Miscelánea

Y… ¿por qué La Rana Sabia?

Uno de los pulmones librescos más importantes de Cuernavaca es sin duda la Librería La Rana Sabia. Ubicada en el corazón de la ciudad, recibe a todo tipo de lectores y curiosos en busca de recomendaciones. Pero también da refugio a diversos proyectos editoriales independientes del estado y del interior del país. No se trata de una librería común, sino de un punto de encuentro que ofrece múltiples lecturas. En el marco del 25 aniversario de esta casa de libros, su fundador José Ramón Corona nos presenta la historia de la librería y el valor de ser un librero comprometido con su oficio.


EL ANUNCIO LUMINOSO me atrajo intensamente. Café La Rana Sabia, decía, acompañado por la silueta verde de una rana, luminosa también. ¿Será aquí? Descendí seis escalones, cuidando de no golpearme la cabeza contra el entrepiso. Una luz mortecina dejaba en penumbra a los pocos clientes que lo ocupaban. Había una barra con una cafetera, unas cinco mesas con sus sillas y junto a la pared de la izquierda tres pacas de alfalfa. También en el piso había diseminados algunos tallos de ese vegetal preferido por los rumiantes. Sólo de ver las pacas me empezó un escozor en el cuello, que me hizo recordar aquellas tardes calurosas en Culiacán, cuando descargaba junto con un par de amigos todo un camión de ese alimento para caballos y vacas, en la bodega de don Toribio. Con el sudor se nos pegaban en la piel diminutas puntas de alfalfa, que nos molestaban, principalmente en el cuello, y no soportábamos el roce de la camisa. Después de recibir una simbólica paga nos repartíamos en nuestras casas para darnos un riguroso baño, restregándonos el jabón en la nuca y los hombros, hasta quitarnos los restos de alfalfa y ponernos guapos para salir a buscar fiestas.

Antes de ambientarnos, llegaron otros alumnos, quienes nos aclararon que en realidad veríamos al maestro en el Café Kineret, un lugar más apropiado que La Rana Sabia, considerado por muchos como un café “existencialista”. Era práctica común, por los años de 1963 y 64, que algunos maestros jóvenes de Arquitectura nos citaran en cafés de moda de la Zona Rosa, para revisar los avances de los proyectos que desarrollábamos. Ellos se ahorraban el viaje hasta Ciudad Universitaria, disfrutaban de un café y nosotros incursionábamos en esos lugares de reunión y entretenimiento, llamados chicks por la pequeña-burguesía intelectual.

Desde mi adolescencia gustaba de la lectura, pero durante años leí literatura barata, que sólo me quitaba el tiempo y seguramente la vista. Gracias al tío de unos amigos pude leer a escritores de buen nivel, como Jan Valtan, Luis Spota y Curzio Malaparte.

A partir de 1967 y bajo la influencia de un compañero de trabajo, me dediqué a leer a autores marxistas, incluido el mismo Carlos Marx. Integramos un círculo de estudio que no pasó de cinco compañeros. Más tarde, por 1970, tocó turno a Mao Tsé-tung. Uno de sus artículos que me influyó para toda la vida fue: “Acerca de la práctica”, que se podría sintetizar diciendo: “está bien que estudies, pero debes intentar aplicar esos conocimientos en la práctica social, de lo contrario carecerán de valor”.

Durante diez años trabajé en calidad de voluntario en la Sociedad Mexicana de Amistad con China Popular, A.C. En esta organización me hice cargo de adecuar una bodega para el buen control de los libros y, con los demás miembros de la junta directiva, representar a China en la Primera Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil, realizada en el Auditorio Nacional. Durante mi estancia en esa asociación atendí a un señor que venía de Tepic, Nayarit, a conocer libros chinos. Me platicó que había creado una librería en esa ciudad, pero que antes de inaugurarla, algunos amigos le manifestaron interés en hacer lo mismo, aunque finalmente no se decidieron, lamentándose de que mi interlocutor sí la hubiera establecido. Ese comentario se introdujo en uno de los baúles de mi memoria y allí quedó en espera de un llamado.

José Ramón Corona Ojeda en La Rana Sabia

Por ese tiempo leía todos los cuentecitos chinos que nos llegaban, y en sus fábulas descubrí que la rana destacaba entre los demás animalitos de la selva, por su serenidad y sabiduría. Años después, ya en el estado de Morelos, algunos de mis clientes me decían que los pueblos originarios de México, también consideraban a las ranas como seres de gran inteligencia.

En los años setenta, en que laboré en el IMSS, trabé amistad con Fernando Acosta, a quién apodé el Negro, friolento como él sólo, al grado de provocar las burlas de sus hijos, pues cuando iban a Acapulco se paseaba por la playa en traje de baño, con zapatos y una gruesa chamarra encima, a la que llamaban: “el chipiturco”. Cada que iba a intervenir en alguna reunión de trabajo con sus colegas del Departamento de Equipos Médicos del Centro Médico Nacional, no faltaba un compañero que dijera: “Va a tomar la palabra la vieja y sabia rana.” En dos o tres ocasiones le dije: “Negro, si un día pongo una librería, la voy a llamar La Rana Sabia, y tú la vas a inaugurar”.

Después del temblor de 1985 y ante un aumento desmedido de la contaminación atmosférica en la ciudad de México, se me ocurrió sugerirles a mis dos pequeños hijos que me ayudaran a convencer a su mamá para que nos viniéramos a vivir a Cuernavaca, a una casa que sus padres les habían dejado a ella y a su hermana. Para entonces yo ganaba comisiones en el negocio de un hermano, que vendía desperdicios de metales en dos o tres fundidoras del Valle de México. Por ese tiempo mi esposa era maestra en la UNAM. Pensé que si yo ponía una librería, podría pasar a dejarla en su trabajo y visitar editoriales, comprar libros y recogerla de regreso. Convenirlo fue fácil, pero en ocasiones me retrasaban en las editoriales, y a mi vez, pasaba tarde por ella, ganándome, sin merecerlos, sus injustos reproches.

Finalmente, el sábado 29 de abril de 1989, a las cinco de la tarde, con un acervo de libros editados en la República Popular China, en un pequeño local en el interior del Pasaje Florencia, en la calle Rayón, frente a un costado del Teatro de la Ciudad, el Negro cortó el listón inaugural de la Librería La Rana Sabia. Un par de años después, cuando me preguntaban por qué había cerrado la librería Bajo el Volcán, yo les contestaba: muy sencillo, a Bajo el Volcán la inauguró el gobernador Riva Palacio y a la Rana Sabia mi amigo el Negro, hasta entonces, un perfecto desconocido.

Interior de la Librería La Rana Sabia

Al inicio las personas me preguntaban: “¿Cómo es que tienes libros editados en China y ninguno hecho en México?” Opté por preguntarles: “¿Qué libros quieres?” Y empecé a traerlos por encargo. Recordé que en una librería del Fondo de Cultura Económica que estaba en la Avenida Universidad, de la ciudad de México, me regalaban separadores. Me propuse hacerlos para mi librería. Fernanda, una amiga, me diseñó un logotipo que me encantó. Una rana prehispánica (que por cierto, se observa en una pared de Tepoztlán), estampada sobre un libro abierto. Su pareja, Hugo Carrano, me entregó, a su vez, los dibujos de los veinte días del Calendario Azteca. Le puse por un lado los datos de la librería y la leyenda, acordada con una amiga que laboraba en Editorial Patria: “Si no tengo el libro que usted quiere, se lo consigo”. Tiempo después, acordaba con Aurelio Rodríguez, músico y diseñador de mosaicos, los temas de pinturas y acuarelas de ranas que incorporábamos a los separadores (por cierto que algunos clientes me han confesado que los coleccionan).

En agosto de 1990 mudé la librería a un local más amplio que da a la calle. Los resultados fueron impresionantes: en dos días vendí lo de un mes en el local inicial. Mandé hacer un letrero en madera con una rana que portaba enormes lentes y lo rotulé. Todavía inseguro por el nombre, lo colgué afuera del local. Las exclamaciones de los niños que pasaban por la calle fueron contundentes: “¡Mira, mamá: Librería La Rana Sabia!” Entonces, me dije: “Ramoncito, ya la hiciste”.

En 1991 acudí a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde un señor español, con conocimientos enciclopédicos de todo lo relacionado con los libros, nos dio una charla acerca de las librerías, su financiamiento y su adecuación física. El tipo me dejó fuera del negocio, pues decía que si no contábamos con financiamiento suficiente, mejor ni lo intentáramos; pero yo, sin preguntar, ya lo había iniciado y no estaba dispuesto a dar marcha atrás.

La editorial Fondo de Cultura Económica fue la primera que me dio crédito. Yo le preguntaba al Jefe de Ventas: “¿Para cuándo será negocio mi librería?” Al principio me contestaba que en dos meses, pero conforme pasaba el tiempo me iba alejando la cifra; la última vez que me contestó, riéndose, me dijo: cinco años.

Muy al inicio vi en México un libro que me pareció interesante; lo compré, llegué con él a la librería y cinco minutos después me lo solicitó un padre de familia acompañado de su hija. Ése fue un chiripazo. En la práctica cotidiana, mis mejores consejeros han sido mis clientes. De ellos aprendemos mis empleados y yo, y al mismo tiempo, adquirimos la responsabilidad de orientar a otros que no tienen claridad de lo que buscan. Reflexionando sobre la experiencia cotidiana, descubrimos lo valioso de nuestra labor, que no sólo consiste en comercializar libros, sino en contribuir a la difusión de los conocimientos que, paulatinamente, vamos adquiriendo de clientes, de autores y de promotores editoriales, y francamente nos sentimos muy bien. Así la librería se convierte en una especie de estación de intercambio de conocimientos.

Lo más emocionante es recibir novedades de las editoriales. Me maravillo con su presentación, su portada, el título y el subtítulo. Los sopeso, los huelo, los hojeo, los ojeo y los comento con mis compañeros de trabajo. Lo más aburrido: buscar por toda la librería los ejemplares que se han de devolver. Lo frustrante es descubrir que se me quedaron algunos ejemplares que debieron haberse devuelto, con la salvedad de que no son interesantes.

Con la práctica nos percatamos de los títulos que no deben faltar y en el trayecto he aprendido que para que la librería sea negocio debo vender todo tipo de libros, aunque algunos no vayan de acuerdo con mi formación, ni con mi ideología. Cuando mis clientes, emocionados, me preguntan si tal o cual libro es bueno y a mí no me lo parece, hago de tripas corazón y les contesto que se vende bastante.

En ocasiones nos divertimos cuando los clientes, con información defectuosa, nos hacen peticiones absurdas. Una jovencita, acompañada por tres amigas, probablemente de preparatoria, me solicitó “La rana desnuda”. Después de aclararle que las únicas ranitas que había en mi librería eran recatadas, le dije que probablemente le habían pedido que leyera El mono desnudo y que lo podría adquirir en la Rana Sabia. Las risotadas de sus compañeras no se hicieron esperar. Otra más me preguntó que si tenía “El libro en llamas”. Claro que buscaba El llano en llamas, pero no pude evitar decirle, con mi mejor sonrisa, que en ese lugar no podía tener un solo libro en llamas. También entre el personal que atiende hay lapsus, como el de una compañera que en vez de transcribir para mis pedidos: Fragmento de un discurso amoroso, anotó: “Fragmento de un descuere amoroso”. Por supuesto que le pregunté: “¿En qué estabas pensando?”

Cuando había superado mis ventas, por la noche en que llegaba a casa, les decía a mi esposa e hijos: “Hoy vendí tanto”, provocando sus vivas y aplausos. Así llegué al día en que vendí ciento dos mil pesos, aunque ése no ha regresado. Por ese tiempo, en que no conseguía crédito para comprarme un coche, McGraw-Hill me había enviado libros con valor de dos millones de pesos, todo con el poder de mi firma. ¿Qué vieron en mí que les inspiró confianza? Nunca lo supe. Hoy en día las cosas han cambiado. Las editoriales ponen cada vez más dificultades para vender a crédito.

El negocio no es fácil, aunque no faltan personas que te dicen que no hay uno solo que lo sea. En ocasiones en que estaba apesadumbrado, sacando números, indeciso entre declararme en quiebra o seguir adelante, me sentía como en medio de un río, donde el esfuerzo que significaba regresar al punto de partida, resultaba ser el mismo que tratar de alcanzar la orilla opuesta. ¿Qué hago? No faltaba entonces alguno de mis primeros clientes, ya en calidad de amigo, quien me decía: “¡Pinche Ramón, qué chingón eres, tienes una librería!” Ese fenómeno me aconteció varias veces y en situaciones de ánimo similares, y justo cuando éste decae, llega otro amigo que me levanta del piso. Decidí entonces que ésta era mi trinchera, y aquí me tienen. ❧

0
Leave a Comment