Visiones

Duelo o la reprobación del arte

toledo--19_Francisco Toledo. Fotografía de Rogelio Cuéllar

Además de que es uno de los artistas de primera línea que ha dado México, el maestro oaxaqueño Francisco Toledo es un activista incansable, ambientalista, promotor del arte y el desarrollo de las comunidades y quizá la voz más crítica de la comunidad cultural frente a la crisis de violencia. Ya sea con papalotes que por los aires muestran los rostros de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, las intervenciones fotográficas sobre el maíz en la lucha contra los cultivos transgénicos o con las piezas de cerámica de la serie Duelo –presentes en este número–, que constituyen una gama prolífica de símbolos funestos y metáforas de la muerte y del dolor, Toledo, sensible a su tiempo y contexto, invita a la reflexión desde lo puramente artístico ante un mundo convulsionado.


“Después de Auschwitz no es posible escribir poesía”, escribió Teodoro Adorno repetidas veces. Su afirmación, extensible a todo el quehacer artístico, habría que reescribirla hoy para un México en donde la crueldad, la barbarie, el crimen y el desprecio se instalaron en nuestro territorio: “En medio del horror es imposible escribir poesía, hacer arte”.

La poesía y el arte pertenecen a la vida y al sentido; el horror, a la mudez del mal. Ejercer el oficio en esas condiciones se vuelve imposible. ¿Qué puede decir la belleza en un mundo de torturados, asesinados, desaparecidos y fosas clandestinas que no suene a frivolidad? ¿Qué puede decir ella, cuyo lugar es el asombro ante las resonancias de la vida, de lo que pertenece al mundo de lo mudo?

Paul Celan respondió a la sentencia de Adorno escribiendo “Fuga de la muerte”, el único poema que conozco sobre los campos de exterminio nazi y los hornos crematorios, e inició con él una obra que en medio del vacío y la nada del crimen refundó la lengua alemana degradada por los asesinos.

En México, la respuesta no ha venido de un poeta, sino de un pintor, un artesano y un activista.

Francisco Toledo, el artista de la exuberancia, de los bestiarios eróticos y del fluir gozoso de la naturaleza, el continuador de la profunda y milenaria tradición indígena y arcaica, el más mexicano y más universal de nuestros artistas, el defensor de los patrimonios culturales y ecológicos, repentinamente, delante de años de horror y de muerte condensados en los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, detiene su exploración sobre la vida y decide decir lo indecible, mostrar lo imposible: la mudez, el desprecio, la gratuidad atroz, envilecida y cotidiana de la muerte que ha roído el esqueleto moral de México.

Así, durante 2015, sumergido en el Taller Canela de Claudio Jerónimo López, dejando que el sufrimiento y el dolor de cientos de miles de seres ocuparan, por connaturalidad, su corazón, sus intuiciones, sus sueños, su carne, sus manos, Francisco Toledo crea Duelo, que significa a la vez dolor y luto.

En un mundo donde la sobreexposición de las imágenes fotográficas de la violencia han dejado de conmocionar y se han vuelto el cliché de un espectáculo atroz que va instalando en el país una amarga indiferencia, las más de cien piezas de cerámica de alta temperatura de Duelo vuelven a conmocionarnos.

Al unir, mediante la crudeza del barro y el rojo de los acrílicos, las formas sagradas en las que el duelo se ha expresado en México desde tiempos prehispánicos –urna, vasijas, platos, rostros y figuras de barro– con los símbolos tradicionales de lo siniestro –calaveras, murciélagos, gusanos, pulpos, patas de pollo– y los de la tortura y el crimen en el México de hoy –mecates, bridas, cuchillos, orejas cercenadas, gorras deportivas que se han convertido en el símbolo indistinto de victimarios y víctimas, un hallazgo genial–, Toledo no solamente logra, como la obra de Paul Celan en poesía, hacernos sentir la repugnante imbecilidad de la barbarie, sino también el sufrimiento indecible de las víctimas, la reprobación, la indignación y la compasión que el mal debe suscitarnos.

Sólo un gran artista puede conseguir eso sin caer en la frivolidad, en la connivencia con el crimen o en el cliché.

Aunque el arte en el mundo moderno ha dejado de ser la expresión en la que un pueblo encontraba el sentido a sus extravíos, Duelo, marca el punto en el que el artista, que vive como una catástrofe la pérdida del sentido en el alma de su propio pueblo, busca refugio en la expresión plástica más brutal de esa catástrofe para mostrar en ella el sentido extraviado de la vida. Así, al mostrar el horror que vivimos como ningún artista en México lo ha hecho, Toledo no sólo muestra el derrumbe de las categorías políticas, que deben ser el rostro de lo humano de un pueblo, sino que también al hacerlo recupera por negatividad su sentido.

A pesar de que Duelo no cambiará la espantosa realidad de México –ninguna gran obra de la modernidad lo ha hecho, por desgracia, para ningún país violentado–, sin su presencia, sin su manera de conmocionarnos, de obligarnos a poner atención, a reflexionar, a indignarnos y a compadecernos, nuestro dolor, el de las víctimas, estaría más inerme, más solo, abandonado e incomprendido, y la crueldad de los criminales y del Estado no encontraría la reprobación del arte que es la reprobación de la vida profunda de un pueblo que quiere renacer.

Barranca de Acapantzingo, Cuernavaca,
Día de Muertos de 2015.

Duelo, de Francisco Toledo, Conaculta/INBA, 2015. Fotografías de Marcel Rius Barón

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