Miscelánea

Marisa Mendoza Cahuantzi: en pie de lucha

img_0689Marisa Mendoza sostiene una foto de su esposo. Fotografía de Paula Mónaco

Como un apéndice elemental de Procesos de la noche (Almadía, 2018), crónica que narra la odisea judicial que la familia de Julio César Mondragón –estudiante de Ayotzinapa– tuvo que emprender para poder esclarecer la verdad sobre su asesinato, este texto inédito muestra, a modo de semblanza, el pasado y el presente de Marisa Mendoza, madre, maestra y viuda de Julio, cuyo amor y valentía son claves para mantener viva la lucha por la justicia.      


 

Sueños de niña

Marisa Mendoza nació en el municipio Contla de Juan Cuamatzi, Tlaxcala; aunque no es una zona rural, hay muchas áreas verdes y aire limpio. Es la cuarta de cinco hermanas. De niña jugaba a la escuelita: ella era la maestra y sus vecinas, las alumnas; una pared hacía las veces de pizarrón y en sus cuadernos viejos estaban los apuntes que Mari calificaba, sintiéndose grande en un cuerpo pequeño. En primer año de primaria tuvo una maestra, Margarita Zempoalteca, que la apoyó mucho, desde entonces su sueño fue ser como ella: ayudar a los niños que lo necesitaran con la paciencia que ella le enseñó.

Cuando estaba en el último año de la preparatoria, algunas compañeras fueron a invitarlas a estudiar en la Escuela Normal Rural “Lic. Benito Juárez”, de Panotla. Cuando escuchó que era un internado y por eso no iba a pagar colegiatura ni inscripción, y por el contrario la iban a apoyar con uniformes y comida, decidió entrar ahí. Así podría ayudar a sus padres, que entonces tenían que pagar la educación de sus cuatro hermanas. Al principio su mamá no estuvo de acuerdo, porque había escuchado rumores de las actividades que realizaban en esa escuela y no quería estar preocupada por su hija. Pero Mari les dijo que ésa era su decisión y les pidió apoyo; así fue como los dos la acompañaron a sacar su ficha para comenzar el proceso. Marisa estudió en la normal de 2008 a 2012.

Durante el propedéutico tuvo que realizar, junto con el resto de sus compañeras, trabajo en el campo; lo cual para ella no era nuevo pues algunas veces había acompañado a sus padres que tienen un pequeño sembradío de maíz para consumo personal. Recuerda que por falta de costumbre, a veces se le hacía pesado, pero ahora le da risa pensar en ello. Marisa piensa que vivir en la normal fue la mejor etapa de su vida, porque gracias a eso es quien es: una maestra rural que ama su profesión. Durante su estancia en Panotla conoció a compañeras, amigas que se volvían como madres cuando se cuidaban unas a otras en la enfermedad; buscaban la manera de ayudarse para sanar. También eran como hermanas: muy solidarias. Recuerda que pudo conocer muchos estados de la república: Zacatecas, Aguascalientes, Jalisco, Michoacán, Estado de México, Morelos, Guerrero, Oaxaca, Puebla, donde hay una Normal Rural, pues cada vez que una escuela tenía algún problema iban a apoyarlos, ya sea con marchas o con su presencia. Marisa estudió danza regional; se acuerda con cariño a un maestro que, para corregirlas, les decía “fíjate, calabaza”, se ríe con sólo pensar en eso. Gracias a su participación en el grupo de danza pudo viajar a las normales para participar en los aniversarios de cada escuela, cosa que les permitía conocer a otros normalistas y hacer amistad con ellos. Iban de un lugar a otro pidiendo raid, pues no contaban con recursos. Marisa recuerda esa experiencia con cariño, pues a pesar de que era una situación de riesgo, fueron momentos muy divertidos y conoció gente buena que la ayudó. El último baile al que asistió fue al de la normal de Tenería en el Estado de México, donde conoció a Julio César Mondragón. En ese momento no le dio mucha importancia, porque Julio estaba un poco tomado y parecía “medio fresa”.

En 2012, Marisa estaba preparando su documento de titulación, así que hizo su registro para participar en el examen de oposición para el concurso de plazas docentes en la Ciudad de México, donde había 2500 plazas disponibles, porque en Tlaxcala sólo había 10. Pensó que en la capital tendría más oportunidad. Marisa se mudó a la CDMX en agosto de 2012, una amiga también profesora le ofreció su casa, mientras se acomodaba. Cuando le pagaron su primera quincena, se organizó con otra amiga y entre la dos rentaron un cuarto; vivieron juntas por un año y medio. Entre las dos hicieron una lista de 21 lugares para conocer, pero sólo pudieron ir a quince. Mari espera completar su lista en compañía de su hija y conocer juntas Six Flags y Valle de Bravo.

Aunque a Julio lo conoció desde 2012, fue hasta 2013 cuando él la contactó por Facebook. Al principio no parecía ser nada serio, pero con el paso de las semanas los sentimientos entre ellos se hicieron más fuertes. A Marisa la enamoró la forma de hablar de Julio y a él, todos sus detalles y su alegría. Julio no fue su primer amor, pero es su amor inolvidable porque con él vivió y sintió como esposa, amiga y madre. Empezaron a vivir juntos, a compartir sus días, a planear sus sueños, a enfrentar la vida juntos, a decirse palabras bellas, a mirarse y aceptarse tal como eran. Su objetivo era formar una familia: además de Melisa, esperaban tener otros dos nenes.

 

En cinco días todo el dolor

En septiembre de 2014, Marisa estaba en Tlaxcala, cumpliendo la cuarentena por el nacimiento de su hija. El viernes 26 por la mañana y parte de la tarde se estuvo mensajeando con Julio por WhatsApp. Al otro día, al no saber nada de su esposo ni de lo que había sucedido en Iguala, Mari entró al Facebook y lo primero que vio fue la imagen de un chico con playera roja y jeans negros como los de Julio. La fotografía había sido compartida por la cuenta de la Coordinación de Egresados de Ayotzinapa. Fue ella quien dio aviso a Lenin, hermano de Julio, y éste a su vez al resto de la familia Mondragón. Eso fue el sábado 27.

Marisa y su madre tomaron un autobús de Contla a la terminal de Tlaxcala y de ahí a la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente, en la Ciudad de México. Pasaron a la casa donde vivía con Julio sólo para comprobar que la playera roja y la bufanda no estaban ahí, por lo que abordaron de inmediato otro autobús para Chilpancingo y de ahí se fueron a la normal de Ayotzinapa. Llegaron a la escuela el 28 de julio. Marisa, en medio de todo, pensaba en su hija a quien tuvo que dejar encargada con su hermana Olivia, pues la bebé tenía reflujo y no quería someterla a todo el proceso que viviría.

En la normal les dijeron que habían identificado al Chilango, apodo de Julio, como el de la fotografía, y llevaron a Marisa y a su mamá al Servicio Médico Forense de Chilpancingo para reconocer y recoger el cuerpo. Ahí estuvieron siete horas con los trámites de costumbre. Marisa y su mamá entraron a identificar el cuerpo de Julio, ellas lo vieron antes de que su rostro fuera vendado para el velorio; Marisa reconoció las cicatrices en el codo de su esposo; en ese momento fue cuando le prometió que buscaría justicia. Horas más tarde llegaron el tío de Julio, Cuitláhuac, junto con su esposa, y la pareja de Afrodita Mondragón; sólo el tío entró a ver el cuerpo de su sobrino, pero pidió que no le descubrieran el rostro. De la SEMEFO los mandaron a la funeraria, también en Chilpancingo, y de ahí salieron a la 1:30 de la madrugada del lunes 29 de septiembre. En la carroza que llevaba el cuerpo de Julio iban Marisa y su mamá; un carro atrás la familia Mondragón los seguía. Llegaron a San Miguel Tecomatlán, Estado de México, a las 3:30 de la madrugada del mismo lunes.

En el velorio, Marisa sintió que la vida se le terminaba. No quería comer ni beber agua; sólo quería estar junto al cuerpo de Julio. Sola con él. Mientras las personas cantaban y rezaban ella lloraba por todos los recuerdos. En algún momento, se puso a revisar la maleta que le habían entregado en la normal con las pertenencias de su esposo: tenía la esperanza de encontrar algo que él le hubiera dejado escrito o algo que la hiciera sentir menos sin él. No encontró nada. Sólo había un par de peluches, regalo de ella un 14 de febrero como símbolo de lo que sería su familia,

Marissa Mendoza pidiendo justicia en el cumpleaños de Julio César
¿Volver a la vida normal?

Después de que terminó su cuarentena por el parto de Melisa, Marisa se reincorporó a su trabajo como profesora en dos escuelas de la Ciudad de México: una en el Ajusco y otra cerca de Santa Fe. La ejecución de Julio la dejó sin su compañero amoroso y sin un padre para su hija; a cambio le dejó mucho enojo. Ése fue el principal cambio en su carácter: recuerda que se peleaba con todos sin razón alguna; se alejó de muchos de sus amigos en esos primeros meses de duelo. Quienes recibieron la mayor parte de los efectos de su coraje fueron sus padres y su hermana Olivia, que vivía con ella. Su familia también ha sido su principal apoyo en todo el proceso. No menos doloroso fue cuando su sensibilidad le hacía perder la paciencia con sus alumnos y llegaba a gritarles, lo cual generó reclamos de las madres.

Marisa se sentía como una vela que se apaga. No se arreglaba, ni le importaba verse bien, casi desaparece su sonrisa. Con el paso de los meses aprendió a ofrecer disculpas, cuando sin querer hería a alguien cercano, aprendió a hablar con las personas sobre las cosas que no le gustaban. Por suerte en todo ese tiempo, ha encontrado personas que la han acompañado y le han ayudado a fortalecerse, a levantarse, a encontrar el amor que hay en ella para dárselo a su hija. A causa de sus dos trabajos, Marisa no podía cuidar a Melisa, entonces decidió dejarla al cuidado de su mamá. Para doña Micaela, cuidar de su nieta no sólo era una ayuda para su hija, sino parte de una promesa que le hizo a Julio mientras lo velaban.

También la gente a su alrededor cambió su trato hacia ella: oscilaban entre el miedo y la lástima. Su casero, por ejemplo, cuando supo lo que había pasado con Julio, pensó que era peligroso que ella fuera su inquilina, así que la corría y luego se arrepentía, hasta que un día no se arrepintió. Mari tuvo que buscar otro lugar para vivir. Aunque sus compañeros de trabajo la apoyaron, Marisa también recuerda con disgusto que se referían a ella como “pobrecita” o “la viuda” o que hablaban de ella compadeciéndose. Tuvo que lidiar con la necesidad de acudir a distintos espacios para dar su testimonio porque de ello dependía que el caso no cayera en el olvido y soportar, al mismo tiempo, que la gente la escuchara con lástima. Incluso llegó a sentir que algunas personas se acercaron con morbo atraídas por la forma en que murió Julio.

Aunque nunca espero hacerlo, tuvo que dar varias entrevistas, sobre todo cuando los hechos de Iguala eran recientes. Estas experiencias la llevaron a vencer sus nervios o a olvidarse de la pena que le daba llorar porque simplemente no podía contenerse. Pero de todas las personas que la contactaron en esos primeros días, las autoridades fueron las peores: el entonces gobernador de Guerrero le ofreció 10 mil pesos como compensación por la muerte de su esposo. Rechazó ese dinero.

Marisa enseñaba a leer a los niños con un alfabeto que Julio había dibujado: era una manera de sentirlo cerca. Trataba de no faltar a clases, por ello pedía que las citas para cuestiones jurídicas fueran después de las 6:30; cuando no se podía tuvo el apoyo de sus autoridades para faltar. Aun así no le gustaba ausentarse, porque eso afectaba a los niños. Sin embargo, hubo temporadas en que faltó hasta dos veces por semana, entonces decidió hablar con los padres para explicarles cuál era su situación y la razón por la que faltaba. Les pidió comprensión.

Todo el amor en una promesa

Marisa prometió a Julio que buscaría justicia cuando vio su cuerpo en el SEMEFO de Chilpancingo; luego se lo volvió a decir, cerca del ataúd, cuando lo bajaron a la fosa en el panteón de San Miguel Tecomatlán. Le prometió que no descansaría hasta que los responsables pagaran por lo que le habían hecho. Naturalmente, no tenía idea de todo lo que esa promesa implicaba, sólo lo dijo porque era la única manera que tenía de demostrar cuánto amaba a Julio. ¿Quién podría saber todo lo que se necesita en México para que la palabra justicia se haga realidad? A pesar de ello, sabiendo ahora todo lo que cuesta, Marisa volvería a prometer justicia porque cree que Julio habría hecho lo mismo.

Y la justicia, ¿cómo?

En el proceso jurídico, necesario para encontrar justicia, la abogada Sayuri Herrera ha sido una persona fundamental. Desde que la conoció, Marisa supo que sería alguien especial en su vida, pues lleva el segundo nombre de su hija. Gracias a la labor de Herrera Román, se pudo suplir la carencia de atención de parte de instituciones que apoyan la defensa de derechos humanos. Al tiempo que la abogada comenzó a coadyuvar en el caso, se formó el colectivo “El Rostro de Julio” que ha brindado acompañamiento y ayuda al caso y a Marisa.

La exhumación del cuerpo de Julio fue el primer paso de este camino en busca de verdad y justicia, pues la primera necropsia estuvo mal hecha. Marisa dio su consentimiento ante el juez de Iguala, porque muy en el fondo tenía la esperanza de haberse equivocado al reconocer ese cuerpo en Chilpancingo. Pidió todas las pruebas de identificación para comprobar que ése era Julio. También tenía miedo de que se hubieran robado el cuerpo, pues en el juzgado donde levantaron el acta, así como en el SEMEFO, le habían dicho que corrían peligro de que se los quitaran para borrar toda evidencia. Aunque todo este proceso reavivó el dolor por la muerte de Julio, el momento más duro fue el día de la reinhumación, cuando Marisa tocó el cuerpo frío de esa persona que en otro momento la había abrazado cálidamente y le decía: “Te amo, Mari”.

Mural en honor a Julio César Mondragón, Fotografía de Octaviusmex
Su presente

Antes de que Julio muriera, tenían planes de comprarse un auto. Marisa pudo hacerlo a principios de 2015, todavía no acaba de pagarlo. Fue una necesidad para trasladarse a sus dos trabajos, para ir a Tecomatlán, a Guerrero y sobre todo a Tlaxcala para ver a su hija cada fin de semana.

Cuando Julio le hizo falta, trató de traerlo de vuelta escuchando la música que a él le gustaba. También le pone a su hija una canción de C-kan que Julio dejó grabada en su teléfono para Melisa. Poco a poco se dio cuenta de que ya no podría vivir en la Ciudad de México, como lo había planeado con su esposo; así que decidió cambiarse a Tlaxcala, a casa de sus padres, donde finalmente estaría con su hija y podría compartir con ella sus gustos, como ver Toy Story, Buscando a Nemo, Peppa Pig o El chavo del 8. Ahora su plan es darle el amor que no le pudo dar cuando era bebé.

Aunque Meli es pequeña y no puede comprender la situación, extraña a su padre. La nena sabe que su papá se llama Julio César Mondragón Fontes y que está con Dios. A Marisa le preocupa mucho que cuando su hija pueda entrar a internet vea las fotos de cuando encontraron a Julio muerto. Pero, por ahora, lo más importante es crecer junto a ella; formar un hogar entre las dos. Sabe que tiene que ser madre y padre para ella. No descarta la posibilidad de tener una pareja que la acompañe, pero planea someterse a un tratamiento de inseminación artificial para tener un segundo bebé y darle un hermanito a su hija. Marisa trabaja para poder tener una casa en la que vivir con su hija; también espera estudiar otra licenciatura, tal vez criminalística, tal vez derecho. Mientras eso sucede sigue trabajando como profesora y quiere promocionarse para ser directora de una escuela. Marisa sigue soñando, aunque sus sueños son muy distintos.

 

Esperar en Julio

En una ocasión Julio levantó un colibrí muerto y su amigo “Peluchín” le tomó una fotografía, que luego el joven normalista compartió con Marisa. A él le gustaban mucho esas pequeñas aves. Cada que se cumple un aniversario de la muerte de Julio, un colibrí visita a Meli: se para en un árbol que está en casa de sus abuelos. A Mari también se le aparecen, como la vez en que iba a una reunión en la PGR y un colibrí tocó el cristal de la ventana del autobús. Eso significa para ella que Julio está con ellas, que Julio la sigue acompañando. Por eso siempre espera en Dios y en Julio para cumplir su promesa y sus sueños. ❧

 

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