Las fotografías de Isolda Osorio nacen de una contemplación silenciosa, casi inocente, de paisajes aparentemente estáticos y lóbregos. Pero desde su mirada todos los inviernos, los árboles, las sombras y las paredes se transforman y descubren una movilidad luminosa, digna de aquello que habita en el corazón del arte verdadero. Esta serie fotográfica titulada Desde el silencio constituye un sutil encuentro con las formas naturales y retrata distintos aspectos de los bosques de Francia.
ESO DE «ROBARSE EL ALMA» es virtud que se le adjudica a la fotografía. Fuera de las culturas urbanas de la modernidad, se considera que la fotografía, siendo sombra de minuciosa semejanza, se roba el alma de la persona fotografiada, y en manos de un oficiante de brujería será un eficaz fetiche para ganar poder sobre el alma cautiva en la foto.
Se dice también de la persona amada: “me roba el alma”. ¿Qué alma? ¿Qué significamos al decir “alma”? “Alma mezquina”; “alma grande”; “alma pecadora”; “alma de Dios”; “alma noble”; “alma sencilla”; “con toda el alma” (o sea, de una manera absoluta, completa, intensa; también para lo mismo, “en cuerpo y alma”); “le arrancó el alma” (es decir, lo mató); “el alma de la fiesta”; “¡alma mía!” El alma se define como la parte inmaterial (y, por lo tanto, invisible) de un ser humano. ¿Es eso lo que se roba la fotografía para ofrecerlo a los ojos? Entonces, la foto contiene el alma de lo fotografiado: se ha robado la inmaterialidad del núcleo de la existencia de cada cosa, y la presenta en una imagen de dos dimensiones.
En tanto que lenguaje, la fotografía sería entonces algo como una revelación o invención de las almas que permite extremos de elocuencia, de exaltación poética y de formidables malentendidos. ¿Qué alma es la que permanece cautiva en una foto, y cómo se incorpora a las emociones de la memoria? Tal es el más interesante misterio del objeto fotográfico.
Si robar es feo, la especialidad de robar almas mediante la operación de un ingenio tecnológico debiera situar al oficio fotográfico, desde el punto de vista moral, en los bajos fondos de la actividad humana. Desde ahí es necesario ascender con voluntad de elocuencia poética para intentar mover a resplandor las almas robadas al tiempo, al mundo. ¿Acaso en búsqueda de redención? ¡Quién sabe! En la operación poética, el alma captada se ha enlazado con la del fotógrafo, un hecho que no queda de manifiesto en la propia imagen, pero que no hay que perder de vista.
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Una y otra vez, durante una estancia de dos meses en la comunidad del Arca de Lanza del Vasto, a finales de 2012, la fotógrafa Isolda Osorio (Iseo) salió de cacería de almas en los alrededores de Saint Antoine L’Abbaye, en el Isére, Francia. Le habían dicho a la fotógrafa que en aquellos bosques hallaron refugio algunos, los guerrilleros antifascistas de las luchas de resistencia contra la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial. Digo que iba de cacería, porque llevaba su arma cargada con película, pero sin un objetivo preciso. Se paseaba, más por el tiempo que por los lugares, intuyendo presencias para atraparlas como imágenes latentes en sus negativos.
Fotos de árboles. Revelaciones de las almas de los árboles, tan afincadas en el alma del lugar. Y de los lugares mismos, ricos en almas; almas que comparecen cargadas de nostalgia en la memoria de quien las mira. Los árboles, pasivos, se dejan sacar fotos y ofrecen a la brutal inocencia de la máquina su alma secreta y su palabra silenciosa, elementos que no se pueden nombrar pero sí imaginar a partir de esa otra alma, la que no se manifiesta, la de la cazadora que más tarde, en otro tiempo y otro país, emprenderá la búsqueda del resplandor poético para sus sombras cautivas.
Según confesión propia, la principal pasión fotográfica de Iseo es el retrato, lo mismo que tantos otros fotógrafos. No obstante, el trabajo de sus primeros años comprende sobre todo descripciones arquitectónicas, fotos de lugares… y de árboles. Se entiende con los árboles. Digamos que árboles, lugares y edificios se dejan robar el alma sin oponer resistencia. Iseo quiso correr el riesgo de robarse el alma de la gente. Antes de su estancia en el Isére, la fotógrafa llevaba tres años dedicada a la cacería de piezas mayores. De hecho, las fotos de Saint Antoine marcan el término de una fase de su obra. (Meses después, Isolda Osorio decidió trasladar su trabajo a la sintaxis del formato medio, y se hizo de una TWIN-LENS ROLLEIFLEX, arma clásica para los safaris de los grandes retratistas, con la cual ha logrado entenderse). Sin embargo, el encanto de estas imágenes radica en su acercamiento a árboles y lugares con la experiencia (y hasta malicia) de retratista. Intuye su suerte y la encuentra.
Por lo tanto, en estas sombras líricas de las almas de los árboles y las cosas de la abadía y sus entornos culmina la etapa pastoral de la obra de Iseo, así como su relación con la sintaxis de 35 mm; después de décadas de fiel servicio, al término de su estancia en la abadía francesa, su clásica ricoh reflex dejó de funcionar. Las imágenes celebran también la conquista de los valores de la fotografía clásica en blanco y negro, y de las labores de magia artesanal en el cuarto oscuro. Una lenta y callada construcción del amor al oficio.
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Conocí a la persona y la obra de Isolda Osorio en 1998, cuando inauguró en Cuernavaca su exposición individual Desde el silencio: arbolitos desnudos y negros en una playa nevada. Fotografías digitales, aunque ella estudió fotografía “de la de antes” en la escuela de los hermanos Machado, según me contó en aquella ocasión.
Los improbables árboles de las fotos estaban cantados con buen lenguaje fotográfico. Imágenes a color de un mundo en blanco y negro; nieve y playa; la vida vegetal como sierpe oscura, erguida, desafiante. (Debo decir que un par de impresiones grandes utilizaban excesivamente algunos efectos del repertorio digital). De todo esto hablé con Iseo en aquel evento, que también iniciaba su residencia en Cuernavaca.
Un ojo educado. Iseo es arquitecta y diseñadora gráfica, además de fotógrafa. Me pareció que sus fotos se entendían de una manera interesante con la presencia de los árboles. Confesé que me gustaba su trabajo y lamenté con el debido respeto que se hubiera pasado al matadero digital.
Una década después, Isolda Osorio apareció en mi taller con su carpeta de negativos. Su trabajo con los sistemas digitales le resultaba aburrido. Necesitaba recuperar el encanto del oficio, y resolvió “volver a la fotografía análoga”. Naturalmente, la invité a usar el laboratorio de mi taller, pero le protesté el calificativo porque uno no dice “violín análogo”, por ejemplo, ni “grabado análogo”. Me agrada apoyar y conducir todo interés por los lenguajes de la fotografía clásica, en que el fotógrafo es operador de máquinas, no usuario de sistemas.
Así renació Iseo, la fotógrafa analógrafa, allá en “lo oscurito”, entre luces rojas y reactivos químicos, en la disparatada labor de intentar producir imágenes perfectas en la penumbra. Y también en los arduos trabajos de las sesiones de retrato. Doy fe de las incontables horas de admirable perseverancia de Isolda Osorio a través de los años y de su actual devoción al oficio. Eso pudiera ser suficiente. Pero además están las fotos, impresiones de alta calidad hechas por ella en el cuarto oscuro. La analografía tiene motivos para celebrar el retorno de Iseo a sus filas.
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Desde el silencio, con su raro y perturbador bosque minimalista, hasta la serena elocuencia otoñal, catorce años después, de los lugares del Isére en Francia, Isolda Osorio ha explorado el alma del Otro en su encarnación arbórea con una curiosidad casi inocente. Aunque en realidad el fotógrafo nunca es inocente. Por eso mismo le conviene bañarse de inocencia todo lo que le sea posible.
Cuauhnáhuac, primavera de 2015. ❧