Kenia Velázquez –la escritora, la amiga, la madre– supo encontrar en sus letras un refugio en el que podía desprenderse de las inquietudes del tiempo. Quienes la conocieron, saben de la gran pasión que tenía por la literatura; durante varios años asistió al mítico taller de Francisco Rebolledo. Hoy la recordamos con cariño y, a modo de homenaje, compartimos un perfil breve hecho por Montserrat Ocampo Miranda y una selección de textos. Agradecemos a su hijo, el músico Kristos Lezama, por las facilidades para reproducirlos.
Cuando Kenia tenía siete años, se fue de Coahuila. Para entonces, poco recordaría de ese lugar “donde se arrastran las serpientes”, pero siempre añoraría el norte, como la idealización al sitio en el que nació: “ese clima, esa luna, esa cadencia verbal, me marcaron para toda la vida”. Fue justo durante la primera etapa de su infancia que los libros comenzaron a formar una vereda segura, al refugiarse bajo la cama con el Pequeño Larousse Ilustrado. Desde entonces, la literatura le mostró sus múltiples posibilidades, y le ofreció la entrada a mundos imaginarios, especies sorprendentes, y sueños transmutados en historias. Luego, vinieron otros tantos escritores más: Alcott, Dickens, Carroll, Curwood, Saroyan, Pearl Buck, entre otros. Entonces, el siguiente paso fue escribir, y escribir por montones. Los personajes de sus historias casi siempre eran mujeres; algunas de ellas con incertidumbres, otras tantas enfrentadas a las circunstancias de la vida y del destino; unas más, reafirmándose a sí mismas constantemente, pero las mejores mirándose en un espejo que devuelve un rostro distorsionado, a veces risible, a veces sorpresivo. Esa capacidad luminosa de ver, enfrentar y reírse de la tragedia, de lo dramático, de lo absolutamente indecible, era de Kenia. Buscar el absurdo incluso donde nadie más se atrevía, era un asunto presto para su creación. Había muchas cosas que le intrigaban, entre ellas el universo; más de una vez hablamos de ello. Kenia sí que creía que no estamos solos en esta vastedad de caos espacial. Por lo mismo, la vida era un goce, bifurcado en un misterio. Kenia solía sentarse en la silla que daba justo a la terraza del café, con algo para leer y un bolso de colores. Allí, levantando las cejas con las gafas elevadas, era muy difícil adivinar en lo que estaba pensando. Porque de verdad que era ingeniosa. Tanto así, que tuvo el astuto talento de escabullirse entre las hojas de los cuentos y unirse allá a las estrellas. Kenia, querida, te echaremos de menos, pero ten por seguro que tus historias prevalecerán entre todos los astros.
Montserrat Ocampo Miranda
A la memoria de Kenia Velázquez: amiga, escritora y mujer buena onda.
Justicia
Con mano temblorosa, Tencha tomó los billetes y entregó al bebé, sin atreverse a mirarlo por última vez. La rubia lo tomó como si estuviera hecho de azúcar, con una sonrisa beatífica y los ojos llenos de lágrimas. En seguida, las dos dieron media vuelta y salieron del baño del restaurant de la gasolinera sin dirigirse la palabra.
La rubia subió al auto en donde la esperaba su compañero, quien arrancó de inmediato la camioneta último modelo, tomando rumbo hacia la frontera norte.
Tencha cruzó la carretera y con paso inseguro se internó en el paisaje desértico, sin rumbo, con la cabeza hecha un hervidero de pensamientos deshilachados, como ráfagas inconclusas.
No regresó a su casa, temerosa de la reacción de Leobardo. Pensó en sus seis criaturas y el corazón le dolió, pero era mayor el miedo que su cariño por esos seres lloriqueantes, siempre hambrientos, que se le colgaban de la falda pidiendo, pidiendo siempre.
Leobardo hizo su parte. Esa misma tarde fue a la policía y denunció la desaparición de su esposa embarazada. La policía también hizo lo propio. Hallaron a Tencha escondida en casa de su hermana en Saltillo, y la regresaron a Matehuala, donde la refundieron en la cárcel, no sin antes sacarle toda la historia, que ocupó las primeras planas de los diarios locales; la bautizaron como “La Hiena de Matehuala”.
Los esposos fueron interceptados al tratar de cruzar la frontera en Nuevo Laredo. El bebé fue rescatado por una voluntaria del DIF municipal y devuelto a Matehuala con gran cobertura mediática.
En Omaha, Nebraska, la habitación preparada amorosamente por la mujer rubia se quedó esperando a su ocupante. La ropa, los juguetes, la hermosa cuna seguirían vacíos, quién sabe por cuánto tiempo más.
El bebé le fue entregado a Leobardo, apestoso a alcohol. Éste se lo pasó a Luisa, su hija de doce años, quien tomaría el lugar de Tencha de ahora en adelante. El bebé dormiría con ella en un colchón compartido con dos hermanos más.
La justicia triunfó.
Marzo, 2011
Ángel
Con gran cuidado, Ángel pasó el dorso de la mano sobre la tersa mejilla, apenas rozándola. No quería despertarla. El amor que profesaba a esa criatura de apenas tres años era tan intenso que el pecho le dolía. Desde el momento en que la vio por vez primera, apenas salida del vientre de su mujer, le entregó su alma. Todas las noches pasaba largos momentos contemplándola, con los ojos llenos de lágrimas.
Eso cuando estaba en casa, porque a veces se ausentaba durante varios días. En dos ocasiones fueron semanas. Y en otra, casi un año. Se atormentaba pensando en esas noches que debía estar lejos de su hogar. Extrañaba a su esposa, pero podía soportarlo. Sin embargo, no ver a la pequeña era peor que la muerte.
Al volver del trabajo, lo primero que hacía era lavarse las manos con mucho cuidado, varias veces. Luego la alzaba en sus brazos, la cubría de besos, le leía cuentos. Siempre llegaba cargando decenas de costosos juguetes, que llenaban la recámara infantil. Escucharla reír era para él lo más hermoso. Si sus compañeros hubieran visto cómo se comportaba con aquella criatura, se habrían quedado atónitos.
En su trabajo le iba cada vez mejor; sus superiores lo apreciaban. En la zona noroeste, “El Zurdo” –así lo conocían– era el sicario más feroz.
Mayo, 2011
Canto I
A Walt Whitman
Como mi hermano de la blanca barba y ojos azules, norteamericano,
Hoy escribo los cantos de mi soledad plena.
Hoy, veintinueve del mes nueve del año 2003,
Y a los casi sesenta años de edad,
Me embarco en el recuento del afuera hacia dentro.
Canto a mi alrededor,
A mi cielo,
A este tiempo del caos y la armonía,
De violencia y amor,
de santos violadores y monstruos compasivos.
Sentada justo en medio de la creación del hombre,
Rodeada de cemento,
de vidrio, de metales,
aún percibo lo frágil del corazón humano,
Lo huelo como un lobo que otea la distancia.
En la ciudad distinta, e igual a otras ciudades
he cavado la cueva donde tejo mi historia;
devano la memoria, hurgo en tiempos pasados
y con la tinta fluyen amigos y enemigos,
compañeros y cómplices del aro de la vida.
Amo el paisaje todo.
No importa que sea gris, que se ahogue en concreto.
La vida que lo puebla es lo que me interesa.
Los rostros, los andares, los sexos, las miradas,
la pintura polícroma que crean al desplazarse.
Ahí va la raza vieja, vestida de algodón.
Profetas arrugados, de dedos amarillos de tabaco y sueños legendarios.
Son los que se gestaron con la bomba,
cuando el orgullo asiático voló al soplido
del hocico blanco.
Los llaman locos.
Viven en casas viejas, llenas de
testimonios de otros sitios,
perfumadas con sándalo e inciensos,
con luces atenuadas por el humo del tabaco,
que vibran con danzones y cantos antiguos.
Su ropa multicolor ha sido bordada por mujeres oscuras,
y sus adornos son recuerdos milenarios
de nuestros primeros padres.
Adoradores de los libros,
los acarician como si fueran amuletos.
Allá en su tiempo sin edad se buscaron en todo,
en la India, en las playas, en la mota,
en el regazo de María Sabina.
Fueron al inframundo en busca de respuestas
y regresaron mudos, humildes, resignados.
Conocieron la lengua de la música,
y cuando entonaron un canto general
que atravesó los mares,
La Máquina se volvió contra ellos
marcándoles el rostro y el bolsillo.
Finalizó su tiempo.
El sueño terminó. Nació el cinismo.
Las flores en el pelo se les marchitaron.
Mas cuando creyeron que habían sucumbido,
les nacieron hijos.
Ahí viene la nueva raza
vestida con mezclilla y algodón.
Son los juanes bautistas
que anuncian iracundos y violentos
la llegada del tiempo.
Son los que se gestaron en la guerra,
cuando el orgullo blanco
hundió el hocico en el pantano asiático
y la humanidad toda atravesó el umbral
de la Era de Acuario.
Son los que, como sus padres, sin saberlo,
apuestan a la nada que contiene el todo.
Los llaman locos.
Estos no tienen casa. Han vuelto
al estado original del hombre: son nómadas.
Llevan en sus mochilas lo real, lo imprescindible:
Agua, condones, sueños,
y a veces, el pan de cada día.
Han heredado sin pedirlo la rabia de los viejos,
la urgencia por cumplir deseos inconclusos.
En sus pechos y orejas brillan los abalorios primigenios,
el fruto de las minas y los mares.
Se expresan con una mezcolanza de símbolos y frases,
con sonidos de arena, de hielo,
con acordes de estepas y sinfonías de selva.
Pero no son la voz que clama en el desierto,
son el chícharo bajo el colchón de las princesas,
la piedra en el zapato del gigante ciego,
el coral paciente, tenaz,
multiplicándose debajo de las olas y el sol.
Aquí también está la raza originaria de estas tierras,
la que lleva mi sangre y, sin embargo, ignoro.
Nos separa un abismo de sangre y de tiempo,
no nos reconocemos
y sólo compartimos esta ciudad mugrosa y bullanguera.
Siempre han estado ahí, los he visto a lo lejos,
nuestros pasos se cruzan, el intercambio es breve,
y por lo general ellos venden, yo compro.
Ellos piden, yo niego, a veces doy,
y los olvido de inmediato.
Nada tenemos en común. Intuyo que su vida es dura,
no los compadezco. A su manera, la vida es dura para todos.
El que maneja el azar del nacimiento es ciego.
Sola, sentada enfrente de la plaza
regreso a mi papel. Veo la noche y las luces
que iluminan la creación humana.
El café tiene un aroma delicioso
y me hincha el alma.
Miro a mi alrededor.
Sin que lo sientan, poso mi mano delicadamente
en la espalda de mis contemporáneos.
Siento la calidez vital bajo la tela
y deposito un beso en las sienes cansadas.
Doy a los jóvenes un abrazo virtual,
les deseo larga vida, mucho amor, vista clara,
valor cuando se enfrenten a La Bestia.
Ya escucho la llamada de mi cueva.
Pago el café. Guardo la pluma.
Voy al ensayo de mi muerte.
A los sesenta…
Ya cumplí sesenta años.
A través del opaco cristal
que separa este mundo del otro,
sé que los que me esperan
ya ven mi rostro con mayor claridad.
Por fin conoceré a mi madre.
¿Qué nos diremos?
Yo pienso decirle que aquella frase
que me dijo con su voz de niña
en su lecho de muerte:
“Pórtate bien, sé buena”, me jodió la vida,
hiriendo de un tajo los pétalos de mi sensualidad.
Qué rápido han pasado los años.
Conservo la voz de joven,
pero el cabello es casi blanco.
En el espejo no estoy,
veo a mi hermana mayor;
algunas veces a mi padre…
y no me gusta.
Me pregunto cómo sería
tener un compañero ahora.
Cómo sería mi vida
si el griego no hubiera muerto.
Quizá lo habría matado yo.
Hace unos años le lloraba en las noches,
llamándolo a encarnar de nuevo
para llenar mi vida y mi lecho.
Ahora simplemente lo recuerdo.
Ya voy viviendo la vida casi por inercia.
Cada vez son menos mis pasiones.
Los sueños abortados se acumulan
en el cajón de los pendientes,
que rebosa flores y elíxires extraordinarios.
Ahí meto las manos y extraigo maravillas,
Ideas acariciadas,
Amores incumplidos,
Hogares idealizados que construí yo sola,
en noches sin luna,
a bordo de autobuses foráneos
con destino al crepúsculo;
en camas vacías
y con los ojos abiertos.
En cafeterías con meseros comprensivos,
que rellenan mi taza sin preguntar…
He ahí, en ese cajón,
mi vida casi toda.
Cartas que nunca envié.
Besos que nunca di.
La novela inconclusa.
Rollos sin revelar
que guardan en su mica
imágenes eternas
de momentos que ya olvidé.
Varias veces me dijeron:
“te amo”.
Quizá era verdad,
pero a mí me sonaba a mentira.
Quizá yo tenía razón.
Hoy estoy sola.
¿A dónde se fueron estos sesenta años?
A duras penas recuerdos fragmentos
de lo que fue mi vida.
Son retazos que tengo archivados
sin un orden preciso,
como todo lo mío.
Los saco a relucir muy de vez en cuando,
para corresponder al interés de alguna oreja amiga.
¿Fui feliz?
No lo sé.
Digamos que a veces creí serlo.
Pero la felicidad debería dejar
huellas más profundas.
¿O no?
Me veo recibiendo el premio literario
por el libro extraordinario que todavía no escribo;
distinguida entre la multitud por el santo gurú,
que reconoce en mí la flor en botón de la divinidad.
Nunca me atrevo a imaginarme acompañando
al hombre del momento.
Soy demasiado fea.
Pero ser fea a los sesenta resulta irrelevante.
Ser fea ya no importa cuando se es invisible.
Lo que pesa es la edad.
Sesenta.
Y no me pesa a mí, por cierto.
Yo todavía tengo mucha cuerda.
Le pesa a los demás,
para los cuales soy:
una viejita,
una Jefa,
una Doña.
Un “con cuidado, madrecita, agárrese bien”,
dicho por los choferes cuando subo a una ruta.
Ser fea ya no importa.
Nadie es bello a esta edad.
Ahora se usa ser joven.
Todo es joven y para jóvenes.
La ropa.
Los autos.
Los viajes.
Los hostales.
Los puestos de trabajo.
Para los viejos,
descuentos en aviones si no van otros viejos.
Diez por ciento en el cine,
y clases de danzón en la alameda.
2004 ❧