Con motivo de los 50 años de la publicación de la novela La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, Luis Ronces repasa los principales valores narrativos de esta ópera prima que catapultó al autor argentino como un vanguardista; de manera paralela, evoca los lugares de Cuernavaca en los que Puig vivió sus últimos días.
La cuarta pared se ha caído. Hoy en día, la línea imaginaria que divide la pantalla de la realidad es más tenue que nunca, y como los habitantes de Coronel Vallejos –pueblo argentino donde se desarrolla La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig– podemos vernos inmersos en un mundo ficticio tan seductor, que resulta ser el mejor escondite; el escape ideal de una realidad que se desmorona.
La novela publicada en el 68, que en realidad surgió de un intento de guión cinematográfico, narra precisamente la historia de un niño obsesionado con esta perfección fílmica, y de su madre, cautiva en el mismo espejismo, cuyas vidas conocemos mediante familiares y vecinos con carencias similares.
La vida periférica de Vallejos guarda cierta similitud con el día a día en Cuernavaca, ciudad donde Puig vivió sus últimos días. Mientras camino por la calle Guerrero, donde se encontraba el café La Parroquia, el preferido de Manuel, observo a las mujeres que deambulan por los largos pasillos ahora abarrotados de tiendas de ropa, cosméticos y demás artículos para el cuidado personal, prestando especial atención a sus expresiones llenas de regocijo.
No puedo evitar preguntarme: ¿qué habría pasado si la novela se hubiese publicado hoy y no hace cincuenta años?, ¿qué tanta contundencia tendría la fantasía en la que viven Toto, Mita, Delia, Choli y los demás personajes de la novela? Definitivamente mucha. Pienso que incluso ahora sería posible comprar la línea de cosméticos de Rita Hayworth con un solo clic, y seguir su día a día en redes sociales que fungen como un vistazo inmediato a la cotidianidad de las celebridades; sería aún más fácil profundizar en la ilusión de una vida dentro de la pantalla.
Además de esta vigencia otorgada por nuestro modo de vida, la novela respira actualidad también por una innovación narrativa que hasta estos días continúa sorprendiendo y atrapando a lectores de nuevas generaciones. Tal como Italo Calvino lo expone en sus Seis propuestas para el próximo milenio, novelas como la de Puig sobreviven ante audiencias completamente distintas por su vanguardia que ofrece levedad, rapidez, multiplicidad y sobre todo visibilidad con imágenes que se proyectan desde la intimidad de los personajes.
Con capítulos donde nos obliga a imaginar el diálogo vacío de una conversación, donde nos sitúa como voyeristas a escuchar una charla dentro de la cocina, o donde leemos cartas tan catárticas que nunca serán enviadas, Manuel Puig nos cuenta una historia entrañable y simple a la vez, cobijada por una estructura narrativa disruptiva que resultó ser la mejor tarjeta de presentación para augurar su predilecta carrera literaria.
La traición de Rita Hayworth tuvo un destino completamente divergente al que posiblemente se imaginó durante su concepción. En la entrevista con Joaquín Soler Serrano para el programa A Fondo, Manuel Puig asegura que durante la época en la que estaba terminándose la obra no tenía ni un solo contacto con el mundo de la literatura, y por ende, no podía prever su prodigioso resultado.
Recorro la avenida Palmira, y me es imposible no vincular esta historia con la inagotable presencia de Tamara de Lempicka, precursora del Art deco, que también pasó sus últimos días en Cuernavaca y que proyectaba tanto en su estilo de vida como en sus pinturas, el glamour inalcanzable que Manuel y sus personajes siempre anhelaron. Una de sus piezas incluso se convirtió en la portada de Boquitas pintadas, la segunda novela del autor.
Recorro las calles de la capital morelense mientras, al mismo tiempo, deambulo por las páginas del libro, descubriendo con agrado cómo Puig retrata, en capítulos con personalidad propia, el eterno anhelo por el amor que se disfraza de los cánones de una sociedad limitada por creencias tan efímeras como la inalcanzable belleza de Hollywood. Mujeres como Mita, Esther, Delia, Choli, e incluso el mismo Toto, proyectan desde sus puntos más vulnerables la constante búsqueda por un complemento ante sus profundos vacíos emocionales; la compañía incondicional de una persona que les brinde un amor idealizado, que parecen nunca poder alcanzar.
Y eso es justamente lo que une a la novela con el autor; una de las razones por las que la historia parece leerse desde una sinceridad cruda y poderosa. En su artículo para La Nación1Tomás Eloy Martínez, “La muerte no es un adiós”, La Nación, 1997, p. 9., escrito como conmemoración de la muerte de Puig, Tomás Eloy Martínez recuerda un comentario de Manuel que pareciera uno más de los diálogos de las mujeres de Vallejos en La traición de Rita Hayworth: “si pudiera, cambiaría todo lo que voy a escribir en la vida por la felicidad de esperar a mi hombre en el zaguán de la casa, con los rulos hechos, bien maquillada y con la comida lista. Mi sueño es un amor puro, pero ya ves, estoy condenada a los amores impuros”.
Habiendo compartido esos pensamientos en el ocaso de su vida, se entiende cómo, durante muchos años, ese anhelo inalcanzable permeó su obra con personajes que hablan desde su voz interior y dicen todas esas cosas que rondaban constantemente su cabeza. “Tal vez yo esté idealizando demasiado, todas las mujeres casadas se quejan de la vida que llevan, pero yo, como de costumbre, no puedo decir nada, porque no sé cómo sería vivir al lado de un hombre para toda la vida. Me moriré sin saber nada de la vida”, asegura Herminia –otra de las mujeres de Vallejos–.
Si bien su éxito tal vez se basó en la innovación literaria, o en la auténtica sinceridad o incluso en la capacidad de convertirse en un espejo atemporal del entorno, lo cierto es que La traición de Rita Hayworth continúa creando empatía a medio siglo de su publicación y tiene una relevancia indiscutible, pues todavía refleja la manera en la que muchas personas persiguen metas impuestas por la sociedad que los rodea, dejando vacíos más grandes en ellos al fallar constantemente en el intento por alcanzarlas.
Mi recorrido, que sigue los pasos de Manuel por la ciudad, concluye en las empedradas y pacíficas calles de la colonia Delicias; Cuernavaca se distingue por la afabilidad con la que trata a sus transeúntes en recorridos como éste, en los que se buscan respuestas mientras se respira el aire puro de sus brisas pasajeras, bajo un clima ideal que no sofoca ni congela.
Me detengo enfrente del 210 de la calle Orquídea, lugar donde pasó sus últimos días el escritor argentino que más me ha marcado en las últimas semanas, con una obra que inspira el anhelo de una carrera predilecta como la suya. El terreno está en ruinas; la barda original ha sido demolida y ahora puede verse hacia dentro una planicie con pocos árboles sobrevivientes y montones de tierra que son removidos por máquinas de construcción.
De la mansión alguna vez imaginada por él no queda nada, pero el libro que cargo en la mano, mientras observo como intruso a la distancia, es probablemente una herencia mucho más duradera. ❧
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