Miscelánea

Rebolledo o el arte de recrear la vida

image (2)Homenaje a Francisco Rebolledo. Fotografía de Roberto Abad

En enero de 2019, se celebraron en el Centro Cultural Jardín Borda los primeros 25 años de la publicación de la novela Rasero o el sueño de la razón (reeditada por Ediciones Era), ópera prima del escritor Francisco Rebolledo. El homenaje contó con las palabras de diversas personalidades de la literatura nacional, entre ellas, Javier Sicilia, Juan Carlos Rulfo y el autor de este texto.


El azar que siempre es un cálculo puntual del destino, me permitió conocer a Francisco Rebolledo hace un cuarto de siglo. Poco tiempo en el curso de la historia, pero un número suficiente de años para decantar la amistad y las lecturas. Rasero o El sueño de la razón, su opera prima, fue el motivo de nuestro fraterno encuentro, como hoy lo es la celebración del inicio de su vida literaria pública. Tuve después la oportunidad de presentar su obra hace más de cuatro lustros, cuando ya había cerca de una docena de ediciones extranjeras y traducciones. A partir de las notas de esa ocasión escribí un ensayo breve, del que ahora sólo gloso algunos temas para ajustarme, muy a mi pesar, a otro sueño de la razón que es Cronos.

Hay personajes inescrutables que parecen salir de las tinieblas para cumplir un destino, más allá de la emoción depositada en sus hazañas por el autor. Francisco Rebolledo ha logrado eso para Rasero, merced a una tarea literaria sin improvisaciones tejida con la paciencia de quien desea dar a su obra permanencia y aun vida propia. Tal es, me parece, la condición de estos seres intangibles y entrañables, que lo son, porque, venidos del desequilibrio entre la realidad y la fantasía se instalan en nuestra conciencia sin mostrar ningún rubor por su naturaleza onírica. ¿Será por la apetencia de sueños siempre insatisfecha, o porque sin malicia convivimos con el desastre cotidiano de nuestra insatisfacción? Quizás por ambas circunstancias, pero el instinto me dice que este relato de vidas extraordinarias, que Rebolledo se empeña con una prosa plena de soltura en exhibir como ordinarias y próximas al lector, ha salido del control, del dominio de su creador, quien, no sin estupor, se supo consumido por su propia narrativa.

Plena de erudición, la novela evoca mediante una abigarrada estructura temporal, épocas estremecedoras a partir de una trama centrada en Fausto Rasero y Oquendo. La saga de Rasero inicia con la descripción universal del infante que pudo haber sido cualquier intelectual de la modernidad hasta nuestros días, incluyendo la afición temprana por los senos desbordados, sean de ayas, camareras o cortesanas. Sin duda excéntrico, el personaje calvo a perpetuidad en la era de las pelucas, permite el repaso turbador por las costumbres de la época y de sociedades mutantes. En parte una novela criolla en la que se exploran las vertebraciones poco atendidas entre España y Francia, Rebolledo acierta a incorporar al ámbito espacial y temporal de su romance a personajes de la Nueva España, las crudelísimas torturas civiles y religiosas en boga, y el tránsito a sistemas políticos soportados por la manipulación de las masas y la panacea de la democracia. Cinismo, refinamientos, escrupulosas descripciones del París del Siglo de las luces e intrigas versallescas, reproducen la era del contrato social y la exaltación de las ciencias básicas. En ese proceso, Fausto Rasero padece inoportunos sueños proféticos en medio de sus orgasmos, lo que recrea, a su manera, la fábula del mundo material.

Pero esa condición de Rasero es mitigada temporalmente por sus relaciones con la estupenda viuda novohispana –medio Sor Juana, medio Güera Rodríguez– que ha de conocer para llevarlo a la pasión irracional en un concierto del párvulo Wolfang Amadeus Mozart. Y esta historia de ideas que hace de los hombres sus propios dioses y demonios acude a la significancia histórica; a la escatológica descripción de un recolector de heces fecales que confirma el consabido hecho del mayor costo, antes y ahora, de la mierda de los pudientes, y al recurso convencional de enamorarse en un concierto, como convencional ha sido siempre la vida misma. Mariana reproduce así el mito romántico de la mujer como salvación satisfactoria ante las tentaciones del mundo, la soledad patética, el foso de las frustraciones o la maldición de ver el futuro.

Vale decir que la ambición de Rebolledo de combinar el realismo mágico con la exactitud histórica, es sólo una coartada para un relato creíble. Probablemente se trate del mismo realismo mágico que solía importunar a Elena Garro y a algunos reseñistas norteamericanos e ingleses, pero aquí el verismo histórico permite espesar el relato y no lo sustituye. Es el caso, según confesión de parte, de hacer de las figuras célebres seres creíbles imbricados en el tejido fino de lo episódico y las biografías imaginarias.

Afortunadamente Francisco Rebolledo no pretendió hacer una novela histórica, “sino una novela en la historia”. Lo hizo, precisamente cuando algunos novelistas apelaban a la verdad histórica y no a la verdad literaria, bien falsificando los acontecimientos, bien insistiendo en que fueron testigos privilegiados, por lo cual su ficción no es tal sino páginas de vidas ejemplares con ellos como eje confidencial y benévolo de los desastres humanos. Pero a Rebolledo le interesa la verdad literaria y, por ello, la exactitud respecto del nombre de Conde Hans Axel von Fersen, la fecha precisa de los atisbos inoculadores de la viruela a partir de la experiencia popular turca o la crónica del hábito de comer chocolates en Europa, son irrelevantes ante el pesimismo congénito de Rasero redimido por una casi póstuma confianza en el futuro. Esto es así, de la misma manera que Gabriel García Márquez no se preocupó por los juicios de los historiadores bolivarianos respecto de El general en su laberinto, ni Alvaro Mutis en relación con su narración canónica “El último rostro”.

En este sentido, una novela enciclopédica –que no una relación de biografías– donde deambulan, entre otros, Diderot, D`Alembert, Rousseau, Voltaire, Lavoisier, Mozart, Goya e insaciables mujeres de incontables enaguas y generosos escotes, implica selectividad. Es la confrontación con la estatura moral de cada uno y el cuestionamiento del progreso histórico en la historia del progreso, lo que documenta el universo del discurso, sea diálogo o monólogo interior.

Personalmente aprecio en la pluma de Rebolledo la expansión de los hechos de François Marie Arouet, alias Voltaire: jactancioso, vocinglero, pertinaz, genio de la razón y de la luz, como lo calificó Gustav Lanson. Así, me parece advertir trasminada en la novela la concepción moderna de la historia, propia de Voltaire, con crítica hostil a la metafísica. Por otra parte, la paráfrasis de sus exequias y las triquiñuelas reales del abate Mignot e imaginarias de Rasero son, ciertamente, una delicia. Según el propio Voltaire, “no basta con que una cosa sea posible para creerla”, por ello, de su persistencia y carácter hablan ciertos rasgos humanos dibujados por el autor, incluso con humor

Homenaje a Francisco Rebolledo. 

 Pero es Rebolledo quien ha definido bien el sendero de sus personajes. Es Rebolledo quien prescinde de Mariana con lances propios de una paradoja en el tiempo –dicho esto en términos de la teoría de la relatividad– para, no conforme con acudir hábilmente a la combinación audaz de estilos narrativos, imbricar la imaginación misma del personaje, la del narrador omnisciente y del propio autor, de suerte que las acciones de uno afectan a los otros: Rasero ve hacia el futuro prometedor. Rebolledo ve hacia el pasado imprevisible. ¿Quién está de qué lado del espejo? ¿Cuál es la imagen virtual? ¿Dónde está el mundo material y dónde la imagen? Si lo real es imaginario y lo imaginario es lo real, habrá que coincidir con Federico Patán en que “cada momento del tiempo representa todos los momentos del tiempo”. A pesar de saber que las visiones de Rasero eran la superestructura ideológica de la estructura temporal de la novela, donde fluye la historiografía de reyes, regentes y cardenales, que dan paso a la de filósofos, artistas y revolucionarios, fugazmente consideré ingenuo el recurso de hacer uso de pasajes que en el presente se pueden calificar de obvios, sin apostar mucho a sucesos, digámosles, “históricos” del futuro. Pronto advertí lo rudimentario de tal juicio. Rasero es una novela apocalíptica en todo sentido. No sólo por lo anecdótico, pero terrible de las visiones, sino porque Rebolledo, buen lector de San Juan Apóstol, no escapó a la admonición del Epílogo de El Apocalipsis, libro de las revelaciones donde se guardan fulminantes advertencias contra quien se atreva a deformar la sagrada profecía agregando o quitando palabras. Seguramente, enterado de la sentencia del único texto profético del Nuevo Testamento, en el turbador ejercicio literario de Rasero, Por qué os desprecio, el libro que escribiría el protagonista, Rebolledo no transgrede los umbrales del presente real.

En efecto, San Juan tiene primeramente revelaciones y a partir de “Los siete sellos”, las suyas son visiones de absoluto sentido figurado y, en algunos pasajes, el vidente es llevado en espíritu. Nostradamus, por su parte, sufre en sus sueños de revelaciones y este conocimiento, vedado y prohibido, llega conforme al pensamiento occidental en términos crípticos que requieren ser descifrados. No es ésta la condición reservada para Rasero. Por el contrario, sus arrebatos le hacen “ver” nítidamente, si bien no acaba de intrigarse con ello por lo inexpresable de sus contenidos, pero ciertamente comprensibles para el lector.

En lo descrito parece haber otra ganzúa para llegar a la crítica implícita a Occidente. En su método y en los desapacibles momentos de Rasero, existe otra narración por omisión, una verdad más profunda, un dato escondido orientado también a hacer un juicio contra la razón moderna desde el terror jacobino y sus instituciones hasta nuestros días, pero cuyo amanecer fue el siglo XIII, el Trecento, tan caro al personaje de marras. Y es que mientras, desdeñosos, reprimimos toda posibilidad que exija una forma de pensamiento diversa a la de Occidente, Rasero entronca con formas orientales de entender la existencia donde la adivinación es parte de su fe y creencias.

En todo caso la oniromancia y la interpretación de los sueños como medios del presagio, no son totalmente ajenos a nuestro mundo. Así Giorgos Seferis nos habló de Artemidoro de Daldis, intérprete profesional de los sueños que antecede con mucho a Sigmund de Viena, y se deslumbra, como nosotros con Heráclito, el filósofo de Éfeso quien afirmó: “(…) incluso los que duermen, son operarios y colaboradores de lo que acontece en el mundo”. Y si bien los sueños premonitorios no han de ser confundidos con las visiones, en ambos hay un entramado laborioso del inconsciente que no apela a oráculos ni pitonisas.

Homenaje a Francisco Rebolledo. 

No pasé desapercibido el hecho de que un profesor de química, antes ocupado con rigor de la filosofía de la ciencia, termina en su novela haciendo filosofía de la historia, si por ello entendemos la profundización en el sentido de la historia y del desarrollo, y el examen de los fenómenos esenciales. Rebolledo no sólo emite juicios sobre ella, va a la raíz de nuestra cultura y hace dudar del proyecto de la Ilustración, es escéptico de los resultados de la Edad de la razón y hace una acumulación puntual de sus monstruosidades. “Quise hacer una novela desesperanzada y apocalíptica contra el siglo XX –ha dicho Rebolledo–, pero me salió esperanzadora porque existen el amor y la amistad”. Así, adentrándose en el origen de nuestra catástrofe, por diferentes derivaciones del alter ego de Dios, Rebolledo coincide fatalmente con Nicolai Alexandrovich Berdiaev. Si bien no comparte sus conclusiones metafísicas, ambos abrazan el escepticismo larvario respecto del hombre y observan con amargura la alteración de los ritmos de la civilización y la interrupción del proceso natural de las culturas.

Para ambos el porvenir es sombrío. Berdiaev ve el ajuste en volver al epicentro espiritual y a la idea de Dios. Rebolledo, metafórico, quiere creer que llegarán tiempos mejores y un futuro más digno. Ambos parecen lamentarse del triunfo del hombre natural sobre el espiritual, de la esterilidad creadora y la autodestrucción del humanismo. ¿Son las “Luces” el castigo temporal del Renacimiento? Aceptarían Rasero y Rebolledo, como Berdiaev, que “el descubrimiento de la entropía, de la radioactividad y de la separación de los átomos de la materia, del principio de la relatividad, en fin, ¿no es acaso como un apocalipsis de la física moderna?” Los dos, que son uno, tienen la palabra.

 En su oportunidad leí un texto enviado por mi amigo Yevgueni Yevtushenko –con quien pude reunir en casa años atrás a Rebolledo y a Gabriel García Márquez– donde se refería a un comentario epistolar de Thomas Mann a Freud, quien preguntaba: “¿No cree el gran siquiatra que la genial exquisitez del alma de Dostoievski se explica por su epilepsia, cuando como un relámpago inesperadamente ilumina los rincones más oscuros de la sicología humana?” A ello, dio Freud una respuesta singular: “El relámpago no era la epilepsia sino la genialidad de Dostoievski. Lo que de insondable y terrible veía Dostoievski en la gente, gracias a su genialidad lo llevaba a la epilepsia y no al revés”. Yo me pregunto si Rasero, a través de Rebolledo, no ha atisbado el advenimiento de un siglo cabalístico como Dostoievski parece haber profetizado en Los endemoniados los terrores del gulag a Campuchea. Pero quizás podamos orientarnos con las palabras del mismo Yevtushenko: “encontrar respuesta a esta maldita pregunta, romper el círculo vicioso de ilusiones y crímenes, sólo puede hacerlo la exquisitez de la compresión de la vida”. Esa exquisitez, creo yo, Rebolledo la ha mostrado con creces en su obsesiva recreación de la debilidad humana. ❧

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