Visiones

Fernando Soto: entre fiestas y máscaras

Huehuenchada

Gran parte del trabajo de Fernando Soto está concentrado en el registro y la difusión de las tradiciones de los pueblos de México. Sin embargo, su paso por el fotoperiodismo lo ha llevado a distintos contextos de relevancia sociopolítica, ampliando el espectro de su obra. Además de ser un experto de la lente, es también un curioso por los orígenes y formas de vida de las comunidades. En 2017, participó en la creación del Atlas de las culturas de los pueblos de Morelos, publicado por la UAEM.


Estás cerca de los pueblos y de las tradiciones. ¿Cómo empiezas a involucrarte con las comunidades?

Hace dos o tres semana, hice un viaje a Zitlala, Guerrero; llevé una exposición de 25 fotografías que tomé hace 25 años. Causó tal impacto que se quedaron como patrimonio del pueblo, y haciendo un recuento me percaté de que justamente ese viaje en 1993 fue el que marcó de manera definitiva este interés por documentar las fiestas, las tradiciones y en general la vida cotidiana de los pueblos. Yo tenía entonces diez años haciendo fotografía. Había trabajado para La gaceta del Colegio de Bachilleres, que considero mi comienzo en el fotoperiodismo, pero no tenía aún un concepto claro de lo que quería hacer. Sí, tomaba fotos en Morelos, pero sin un proyecto.

En el 91, me invitan a participar en un gran proyecto de la Ciudad de México: el periódico Generación, que hoy es la revista Generación dirigida por Carlos Martínez Rentería. Éramos pura gente de mi edad las que lo hacíamos. Y ahí es donde me integro directamente al periodismo: conocí gente y empecé a publicar mis fotos. El diario El Nacional me abre las puertas en la sección de cultura que dirigía Fernando Solana. Mis fotos y las otras que publicaba no tenían nada que ver con las notas, sino que eran una especie de imagen-editorial, es decir, lo que era importante era la foto. Me di cuenta de que mi fotografía debía de tener un propósito. En el 93, como dije, tuve la oportunidad de asistir al ritual de petición de la lluvia en Zitlala. Fue la primera vez que asistí a un pueblo con una lata completa de película, algo así como 20 rollos, que rendían más o menos para 700 fotografías. Hice un trabajo muy extenso. Quedé muy satisfecho con el resultado y me di cuenta de que por ahí iba el asunto. Antes había viajado a la región del Alto Balsas, en Guerrero. Después fui acreedor de una beca para creadores con trayectoria del Fondo Estatal de Creadores Artísticos (antes FOECA, ahora PECDA), con un proyecto ya con estas características. Y así empecé a interesarme mucho en las fiestas.

¿Qué es lo que viste en ese primer encuentro con las tradiciones en Guerrero?

Vi una cultura que en la escuela me dijeron que estaba muerta, que ya no existía, que la cultura nahua se había extinguido, que la habían acabado los españoles. Cuando recorrí los pueblos de Guerrero, descubrí que ahí estaba, y ahí está, la cultura vive: la lengua, las tradiciones, etcétera. En los cementerios te encuentras las mismas ollitas que salen en las excavaciones. Nuestra cultura prehispánica sigue viva y desde ese momento me interesó difundirla.

Conocer las tradiciones para registrarlas de tan cerca tiene su lado complicado, ¿cómo te relaciones con los pueblos y sus fiestas?

Hace 25 años era mucho más difícil que ahora. La gente trae teléfono y se toman fotografías de todo. La difusión de las tradiciones se ha vuelto una actividad cotidiana, incluso para ellos. En aquel entonces, llegar como un extraño con una cámara era muy complicado. Lo que siempre he hecho es llegar al pueblo y no comerme el pastel luego luego. Prefiero que la gente me conozca primero, me involucro con ella, entro a las tiendas, platico. Después de un rato ya te identifican, saben que hay alguien por ahí tomando fotos y te ven de otra forma.

La cultura de los pueblos de Morelos es vasta y compleja. Desde tu perspectiva, ¿se han modificado las manifestaciones culturales con la visión de las nuevas generaciones?

No sé si se han enriquecido. Algunos teóricos dicen que sí. En muchos casos creo lo contrario. Se han transformado, eso sí. Ha habido una invasión cultural en gran medida por los jóvenes. En ciertos los pueblos no les ha interesado mantener estas costumbres a causa de la influencia de los medios, la televisión, el cine, el Facebook. En muchos casos se quiere más lo de afuera que lo de adentro. Afortunadamente hay jóvenes que se empeñan en el rescate original; son pocos los casos. He tenido muchas discusiones sobre los chinelos, por ejemplo. Yautepec es uno de los pueblos que tiene un carnaval en el que se utiliza este traje, desde hace años que es tan vistoso, tan colorido, que yo digo que ya no es un traje de chinelo, no es funcional, no es un traje que encuentres en el carnaval bailando diario; es un traje para los concursos, para la mera exhibición, para vender a los gringos o a los paisanos que viven allá. Pero dejó de ser un traje de chinelo como tal. Es una gran obra de artesanía, sin duda, pero como traje de chinelo perdió su funcionalidad. Los trajes de chinelo que incluyen una peluca de rastas, por mencionar algo, son una apropiación de una cultura que no tiene nada que ver con la tradición ni con el origen del carnaval. La gente que lo ve desde afuera dice: sí, déjenlo. No conocen las raíces. Son los extraños los que piden que se modifiquen las costumbres, no la gente de los pueblos.

Una buena parte del registro fotográfico que compone el Atlas de las culturas de los pueblos de Morelos, pertenece a tu obra, ¿cómo hay que acercarse al arte popular?

Primero que nada, disfrutándolo. Durante aquella época de Guerrero que te conté, me invitaron a hacer un catálogo de artesanías de la zona del Alto Balsas, de la gente que vende figuras de barro pintado y amates. Cuando iba a los pueblos a hacer fotos, regresaba cargado de piezas para mí. Disfruto ver cómo los artesanos practican el oficio con todo el cariño y libertad, cómo están disfrutando cada pieza. Actualmente, algunas vasijas que vemos decoradas y en venta son hechas en moldes y fábricas. Antes cada persona hacía las figuras y el material. Cuando voy a Guerrero y veo estas máscaras de los tigres y esas danzas, las disfruto antes que nada, las hago mías, y eso me da el impulso para tomar la foto. En el Atlas está, por ejemplo, la fiesta del Reto al Tepozteco. La primera vez que vi la representación me maravilló el hombre que durante el camino viene tocando el teponaxtle, desde Axitla hasta el centro de Tepoztlán, o ver los rostros de las mujeres, con sus sahumerios, viviendo la fiesta.

Tienes fotografías por algunas partes de Latinoamérica, ¿qué buscas cuando exploras en otras culturas?

Son varias cosas. Las fotos de Bolivia son del 98. Volví hace dos años y encontré lo mismo, esos pueblos y esos rostros. De hecho voy a volver el próximo año, porque hace un tiempo registré el carnaval de Oruro y me invitaron a exponer el resultado, llevo 75 fotografías. En Panamá está muy presente la cultura negra. Pero cuando salía no veía muchos detalles que me sorprendieran, al contrario de Bolivia. Creo que tuve un choque con la cultura negra. La indígena es mucho más silenciosa. Los siglos de colonialismo fueron tantos que tal vez nos hicieron de esa manera. Y los negros no son así. En Panamá, si te subes a un camión, escuchas la algarabía; no hablan: gritan. En ese sentido busco sobre todo algo con lo que pueda identificarme.

También has tomado fotos de personalidades como Carlos Fuentes, y de hechos históricos como el sismo del 85…

Empecé en 1985, en la Gaceta de bachilleres, que aunque fue institucional, me abrió el panorama del fotoperiodismo. En el diario Generación me tocó cubrir todo ese tipo de eventos. La mayoría del tiempo estuve en la sección de cultura. Del 91 al 93 mis principales colaboraciones fueron para El Nacional y la Revista Mira, fue cuando retraté a personajes como Carlos Fuentes y Rigoberta Menchú, entre mucho otros. En el 94, vine a trabajar a Morelos en El Universal Morelos, que dependía del de la Ciudad de México; había un gran equipo de periodistas que hoy tienen renombre. Fui compañero de Daniel Lizárraga, que está haciendo ahora investigación con Carmen Aristegui; también estuve con Jesús Castillo y Justino Miranda, que sigue en El Universal; con Julio Aranda; con fotógrafos como Jorge Medina, Paco Gómez, y todo un equipo importante de fotógrafos. Ese año fue mi gran año en el fotoperiodismo. Me tocaba cubrir la mitad del estado de Morelos. Y en ese momento fue que pude retratar a Riva Palacio, por ejemplo, a Carrillo Olea cuando estaba en campaña.

¿Qué obra estás desarrollando en este momento?

Soy becario del PECDA en la categoría de creadores con trayectoria; estoy desarrollando un proyecto que documentará las máscaras de las danzas del estado de Morelos. Me interesa mucho retratar a estos personajes: a veces es tan fuerte el rostro enmascarado, que la persona pasa a un plano secundario. Quiero registrar esos dos rostros. Cuando planteé el proyecto, pensé que encontraría más danzas con máscaras; podría decir que son alrededor de diez. Entre ellas están la de los chinelos, los tecuanes, los sayones, los matacueros, los zopilotes, la danza de la tortuga. En algunos casos han cambiado. Por ejemplo, han metido máscaras de luchador…

Es curioso porque, en tu proyecto, hay un paralelismo con el oficio: la cámara también es una especie de máscara, el fotógrafo se refugia detrás de ella…

Lo dices bien. En un pequeño libro que edité sobre fiestas populares, un gran amigo, el poeta boliviano, Homero Carvalho, escribió en la presentación que tengo el don del cíclope. Veo con un solo ojo, el de la lente. Y sí, al final, también es una máscara. ❧

 

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