso me llevó después a hacer una serie más consciente, que llamé Paraíso perdido, sobre parejas, pero con mayor carga de pensamiento, y me parece que no tiene la fuerza ni la calidad poética de los primeros grabados de Imágenes del limbo, nacidos de aquella vivencia que germinó hasta salir al mundo.❧

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