La originalidad y la capacidad para sensibilizar a los lectores en torno a un oficio aparentemente insignificante, son los valores que le valieron el Premio Nacional de Cuento 2015 “Beatriz Espejo” al autor de esta narración, quien a través del desarrollo de un personaje entrañable que vive rodeado de fantasmas y pasiones ocultas, crea un fino homenaje al teatro clásico inglés.
LA TARJETA DEL RELOJ CHECADOR hizo click a las ocho cuarenta y tres. Ranulfo siempre ha registrado su ingreso mucho antes de las nueve, su hora de entrada; siempre desde que el compadre de un compadre allegado a un diputado, le ayudó a conseguir el trabajo de velador en el teatro mucho tiempo atrás. Sólo una vez cometió la osadía de llegar a las nueve con dos; ese retraso le taladra el orgullo como si dependiera de esos dos minutos que el teatro se mantuviera en pie.
Fiel a su estilo aprendido durante veinticinco años de labor, inmediatamente subió al anfiteatro para apoyar en el control y vigilancia durante el resto de la función iniciada a las ocho de la noche. Lo que pocos sabían, era que la fuerza que impulsaba sus piernas para subir los veintiséis escalones hasta el segundo nivel, no provenía sólo de su sentido del deber, sino también de la fascinación que le provocaba la magia actoral sobre el escenario. Si pudiera llegar siempre al inicio de la función, es un hecho que lo haría, pero no puede dejar su casa hasta que arriba su hija, con quien vive y a quien le cuida los dos diablillos de siete y cinco años, sus nietos, mientras ella trabaja.
Los días sábados y domingos eran para su desquite. Nada ni nadie podía evitar que treinta minutos antes de iniciar la función estuviera apostado en las galerías esperando que declinaran las luces en la sala. En su chamarra llevaba siempre su frasquito con refino; iba disfrutando con discreción pequeños sorbos mientras transcurrían los cuadros y las escenas. La tercera llamada le producía cada vez la misma sensación de hormigueo en el vientre, mientras un sudor seco le humedecía la frente y las sienes, como si en cada ocasión se convirtiera en el protagonista de la historia. Tal vez sea poco decir el protagonista, también se convertía en el antagónico y en cada uno de los personajes secundarios.
Con la emoción incendiada por la deliciosa penumbra y el ánimo enervado por las pequeñas dosis de alcohol, iba repitiendo para sus adentros cada parlamento, reproduciendo hasta la más sutil de las intenciones de los actores. Construía su propio Illo tempore, abandonaba su mundo simple de precariedades y carencias, ponía alas de imaginación a un presente efímero que estiraba al máximo posible, en medio de luces alcahuetas y toques musicales mágicos.
Al paso de las funciones lograba memorizar los parlamentos y detectaba las pequeñas fallas de memoria en los actores, o los ligeros agregados que realizaban por inspiración propia o por indicación del director. Se enamoraba como adolescente de la dama bella, odiaba como nadie al personaje bellaco, se compadecía hasta las lágrimas por la víctima que moría en cada representación o recibía el azote de la desgracia. ¿Quién lo diría? A él, un humilde empleado con apenas quinto grado de estudios primarios, cuya única lectura, más allá de los cómics, fueron retazos de la Biblia, impelido por dos “hermanas” miembros de los Testigos de Jehová, a quienes mandó al carajo un día cuando la Virgen de Guadalupe le habló en uno de sus delirios alcohólicos, según cuenta, y le curó de las hemorroides que lo atormentaron durante meses; a él, el modesto guardia nocturno, fue Shakespeare quien lo atrapó con el esplendor de sus diálogos.
La tristeza de Otelo, su personaje idolatrado, se metió en sus huesos y la llevó arrastrando durante meses hasta su casa. Dormía y soñaba con su Desdémona propia y, más de una vez, en los delirios oníricos oprimió con sus manazas el cuello de su dama, enfebrecido por la emoción de la venganza. Veintinueve años atrás, la madre de su hija se fugó con el panadero del barrio, sin decir agua va y en los albores de un amor que Ranulfo creía genuino, que había matizado su original nostalgia con una pizca de alegría sanguínea en su rostro. Su Desdémona lo abandonó y el panadero al pan, tan fácil como quien se quita una costra reseca y molesta de la piel. Partieron en dirección al Norte, cuentan las lenguas celestinas; nunca volvieron. Ella era tan blanca y él tan Otelo, y el panadero tan majo, que ahora con Shakespeare se daba cuenta de que era mejor asesinar la belleza para protegerla de sí misma.
Cuando veía el pálido rostro de su hija, tan parecido al de su madre, con esa belleza humilde y provinciana, llegaba a perdonar por momentos a su mujer; pero en las noches de teatro Otelo se encargaba de volver a cavar en su orgullo. Emocionado hasta el desquiciamiento, preguntaba a Shakespeare cómo pudo conocer tanto a los hombres y sus pasiones, especialmente, cómo pudo atisbarlo a él, quien se creía un personaje invisible en la anónima trama común de los mortales.
Le dolió mucho despedirse de Otelo al terminar la temporada. Sus lágrimas fueron tan verdaderas, le salieron con sangre, como si algo podrido emergiera con ellas de su cuerpo y lo aliviara. En la última función, cuando los asistentes al teatro se marcharon y los actores se disponían a hacer lo mismo, se presentó en el camerino, abrazó al actor principal con una emoción que acabó por turbar a este último. El actor, consumado, versátil, acostumbrado a lidiar con las emociones más disímiles, no pudo entender, ni entendería, el juego emocional que invadía a su inesperado y singular admirador.
Durante la temporada en que se puso en escena Hamlet, lo invadió una ternura paternal hacia el protagonista de la obra. Por las noches, cuando se quedaba sólo en el edificio silencioso y lleno de sombras, llegó a sentirse el fantasma del rey Claudio, padre de Hamlet, deambulando por los pasillos y los recovecos del teatro, repitiendo con énfasis aguardentoso los parlamentos del monarca asesinado por su hermano y su propia esposa, los amantes cómplices. La palabra venganza, que acompañó antes sus pensamientos durante tanto tiempo, volvía a emerger iracunda al recordar la traición de que fue víctima. Una vez soñó que, a falta de una punta de espada y del valor para usarla contra los amantes traidores, envenenaba los panes de un canasto y se los daba a comer a los perjuros, quienes agonizaban lentamente ante sus ojos mientras él se solazaba diciéndoles: “El resto es silencio… silencio… silencio”.
Al terminar las funciones, una vez que el público abandonaba las galerías, fiel a las indicaciones de su jefe, se ubicaba en la entrada al vestíbulo del teatro. Ahí miraba salir a los actores, quienes le dirigían una sonrisa de afecto genuino. En esas ocasiones, cuando muchas noches le tocó ver pasar al histrión que hacía de Hamlet, su rostro, comúnmente con expresión de fastidio dulce, ganaba los matices de quien ve pasar junto a él a su hijo amado, el que nunca tuvo y hubiese querido procrear con su Desdémona, para heredarle su fortaleza de muros de tabiques y mezcla desnudos.
Una noche de tantas el fastidio hizo mella en su ánimo. Casi agotado el frasco de refino, decidió hacer algo que había pensado mucho sin atreverse antes. Se coló hasta los camerinos, encendió las luces de los espejos y extrajo el vestuario de Hamlet, acariciándolo con devoción. Se lo probó con calma cuasi religiosa, como cuando siendo niño su madre lo vestía de apóstol en las ceremonias de semana santa. Le quedaba muy ajustado, especialmente por la prominencia del abdomen. No resistió el impulso, salió al escenario como Hamlet, con las luces de ensayo previamente encendidas.
Ahí estaba en medio del tablado, verdaderamente solo con su desconsuelo, evidentemente más solitario que el actor que representaba a su héroe, quien a fin de cuentas nunca estaba en soledad con el público enfrente. Ranulfo Hamlet únicamente tenía sentados frente a él en las butacas a una pléyade de fantasmas. Los conocía a todos porque a todos había creado su imaginación en tantas noches de hastío, como demiurgo que a su vez nació de las tinieblas y en las tinieblas inventa la vida para dárnosla. En éxtasis, empezó a musitar lo inevitable: “Ser o no ser, he aquí la cuestión. ¿Qué es más digno para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar armas contra océanos de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? Morir… dormir; no más”. Se llenó de furor. Deshiló el famoso monólogo con una emoción tan estridente, que al llegar al punto donde hace su aparición la hermosa Ofelia, su voz dejó de existir, y el “Ninfa, en tus plegarias acuérdate de mis pecados”, fue sólo una retahíla de balbuceos incoherentes nadando en lágrimas y sollozos. Los honorables fantasmas presentes, compadecidos hasta la inexistencia, bañaron con un vaho húmedo las butacas y el piso.
Ranulfo se quedó tendido en el suelo más de una hora, incapaz de levantarse y cargar con todo el dolor que Shakespeare había inventado para él a través del príncipe de Dinamarca, vengador de toda la sevicia que pudiera albergar humano alguno.
Seco ya de emoción, arrastrando el cuerpo, se dirigió al camerino, puso las ropas en su lugar después de besarlas, dejándoles su rastro de sudor y baba por el que nadie le reclamaría. Pronto serían las tres horas del nuevo día. Apagó las luces de ensayo y toda emoción en su alma atormentada, bendijo ese maravilloso momento en que su mente cansada se quedaba por fin en paz y se durmió arrellanándose en el cuerpo caliente de una hermosa vaca de utilería que siempre lo recibía con el vientre abierto, como madre bondadosa. Durmió como niño bendito, como duermen todos los veladores en el mundo alrededor de las dos o tres de la madrugada.
Ranulfo acababa de cumplir cincuenta y nueve años. Ahora que presenciaba con una emoción muy medida una comedia musical sin ton ni son, comenzó a preguntarse si su vida alcanzaría algún día la intensidad y belleza de una tragedia shakesperiana, o si sólo se quedaría en una simpleza similar a la obra musical que discurría frente a sus ojos un tanto indiferentes, con la que no llegaba en ningún momento a los terrenos deseados, aquéllos donde se convertía en el héroe trágico que estoico soportaba en nombre de la humanidad entera los avatares del destino, o en el vengador que pagaba con su vida la realización de la venganza, como el Hamlet de su corazón.
En medio de esa crisis existencial tardía, sucedió que se pondría en escena en el teatro El enemigo del pueblo, del noruego Henrik Ibsen. Desde su posición discreta en la penumbra de las graderías presenció los ensayos siempre que pudo. Se fue familiarizando con la historia y los parlamentos de los personajes. Durante el cuarto acto, cuando se lleva a cabo una asamblea acalorada, aparece el personaje de un borracho que interrumpe la reunión en tres ocasiones, a quien terminan por sacar de ahí el mismo número de veces, no sin dejar un vientecillo de humor en el ambiente tenso. Ésta era su oportunidad, pues no había quién hiciera el personaje. El director pedía a su asistente leer durante los ensayos las breves líneas que correspondían al mismo. Después vería cómo resolver el asunto.
Con toda precaución, haciendo uso de una amabilidad ensayada, se acercó al director en cuanto tuvo la oportunidad: “Señor director, sólo soy el velador de este teatro, pero no sabe usted cómo me gustaría representar al borrachito ése de la asamblea… ¡Deme chance de hacerlo! Verá que no se arrepentirá. Ya lo ensayé solito y me sale rebién… Además, no pido nada, ni paga ni que se ponga mi nombre en los programas de mano. Sólo quiero hacerlo y ya”. El director, una vez repuesto de la sorpresiva petición, consultó el asunto con su asistente y su conciencia. ¿Por qué no hacerlo? A fin de cuentas daba el tipo exacto para el personaje; además, le tenía un afecto especial después de conocerlo durante años en el teatro. Le prometió pensarlo, pero al siguiente día le comunicó que se arriesgaría con él.
Era un 20 de septiembre lluvioso cuando Ranulfo debutaba como actor ante las porras de los compañeros actores. Uno de ellos le propinó la clásica patada en el trasero y en coro le desearon la “mucha mierda” de rigor. Emocionado hasta la médula, esperó pacientemente el momento de su primera entrada, respirando hondo como le habían enseñado y sorbiendo a escondidas pequeños tragos de su refino bendito. De cualquier manera, la botellita de vidrio era parte de su utilería; además, encajaba como anillo al dedo en el tono realista y casi naturalista de la obra.
Abrumado por la emoción, no acertaba a determinar el momento exacto para su ingreso a escena. Terminó pidiendo a un compañero que lo empujara cuando le tocara entrar. Las luces cayeron en ramillete sobre sus ojos mientras daba traspiés sobre las tablas del escenario, a la vez que pronunciaba las primeras palabras de su inesperado oficio de actor: “¡Hombre! Yo pago mis impuestos como cualquier otro, y tengo derecho de votar. Ésa es mi opinión. Quiero votar…” A las voces de: “¡Silencio! ¡A la calle! Está borracho. ¡Largo de aquí!”, los actores destinados para sacarlo de escena tuvieron que hacer un esfuerzo nada teatral, sino real para lograrlo. Ranulfo se aferraba al escenario como un náufrago al madero.
Tras bambalinas, el asistente le pidió firmemente ser más dócil en las siguientes dos entradas al ser retirado por sus compañeros, tal como se había trabajado en los ensayos. Respiró hondo, tomó conciencia de la brevedad de sus momentos de estrellato y, con disciplina, lo aceptó. Su papel era sencillo en la función de teatro, como lo era también en su vida; sólo era el borracho, como sólo era el velador o el abandonado; o el cornudo por obra y gracia de un panadero; o el hombre que envejecía sin mayores peripecias en su vida.
Sin embargo, se sintió fortalecido en su segunda entrada al escuchar risas y pitidos tanto de actores que participaban en la asamblea, como de parte de algunos asistentes al espectáculo. En su fuero interior sintió que se reían por él, no precisamente de él. Se creyó tan importante como cuando años atrás su mujer lo aceptó como esposo frente al juez. La instrucción era clara: debía ingresar cuando escuchara el nombre de “Pedro” y comenzar a hablar un poco después al escuchar la palabra “errores”. Entre una y otra palabra apenas habrían transcurrido seis o siete segundos, pero para Ranulfo fueron una eternidad de gloria. La gente susurraba, reía y lo miraba dar graciosos tumbos entre los actores. Finalmente espetó: “¿Quién me llama? Mi nombre es Pedro, y he oído que el doctor…” De nuevo fue sacado del escenario. Esta ocasión celebró su triunfo con un vigorizante trago, escondido en la entrepierna.
Su tercera intervención fue la más breve: “Un papel azul… y otro blanco”. Para entonces ya había ganado muchas simpatías entre el público, cuando lo echaban por tercera vez del escenario llevaba el pecho repleto de mariposas alegres, como pocas veces en su vida.
Fue feliz durante los cuatro meses que duró la temporada. Cuando se despidió para siempre del borrachín que tanto se le parecía, sintió perder un pedazo de corazón, o menos románticamente, de pulmones o hígado. Los actores se fueron a perseguir nuevos fantasmas en sus nuevos personajes; él se quedó a seguir su vida frente a sus fantasmas que noche a noche lo acompañaban sentados en las butacas.
No tuvo la oportunidad de repetir su hazaña, pero su nombre quedó registrado para siempre en los programas de mano, aunque él insistió con humildad en que no era necesario que así sucediera. Se sintió honrado por el director de la obra. Al final de la temporada le expresó su gratitud regalándole un abrazo intenso, junto con un Quijote de madera labrado durante algunas noches de vigilia, entre sueños entrecortados y sorbos de refino. Labrar madera era una afición suya conocida por muy pocos, con ella mostraba una vocación artística sin muchos cauces para desarrollarse.
El tiempo se vino rodando. Ranulfo sintió que los mejores momentos de su teatro querido habían pasado ya. Las últimas administraciones y los últimos directores prefirieron las comedias musicales y los melodramas comerciales con actores famosos de televisión, pero sin sustancia. Si alguna vez volvió el tono clásico que tanto lo emocionaba fue con El avaro, de Molière, interpretado por un actor de cine popular; bueno, sin embargo. No volvieron las tragedias, pero la imaginación alcoholizada y delirante de Ranulfo traía al interior del teatro, sobre todo en las noches de tormenta, a los fantasmas de todos los personajes que había visto vivir una y otra vez en el escenario. Especiales butacas y especial lugar en su corazón designaba para Lear, rey de Bretaña; Próspero, duque de Milán; Romeo y Julieta, tan niños; Hamlet, el hijo imaginado; la pequeña y noble Ofelia; la hermosa Desdémona, a quien acariciaba en el aire, y claro, para Otelo, su sangre, su carne, casi su destino. Los veía sobre el tablado en los más intensos momentos de su drama, discutía con ellos, los cuestionaba sobre lo irrefutable de su desgracia. A todos los arropaba con sus lágrimas hasta bien entrada la madrugada.
Al cumplir los sesenta y dos años, su salud sufría evidente deterioro. En los últimos meses le dio por representar todas las noches a Otelo, para regocijo de sus invitados. El escenario completo era suyo, su ensueño era más intenso y se prolongaba durante horas interminables. Confeccionó el vestuario con lo hallado en el cuarto de ropa y utilería, su mente guardaba fiel imagen de la vestimenta del personaje e intentó reproducirla hasta donde pudo. Su parte predilecta era el monólogo inicial de la segunda escena del quinto y último acto, que reza así: “Con razón lo hago, con razón, ¡alma mía! No os lo quiero contar, castas estrellas. Tampoco quiero derramar la sangre de ella, ni ajar su cutis más blanco que la nieve y más tierno que mármol sepulcral. Y con todo eso, tengo que matarla, para que no engañe a otros hombres…” Para este momento, el paroxismo que se apoderaba de Ranulfo ponía en riesgo la salud de su corazón exaltado, pero entre sollozos y estertores, continuaba: “…respirar por la última vez su deleitoso aroma… Otro beso y nada más. ¡Quédate así cuando yo te mate: que muerta y todo te he de amar!” Al final ponía en su voz todo el reclamo que le debía al mundo; generalmente era incapaz de seguir con el diálogo posterior con Desdémona: “Mi llanto es feroz y mi ira es como la de Dios, que hiere donde más ama”.
Un lunes de noviembre, en noche lluviosa y fría, alcoholizado y en éxtasis, salió del teatro pasada la medianoche, dejando solo el recinto. Deambuló por las céntricas calles en busca de amigos pordioseros, vagabundos, drogadictos, niños de la calle y ancianos perdidos, invitándolos a cubrirse de la lluvia y pasar la noche en el interior del teatro. En menos de media hora reunió un pequeño ejército de desarrapados y abandonados. Los introdujo hasta la sala, los alojó en las butacas importantes junto a los fantasmas de alcurnia, les invitó pan y café caliente, con chorrito de alcohol para quien lo prefiriera. Los trató como a hermanos. En medio de la desgracia se consolaron mutuamente en el calor del recinto.
De súbito, Ranulfo los dejó solos, fue a la zona de camerinos, prendió luces de ensayo y ante los ojos sorprendidos de los concurrentes se presentó convertido en Otelo: “Soy un moro al servicio de la República”, les dijo, y continuó: “Les voy a presentar ahora la desgraciada y heroica historia de mi vida. Preparen sus lágrimas, que esta noche lloverán en este teatro en mayor cantidad de lo que llueven afuera gotas de agua”. Se sintió arrebatado al declamar esta presentación ideada por él al puro estilo shakesperiano; se tardó días en lograrla después de muchos intentos y borrones, pidiendo asesoría a su hija, incluso. Acto seguido comenzó a deshilvanar la tragedia del moro tomando pedazos del texto original, improvisando otros, remendando sus recuerdos vívidos de la trama en una síntesis sorprendente y digna de reconocer. Su selecto público, sin convenciones ni formalismos, reaccionaba con aplausos escandalosos y lágrimas de emoción, como niños festejados en una fiesta imposible. Los fantasmas, silenciosos, también lanzaban vivas desde sus asientos. En cuestión de veinticinco gloriosos minutos, en los que entraba y salía del escenario representando hasta dos o tres personajes a la vez, a los que vestía con algún aditamento simbólico y haciendo un juego de voces difícil de imaginar antes en él, llegó hasta la escena final de la historia: “Oídme una palabra, nada más, y luego os iréis. He servido bien y realmente a la República, y ella lo sabe, pero…” Las palabras se deslizaban desde su boca chocando de tal modo en las paredes y en todos los asistentes y ausentes, que los vivos presentes podrían jurar, si ahora estuvieran para hacerlo, que el teatro estaba lleno de presencias plenas de energía; que al menos dos rayos de la tormenta furiosa cayeron sobre el techo del edificio; que la sombra de una hermosa dama cruzó el escenario de lado a lado, detrás de Otelo encarnado en Ranulfo. Tal vez fuera hipnosis colectiva, o magia inexplicable como muchas que ocurren, o simplemente un delirio de tantos.
Y continuaba: “Decid que he sido un desdichado: que amé sin discreción y con furor, que aunque tardo en recelar, me dejé arrastrar como loco por la corriente de los celos…” Era la apoteosis de nuestro hombre, su corazón estaba a punto de estallar por una emoción que venía corriendo en sus venas desde muy atrás en el tiempo, y que ahora manaba como fuente imperial: “Decid que mis ojos, que antes no lloraban nunca, han destilado luego largo caudal de lágrimas, como destilan su balsámico jugo los árboles de Arabia…”
Al momento de recitar las últimas palabras: “…agarré del cuello a aquel perro infiel y le maté así”, sacó de sus ropas una daga. Con la mayor verosimilitud, simuló clavarla en su pecho pasándola por debajo de la axila izquierda. Cayó pesadamente disfrutando el dolor final de la historia, curándose de la vida, de paso, y aliviándose con la muerte, porque su corazón no pudo resistir tanta vehemencia; se detuvo también al morir Otelo. Por esta noche, al menos, murieron juntos. Otelo despertará mañana; Ranulfo, no lo hará más.
Los miembros del improvisado público, algunos sollozantes, aplaudieron de pie, como si estuvieran acostumbrados a este gesto de cortesía para el artista. No sabían que aplaudían por la representación de toda una vida. Lo sospecharon un minuto después, al notar que el actor no se ponía de pie. Uno de ellos se acercó y les confirmó lo que temían: la estrella de la noche ya no respiraba.
Cinco de ellos, sacudiéndose la emoción del cuerpo, buscaron la salida sin querer saber más. Otros tres lanzaron en murmullos una plegaria; después de santiguarse, también partieron. Los tres restantes subieron al escenario. Palpitantes, acomodaron el cuerpo de Ranulfo justo en el centro, colocaron sus manos sobre el pecho y cerraron sus ojos. Cada uno rezó lo que pudo o lo que supo y se marcharon, conmovidos por el recién nacido afecto hacia su inesperado amigo, quien partió de este mundo con un extraño semblante de paz en el rostro, modelado en los instantes siguientes a su teatral muerte.
Su hija lo sepultó con humildes honores acompañada de sus hijos, unos cuantos vecinos, los empleados del teatro y los fantasmas fieles que abandonaron las sombras para dar la bienvenida a Ranulfo en el cementerio.
Se dio a conocer la vacante para el puesto de velador. La demanda fue tal que para el tercer día había uno nuevo. El puesto vacante de fantasma en el asiento número seis de la segunda fila, fue ocupado por Ranulfo.❧
0