Miscelánea

La democracia radical de Douglas Lummis

LummisDouglas Lummis en una conferencia de prensa frente la embajada de los EE. UU. en Corea del Sur

De las palabras políticas existentes no cabe duda de que democracia es una de las que más cruelmente se ha abusado. Pero, ¿podemos definir lo que es en realidad? Quizá, para hacerlo, se deba comenzar por lo contrario, por precisar lo que no es, como lo hace Douglas Lummis. Las interesantes ideas de este escritor estadounidense son más que pertinentes para retomar la discusión del número pasado de Voz de la tribu y, de manera crítica, dar pie a la resignificación de una palabra que, en el contexto social mexicano, ha perdido casi todo su valor.


Tuve el privilegio de conocer a Douglas Lummis hace 10 años, cuando preparábamos, junto con otros 14 amigos, el Diccionario del desarrollo. Democracia radical es un libro que su autor ya meditaba en esa lejana época. Por lo tanto, sospecho que se trata de un Lebenswerk, del (qué gran cosa) itinerario intelectual de mi amigo. El que, a pesar de este largo tiempo de maduración, el libro sea corto (160 páginas, más notas e índice) es un mérito más del autor. Es corto, pero denso y tenso, como el tema que trata.

¿La democracia “aún” un ideal movilizador? ¿Pertenece al pasado o al porvenir? ¿O acaso al presente? Más sencillo: ¿“todavía” es posible? Lummis, quien fue estudiante de la flower generation en Berkeley, recuerda que en los debates políticos de los setenta y hasta de los ochenta, los demócratas se veían relegados a un poco confortable punto intermedio entre los liberales de izquierda y los marxistas que solían colocarse a la “izquierda” de la democracia, como representantes de un movimiento más “radical”. En aquellos tiempos, la palabra democracia parecía representar el papel de puta en el lenguaje político1P. 14.. Se adecuaba a todos los adjetivos imaginables: democracia representativa, popular, o autoritaria… o “democrática”, democracia liberal, democracia socialista, democracia dirigida del liberalismo social, democracia americana, la democracia del “mundo libre”, democracia librecambista. Quien mucho abarca poco aprieta: al querer ser todo, la palabra democracia ya no quería decir nada. Sin embargo, “mientras Georges Bush proclamaba que la democracia había triunfado durante su administración, otros elaboraban o redescubrían una noción de democracia capaz de servir de base a una crítica, no sólo de las políticas de Reagan o de Bush, sino también del marco ideológico que estos compartían con sus oponentes liberales. A mediados de los ochenta, el discurso sobre la democracia empezó, por primera vez en años, a volverse interesante. Este libro es una contribución a este discurso”2P. 10..

Lummis es actualmente profesor en el Colegio Tsuda de Tokio y colaborador regular de AMPO, una revista cercana a los movimientos sociales del Cercano Oriente. Vive en Japón desde hace más de 20 años; mientras trabajamos juntos provocaba nuestra administración por sus largas conversaciones telefónicas en japonés vernáculo con su familia.

Sus intereses políticos lo llevaron a seguir de cerca la Revolución del Poder de la Gente de Filipinas, que logró derrocar a Ferdinand Marcos en 1986. La experiencia filipina es el “caso de referencia” de Lummis, pero éste tiene la grandeza de dejar que se transparente lo mucho que su pensamiento ha sido influido por los intelectuales filipinos. Comenta que uno de ellos, después de la victoria electoral de Corazón Aquino, le dijo: “Necesitamos repensar otra vez toda la cuestión de la democracia”. Junto con sus amigos izquierdistas había querido boicotear las elecciones por la razón aparentemente lógica de “que no se puede derrocar a un dictador mediante una elección democrática”3P. 14.. La acción del pueblo filipino que derrocó al dictador mediante elecciones se apegó a esta “ley de la historia”. El politólogo filipino que Lummis cita había entendido que, en tales casos, la realidad debe invitar a repensar la teoría, no lo contrario.

La palabra “democracia” se ha usado para justificar la revolución y la contrarrevolución, el terror y la mediocridad. Ya que calificar a un régimen de democrático vale como cumplido, Lummis recuerda el aforismo de Georges Orwell, según el cual los partidarios de los diversos regímenes se oponen a que el término sea definido claramente porque saben que si lo fuera tendrían que dejar de llamarse demócratas. En una primera aproximación, Democracia radical recoge la voz de los que, como el Movimiento del Pueblo de Filipinas, tratan, en práctica y en palabras, de replantear la cuestión de la democracia en forma radical, es decir, desde las raíces. Se trata de una rehabilitación difícil (es decir, de una devolución de credibilidad), pues la palabra democracia ha sido tan vendida y comprada, tan robada, como el concepto al cual se refiere: el poder del pueblo. La democracia, advierte Lummis, no es todo, pero es algo. Se trata de rescatar este algo de las tautologías y de las “todologías” para que se deje de llamar democracia a lo que no lo es.

La democracia no puede ser el nombre de ningún arreglo particular de instituciones políticas y/o económicas: no es el voto ni la elección libre, aunque estas instituciones pueden apoyar el proyecto democrático, aun menos es el mercado libre, el “Espacio Económico Europeo” o el “Tratado de Libre Comercio”. La democracia no es un “sistema”, sino un proyecto histórico que la gente manifiesta luchando por él4P. 22.. La democracia radical es la lucha del pueblo por el “poder del pueblo”, no un aparato que pretende representar este poder. De ahí la impresión del lector de que, entre todos los conceptos políticos, la democracia es el más “corruptible”, el que más fácilmente se transforma en su contrario. La democracia sólo puede ser una re-creación jamás acabada. Es un intento, siempre, de reivindicación y una felicidad que, en palabras de los que la han experimentado, no se puede agotar en palabras:

(…) los que han tenido la suerte de involucrarse en movimientos democráticos verdaderamente radicales, y que han tomado una bocanada de lo que podría ser el poder del pueblo, no lo ven como un deber pardusco, sino como un gozo. La democracia radical es la aventura de humanos que crean, con sus propias manos, las condiciones de su libertad. Y es una aventura cuyo camino, en gran medida, aún queda por emprender5P. 19..

En este sentido, la democracia radical es la subversión, no permanente como debía ser la revolución, sino siempre posible en cualquier régimen, llámese o no “democrático”. Al respecto, Lummis subvierte aquella frase de Bismark, piedra de toque de cualquier Realpolitik: la política es el arte de lo posible. Radicalmente, esta frase, parece decir Lummis, es un pasaje que casi podría permanecer a la pluma del subcomandante Marcos: “En política radical, el arte de lo posible es el arte de extender el dominio de lo posible, el arte de crear lo posible a partir de lo imposible”6P. 157..

Sheldon Wolin sugiere que la democracia debería considerarse como “un momento político, quizá el más político, en el cual lo político es recordado y (re)creado” y, al mismo tiempo, “un modo de ser condicionado por una amarga experiencia y con precarias perspectivas de éxito, pero que sigue siendo una posibilidad abierta mientras se mantenga vivo el recuerdo de lo político”7Cfr., nota 2..

Una paradoja atañe a la democracia radical: ésta puede florecer bajo la opresión y perecer estar bajo un régimen “democrático”. Por ejemplo, en Filipinas hubo más libertad concreta (igual a libertades tomadas) en los últimos tiempos de Ferdinando Marcos que ahora, 11 años después. De ahí la sospecha de que la democracia no es más, quizá, que la eterna fugitiva de la historia política: instituciones nominalmente democráticas pueden ahuyentarla, mientras que una dictadura en proceso de dislocación puede temporalmente nutrir la lucha y el proyecto historio que la inspira.

Se podría argüir –¿pero acaso somos maestros del tiempo y de sus estaciones?– que Lummis, sobre todo en su conclusión, elabora demasiado sobre el tema del carácter fugitivo o fugaz de la democracia: la democracia es una primavera, una estación, inevitablemente seguida por otra, la del invierno. No busquemos demasiado lejos la fuente de estas metáforas climatológicas: quien las puso en circulación fue Thomas Hobbes. Hobbes creía en un “invierno natural” de la sociedad, que llamaba “la guerra de cada uno con todos”, y deletreaba la vieja ortografía warre, que es para la sociedad lo que el mal tiempo es para el clima: una “disposición general a la violencia”, una expectativa “realista”: el otro, que acabo de encontrar, me agredirá si no lo ataco primero. Por cierto que Hobbes no creía en un primavera política. Su respuesta era el leviatán: la deposición de la autonomía de cada uno a los pies del Estado, cuya “violencia legítima” mantendrá cierta paz social. Lummis, que no cree en Hobbes, y que quiere sacudir su siniestra herencia de la reflexión política, no propone una versión realista, ni sentimental, ni desesperada ni cínica del contrato social, sino la “fe democrática”, una virtud que consiste en atreverse a confiar en el otro sin tener la entera seguridad de ser correspondido. Habrá estaciones desesperadas, inviernos en los cuales “el mundo brutal” aparecerá desmentir nuestra fe y primaveras que cumplirán nuestra esperanza.

Más allá quizá de su “climatología política”, tengo un reproche que hacer a Lummis. No parece percibir algo que se empieza a concebir claramente en México, en parte gracias a los zapatistas y a su decisión de no buscar jamás el poder: cierta negatividad inherente a cualquier poder. Si bien es cierto que todo poder político emana de la gente y no tiene otro origen, el poder robado no es una simple acumulación de los poderes generados. Su esencia negativa estriba en que atañe a un poder negado, a una negación de poder. Illich ha hecho una demostración paralela respecto al valor económico: algo precede históricamente al valor económico: el desvalor, es decir, la parálisis de las capacidades de autonomía que los valores económicos podrán llegar a suplir como muletas. Por esto –como lo demuestra claramente Lummis en su segundo capítulo– el desarrollo es el principal enemigo de la democracia, lo cual desmiente las pretensiones “democráticas” de todas las “alianzas para el progreso” –empezando por el TLC– y de todos los seudodemocráticos planes del Banco Mundial. Bajo la sombra del desvalor –que precede a todo valor económico– la economía deja de ser lo que era para Aristóteles: la autogestión de la propia casa, y se vuelve su contrario: la administración de la sociedad por la “ley del hierro” de la escasez. El desarrollo es la negación de la democracia, es la imposición del desvalor, en lo económico como en lo político.

Un “despoder”, un despojo de poder análogo al desvalor, precede necesariamente a la instauración de cualquier poder político. No podemos escapar a lo político, pero “la amarga memoria política” debe registrar esta negatividad. Si bien se puede discutir si toda política implica o no una voluntad de toma del poder, lo incontestable es que toda voluntad política implica una toma de posición sobre el poder. Dicha toma de posición puede responder a la negatividad del poder por una negativa o una renuncia. La decisión de no tomar el poder será radicalmente democrática si tiende a reducir, para todos, la exposición a la negatividad del poder.

Lummis tiene razón en sacudir los mitos fundadores de su ciencia: la politología. Pero –de ahí mi reproche– no lo hace con suficiente radicalidad. La democracia ateniense del siglo V a. C. es uno de esos mitos. Empieza con una relocalización autoritaria, militar, de los habitantes de la región de Atenas por Clístenes en 506 a. C. Con ello, los atenienses (¿cuáles?) no descubren tanto la democracia como el poder esencialmente político, es decir, el poder que no se ejerce en las calles y en las casas, sino en consejos especializados y exclusivos, verdaderos clubes de hombres libres y nacidos atenienses. No se ha visto con bastante claridad que este poder político, aun cuando se llama democrático, presupone cierta parálisis previa (cierto “despoder” o desvalor) de las asociaciones “informales”. De esta negación de un principio de asociación libre da fe a la larga práctica del ostracismo, es decir, del destierro de todo ateniense que adquiera demasiada influencia fuera de los lugares exclusivamente consagrados a la política. Gustavo Esteva cuenta que en el estado de Oaxaca un gobernador de origen indio convocó a los indios a que le expresaran lo que esperaban de su gobierno. Éstos acudieron al lugar acordado y durante horas pronunciaron discursos en la decena de lenguas oaxaqueñas. Al final, un anciano se acercó a la tribuna y dijo en español: “Queremos que usted sea para nosotros como la sombra de un árbol”.

Limitar el poder político a que sea una sombrilla contra la negatividad de los poderes no es un rechazo anarquista de todo poder político. Es obligar al poder a autolimitarse para que podamos asociarnos libremente y practicar la virtud de la confianza mutua. Es reconocer que, como las lenguas de Oaxaca, todo el nosotros democrático se arraiga en un lugar concreto.

0
Leave a Comment