Miscelánea

Mujer al sol

Citlali FerrerCitlali Ferrer

La escritura de Citlali Ferrer nace de una curiosidad incansable, que encuentra en los sonidos, las palabras y las sensaciones, la materia prima para contar historias, a veces tan breves que se vuelven súbitas. Durante varios años, se ha desempeñado como formadora de jóvenes escritores en talleres literarios, y ha estado al frente de proyectos de escritura creativa de Morelos. Estos cuentos, inspirados en pinturas de Edward Hopper, pertenecen al libro 11:00 a.m.-Mujer al sol.


Domingo

Un cuervo voló hasta el exterior de mi ventana.
No era el cuervo de Ted Hughes, ni el cuervo de Galway, ni el cuervo de
Frost, Pasternak, o Lorca.
Ni uno de los cuervos de Homero, harto de sangre
Después de la batalla. Era sólo un cuervo.
Que jamás encajó en parte alguna, ni hizo nada digno de mención.
Estuvo posado ahí en la rama durante unos cuantos minutos.
Luego alzó el vuelo y desapareció bellamente de mi vida.

Mi cuervo, Raymond Carver

 

Dos veces vino a visitarme, en su cara siempre vi mi cara, un extraño gesto como de pasmarote, que no era sino la forma de ocultarme quién era realmente. Vino a buscar algo y no sabría decir si realmente lo encontró, pero se fue y nunca ha vuelto. ¿Podrías decirme cómo se llaman esos pájaros? Pero yo no supe qué contestar, me preguntaba sobre los mismos pájaros que tantas veces he visto pasar, pero no sabía sus nombres. Entonces, se ofuscó y lo tomó a mal, pero no pude hacer nada. Ha pasado tanto tiempo desde entonces, cuando todavía me sentía lo suficiente ágil como para montarme en mi colección de bicicletas. Era verano, los sapos poblaron el jardín de la casa, los observaba con atención y trataba acariciarlos; pasó muchas horas tomando baños de sol junto a la alberca. Yo, discreto, era vigía sin que ella se diera cuenta. ¿De dónde vienen y a dónde van esos pájaros?, me preguntó mientras se untaba aceite de almendras en el vientre. No sé, no sé. Nunca supe qué contestar a toda la sarta de preguntas que sacaba de no sé dónde. Mi mujer nunca estuvo de acuerdo en que viniera a visitarnos, representaba gastos y ella siempre fue impecable administradora. Fumo un habano, mientras los rayos del sol pegan en las paredes del viejo edificio y me caliento un poco con el invierno encima. La ciudad yace silenciosa, espero sentado en la acera a que abran la tienda, quiero comprar cerveza, pan y carne molida. Durante una decena de años dejamos de vernos y el reencuentro resultó como volver a conocernos, los dos habíamos cambiado o nunca antes nos prestamos la suficiente atención. Para justificar el gasto, mi mujer decidió que teníamos que hacerle arreglos a la casa: reparar la cerca. Entonces, tomé medidas de los tablones y te pedí que fuéramos a comprar todo lo necesario. Te observé con tu overol de farmer, mirándome con tu cara-mi cara-tu gesto, tan despreocupado. Me ayudaste a escoger la madera y de regreso rumbo a la casa fuimos por el camino sin hablar, la camioneta iba tan cargada que el trayecto lo hicimos lento, mientras en la radio, sonaron viejas canciones de Frank Sinatra. Strangers, strangers in the night. En aquellos años de ausencia, muchas veces te recordé, hablaba de ti como quien jamás hubiese roto el contacto, todo eran imaginerías, deseos frustrados, pues yo sabía que difícilmente habrías de perdonar mis actos. Estuve tan abotagado cuando decidí romper con todo aquello que preferí irme lejos y que nadie supiera de mí. En realidad, todo se repite una y otra vez, sin que nos demos cuenta de ello. Caminar por el viejo malecón era algo maravilloso, reunirse con los amigos en el café y jugar dominó, toda la ciudad olía a fertilidad, a vida, el salitre dibujaba ocres sobre los edificios y las casas. Tu madre y yo nos conocimos en una fiesta del Gran Hotel de la Ciudad, era el baile de generación de la escuela de leyes. Se veía sensacional, con su cabello recortado y rubio platino, llevaba un entallado vestido bordado de lentejuelas de color azul del mar. Ella nunca me perdonó. Y tú, durante muchos años tampoco, me pagaste con tu silencio. Después de tantas cosas, nos volvimos a encontrar y siempre he tenido la sensación de que volviste por algo que habías olvidado. Quién sabe, sólo lo sabes tú. Pero siempre se dificultó comunicarnos, creo que cuando mejor lo hicimos fue mientras mantuvimos correspondencia, pero nos duró poco la euforia de las cartas, después fui de la idea de que te llamaría una vez a la semana, al principio te provoqué inquietud, sé que te emocionabas, pero después, poco a poco fuimos cayendo en la rutina hasta que se convirtieron en una forma más de mantenernos distantes. Ese fin de año, mi mujer reservó lugares en el restaurante alemán. Todos esperaban entusiasmados la entrada del año nuevo. Bailamos, me dijiste y yo me negué. Nuevamente con mi cara de pasmarote vi mi rostro en el tuyo, te levantaste y te fuiste al baño, regresaste a la mesa ya que habían dado las doce campanadas y no volviste a abrir la boca sino hasta el día siguiente. A todos esos años de incomunicación y de ausencia les sigo llamando estigmas, llagas punzantes y dolorosas. Pero cómo hubiera podido explicarte lo que para mí sigue siendo nada más que un constante malestar, saber que existen tú y tu madre, no sólo en mi pasado sino en algún lugar. Finalmente, mi segunda esposa enfermó y sus hijos sometieron el testamento a un juicio, que, por ser extranjero, perdí. He vuelto a mi origen, a la vagancia, estoy hecho un viejo neurótico, repleto de recuerdos y aún me cuestiono, qué sucedería si al menos te pudiera contestar todas las preguntas que me hiciste en aquel remoto tiempo. ¿Dónde estás? El sol de invierno no calienta, quema y los domingos hacen fantasma al pueblo. A esta misma hora, durante muchos años, acostumbré desayunar en el jardín del Gran Hotel, la brisa marina alborotaba mis cabellos y el horizonte me parecía tan cerca. No tardarán mucho en abrir la tienda, regresaré a mi apartamento, prepararé mi carne tártara, beberé una cerveza tras otra, sentado frente al televisor.

The City, 1927
Gift of Leonard Pfeiffer,
Collection of the University of Arizona
Museum of Art, Tucson, AZ

La ciudad

Todo va a un lugar, todo es hecho del polvo,
Y todo se tornará en el mismo polvo.

Eclesiastés, III, 20

Al pie de la cornisa, recargado en el muro del edificio, siento fluir la nada. Que viva la ley de la gravedad. Asfalto y grasa por todas las avenidas. Piedra, lodo, ladrillo y cantera, construcciones que se yerguen desde hace cientos de años, mirando impávidas cómo transcurre la historia. Una plaza central, donde convergen todas las calles. Una plaza como ombligo. Los ocres y los grises matizando el horizonte, las palomas que carcomen los muros de los viejos edificios, la nostalgia mezclada con la modernidad, vivo pasado. Polvo de edades respiramos los que aquí vivimos. Nunca duermes. Calle en el cielo: tránsito de aviones. Ruedan las pelotas, los niños tras ellas en las bocacalles. Putas en fondo, asoleándose en las azoteas, yuppies que comen sushi y beben café descafeinado. Anuncios, basura, ratas, deseos que se consumen poco a poco, colillas de cigarro, pañales desechables. Policías, balas perdidas. Soberbia. Arrogancia. Prepotencia. Grafitis, bardas con la frase: “Dios vive en ti”. Hombres de sepia en el callejón de los elefantes, con los tobillos ulcerados. Piedra, lodo, ladrillo y cantera, construcciones que se yerguen desde hace cientos de años, mirando impávidas cómo transcurre la historia. Limosneros, estudiantes, indigentes, indigestos, enfermos, enamorados, portafolios extraviados, perros callejeros, perros de azotea y de balcón, ancianos dormitando en una banca de algún parque. Dijes de oro en las cloacas. Políticos insaciables, sueños inalcanzables, mentiras derramadas, cada loco con su tema. Caos. Vapor. Calor. Llanto. Chimeneas humeantes de la industria, rodeando tu extensión, producciones caducas. Ricos estrenando automóvil. Calle repleta, calle de la soledad, engaños y creencias. Sentimientos que crecen. Puestos de periódico en las esquinas, encabezados de alarma en el mundo, carritos de hamburguesas al carbón y hot dogs, nudos de corbatas viejas, nudos de gargantas, canas, calvos. Esculturas mutiladas. Traga fuegos fuera de los circos, tristes payasos. Desde la cornisa no veo más allá de dos kilómetros a la redonda. El smog me lo impide. Mujeres que se desnudan por primera vez, besos ingenuos, ladronzuelos. Veinteañeras en lencería que bailan sobre una mesa. Parejas follando en un baño de vapor. Calles que invitan a caminar. Gente que va, gente que viene. Viento del sur que revuelve los cabellos. Basureros públicos. En lugar de luciérnagas, anuncios panorámicos iluminando la noche. Por la mañana y por la tarde en el centro del centro, una escolta que lleva la bandera nacional, con rígida disciplina la izan, el viento la hace bailar, al tiempo que flota en el aire la identidad, tu identidad. Quien se pasea por tu piel, vive la sensualidad concentrada de los siglos, el poco silencio pesa dentro de todos tus viejos templos. Alfombra de arroz en los atrios. Quinceañeras que miran el horizonte. Borracheras, borrachos a carcajadas, en los bares. Teléfonos que suenan, llamadas perdidas, citas, reclamos, negocios. Hombres y mujeres mirando el reloj. Alguien que lo pone a tiempo, guiándose por las manecillas inglesas del reloj central. La hora, que nos marca la salida o la entrada. Los niños que hacen alboroto cuando suena la chicharra. En las peluquerías, los gordos se arreglan las uñas y se afeitan las barbas. Los adolescentes encienden cigarros cuando no están sus padres, ponen música estridente, se desatan con los altos decibeles, miran revistas pornográficas y cuentan chistes sobre quién la tiene más grande. Con erecciones silenciosas espían a sus hermanas cuando se bañan. Sueños mojados. A las once de la mañana es cuando más llenos se encuentran los moteles. Las mujeres se sientan frente al televisor al tiempo que se liman las uñas. Bebés amamantados, bebés tomando biberón, bebés con chupón. Vagos jugando rayuela y limpiándose con las manos el sudor de la frente. Madres que esculcan cajones, buscando lo prohibido. Todos los hijos son buenos, no tienen vicios. Al pie de la cornisa, recargado en el muro del edificio, siento fluir la nada y la nada son mis ojos escupiéndole al sol. En todas las casas hay una escoba, en todas, una cama, un olor, un envase de cerveza vacío, algún desperdicio, una ideología, una afición. En cada edificio hay tantas historias, diferentes escenografías. A los bares y a los billares no entran menores de edad ni uniformados, en algunos solicitan la tarjeta de identidad. Después de las tres de la mañana suele haber razias. En las celdas de las delegaciones, siempre hay alguien que cometió un fraude, un drogadicto, un alcohólico, un homosexual y una prostituta. Para cometer abusos cualquier día es bueno. Pero tú te sostienes a pesar de todo. Piedra, lodo, ladrillo y cantera, construcciones que se yerguen desde hace cientos de años, mirando impávidas cómo transcurre la historia. En la cornisa y a semejante altura me recargo en el muro y siento fluir la nada. Que viva la ley de la gravedad. Miles de radios sonando distintas estaciones. Se hornean panecitos, con canela y vainilla. Por las noches, reposan en vasos con enjuague bucal, las dentaduras postizas. Rostros demacrados, angustiados. Cuántas mujeres frígidas fingen tener orgasmos. Es mejor disimular las inquietudes en el anonimato que nos brindan tus calles. Cuántos locos circulando libres, fuera del manicomio. Cuántos borrachos flotando en sus camas como si fueran en altamar. Las siluetas nocturnas nos hablan en un idioma distinto al que siempre hemos hablado. Piedra, lodo, ladrillo y cantera, construcciones que se yerguen desde hace cientos de años, mirando impávidas cómo transcurre la historia. Qué es esto que flota en el aire y no permite respirar. Reunión de las Harley. Cielo para el sol, cómo puedo andar distinto, sin rumbo, si todas las calles ya están trazadas, tienen una dirección, llevan una ruta. En algunos cables de alta tensión cuelgan zapatos. Y en tu periferia un balneario yace abandonado, como bahía desolada, las albercas ahora pobladas de acróbatas en patinetas. En la guardia de los hospitales las enfermeras bailan y beben con los residentes, mientras los enfermos se quejan en vano en el pabellón. En una azotea un pintor prepara un lienzo, los rayos del sol hacen que brillen los óleos. Cómo escapar de ti, si has sido mi universo, mi historia la he hecho en tus vericuetos. En la cornisa y a semejante altura me recargo en el muro y siento fluir la nada y a las seis de la tarde mientras las niñas hacen piruetas en el salón de danza, cuando las palomas emprenden el vuelo, decido volar con la parvada, una mezcla cubista de colores y luego la oscuridad. Piedra, lodo, ladrillo y cantera, construcciones que se yerguen desde hace cientos de años, mirando impávidas cómo transcurre la historia. ❧

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Citlali Ferrer
Citlali Ferrer
Escritora morelense, promotora de escritura creativa, ha colaborado en diversas antologías nacionales, y ha publicado libros de cuento, poesía y minificción.
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