Las historias fantásticas, la ironía y los personajes extraordinarios son características que acompañan la narrativa del escritor morelense Efraím Blanco, promotor del microrrelato y la ciencia ficción, y ganador del XI Concurso Nacional de Cuento “Juan José Arreola”. Una ejemplo de ello es este cuento inédito que comparte con los lectores de la Voz de la tribu.
The cat’s in the well, leaves are starting to fall.
Goodnight, my love, may the Lord have mercy on us all.
BOB DYLAN
PARA EL TRUCO de los gatos, Mariana pedía al público que guardara silencio.
A continuación una luz blanca llenaba el escenario y todas las luces secundarias se apagaban. En el sonido local se escuchaba una canción de Bob Dylan, en la que una guitarra sonaba un poco desafinada y la voz del rockero se escuchaba particularmente temblorosa.
El truco era un tanto complicado:
Mariana sostenía a dos gatos en una mano mientras al tercero lo arrojaba hacia arriba. En una maniobra ensayada, la chica lanzaba a los otros dos gatos, que hacían un par de piruetas antes de aterrizar sobre el escenario en dos patas, entrelazar las restantes y cachar al gato que caía sobre ellos. El gato que caía llevaba un sombrero y un traje que no tenía puestos al principio. ¡Alakazam! Los otros dos felinos, además, hacían la pose teatral de las asistentes de mago, señalando hacia el elegante minino que descansaba entre ellos. El público estallaba, eufórico. Mariana levantaba a los gatos y el telón descendía dando fin a la función.
El asunto era espectacular. Sobre todo tratándose de una pequeña carpa que hacía sus funciones de pueblo en pueblo o de ciudad en ciudad, sin el apoyo de las grandes empresas circenses o conglomerados comerciales. Los cuatro viajaban tras el convoy de los demás artistas, en una combi del sesenta y ocho que aún lucía algunas flores pintadas a mano en el exterior, herencia de su paso por los setenta. Sus pocas pertenencias estaban guardadas en un baúl café, con unas letras doradas que decían: Mariana y sus gatos mágicos.
–Nunca me ha gustado el asunto de que piensen que somos mágicos –decía Otto, el gato persa que era lanzado por los aires en el truco–. La verdad es que no hacemos magia y es triste que después de tantos años nadie nos lo reconozca.
Los otros, incluida Mariana, lo miraban con cara de hastío. No había noche en que Otto no se quejara de las malas condiciones del lugar, del poco reconocimiento, de los lugares pulgosos donde se presentaban, de lo cansado que era el transporte y de la mala calidad de las carreteras del país. Snow y Christmas, los dos gatos blancos que completaban el truco, solían hablar poco y se la pasaban jugando cartas entre ellos durante los largos viajes. Para complacerlos y aligerar los tiempos muertos, Mariana ponía una y otra vez los discos de Bob Dylan que había conseguido en el tianguis del Chopo, una tarde que dieron una función antes de una tocada de bandas de rock en la que tuvieron bastante éxito.
–Bob Dylan nació en Duluth, Minessota, igual que nosotros –decía Snow–. Creo que si diéramos una función por allá nos iría de lo mejor.
–No lo sé, hermano –refunfuñaba Christmas–. Creo que hemos perdido la resistencia al frío. Sobre todo después de aquella temporada en Acapulco.
La gira por el estado de Guerrero se vio interrumpida por protestas de grupos por la protección animal, que pedían la prohibición del uso de animales en circos. La última tarde la función se vio interrumpida por unos chicos que quisieron robarse a los gatos de Mariana, a una cebra que bailaba tap y al elefante cuyo único truco era quedarse dormido mientras dos payasos enanos hacían una rutina sobre su espalda.
Al final del día, la combi circulaba por la carretera libre hacia la ciudad de México, y los gatos escuchaban Blowin’ in the wind mientras se daban un baño de lenguas rasposas. Otto se quejaba del clima. Mariana iba, como siempre, en silencio. Miraba de vez en cuando por el espejo retrovisor y se aseguraba de que sus mininos estuvieran bien. Le preocupaba la constante presión de grupos que pensaban que sus felinos eran maltratados. No hallaba el modo de decirles que se trataba de una relación profesional, y soñaba con el modo de que el mundo escuchara de voz de los propios gatos que tan sólo querían que los dejaran trabajar en paz.
Los había encontrado en un callejón, cerca de la frontera con Estados Unidos, donde platicaron de las cosas que les gustaba hacer, de la mala suerte de Mariana en su incursión en la magia, del mal humor de Otto y de lo que el futuro podría traer para un grupo de cuatro perfectos inadaptados amantes del rock and roll. Así empezaron a viajar juntos. Canciones. Risas. Trucos fallidos. Grandes aplausos cuando el gato persa dejó de quejarse y aceptó ser lanzado por los aires. Éxito.
El micifuz llamado Otto era el más viejo de los tres. A menudo alegaba de cualquier cosa, hacía gestos y se acurrucaba al fondo de la combi, desde donde veía la carretera perderse en el horizonte.
No era fanático de Bob Dylan. Decía que en todas sus vidas nunca había escuchado a un cantante tan malo y prefería dormir a escuchar sus grandes éxitos una vez más. Aunque también aseguraba ser feliz y haber encontrado, por fin, una familia.
Pero su mundo de magia no fue color de rosa.
Una noche, después de una función en la ciudad de México, cien personas rodeaban la combi. No había flores coloridas en el horizonte. La escena parecía sacada de una vieja película del oeste, donde los villanos eran una chica y sus tres mininos, y los linchadores eran chicos y chicas con iPads que habían convocado al rescate de unos felinos desde el anonimato de las redes sociales. Mariana y sus gatos se refugiaron en la azotea de un edificio de oficinas, a donde siguieron al payaso que hacía el truco de desaparecer a la esposa, y que era perseguido por el marido que se mezclaba entre la turba que quería rescatar a los animales. Allí, rodeados, ninguna explicación fue suficiente para los que sujetaban a la muchacha mientras ponían en jaulas a Snow y Christmas, agotados de escaparse entre manos sudorosas con antorchas en las pantallas de teléfonos de última generación.
–¡Somos los gatos mágicos de Mariana! –gritaban los blanquecinos mininos, pero nadie les hacía caso.
Entonces Otto decidió lanzarse al vacío.
Estaba cansado. Ante la mirada de los allí presentes, el viejo gato persa no dudó y decidió terminar así con todos los problemas. Pudo ver a Mariana, que lo veía caer y, en medio del caos, le sonreía. En pleno descenso, Otto llevaba ya puesto un diminuto sombrero de copa y un elegante traje hecho a la medida. Pensaba que ese momento del truco en el que aquella chica de ojos cafés lo lanzaba al aire era lo mejor que le había pasado en todas sus vidas anteriores. Era feliz de tener una familia. A la larga, estaba seguro de que eran esos pequeños actos de magia los que la gente realmente no lograría entender nunca. Le guiñó un ojo a Mariana. Pensó en Snow y Christmas. Le vino a la mente una canción desafinada de Bob Dylan, y simplemente se dejó llevar. ¡Alakazam! ❧
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