Además de los gatos y los cuentos, Julio Cortázar sentía gran devoción por el jazz; lo constató en más de una obra. No son gratuitas la espontaneidad y la libertad con las que su escritura fluía por las páginas, equivalentes a la ejecución de un swing. En esta entrega, De Paredes hace un retrato del escritor argentino, en busca de su genética jazzística y de los orígenes de esta pasión.
CORTÁZAR, UN JAZZWRITER
Dueño de una sonrisa de ondas expansivas, Carlos Fuentes escudriñó los recovecos de su memoria para rescatar el extraordinario viaje que realizó en tren, en diciembre de 1968, desde la señorial Gare Paris-Lyon, hasta la refinada Estación Central de Praga, en compañía de Gabriel García Márquez y Julio Cortázar.
Los tres altos representantes del boom latinoamericano atendían la invitación del insumiso y libertario Milan Kundera para participar en una serie de charlas auspiciadas por la Unión de Escritores Checoslovacos, que entonces presidía el reconocido poeta Jaroslav Seifert1. El propósito fue abordar temas como el respeto a los derechos humanos, la no intervención y la libre determinación de los pueblos, en respuesta a la invasión militar que encabezó el ejército soviético, asistido por tropas del Pacto de Varsovia, en agosto de ese año, contra el ahora escindido país centroeuropeo.
Desde la perspectiva dictatorial y hegemónica del Kremlin, los frescos vientos que soplaban en Checoslovaquia gracias al influjo de la Primavera de Praga, en realidad presagiaban la formación de un poderoso huracán capaz de acabar con el Leviatán comunista. Para evitar que esto sucediera, el irascible monstruo soviético profanó con sus plantas el suelo del minúsculo país, nacido en 1918 tras el colapso del Imperio austrohúngaro y a pocos días de la finalización de la Primera Guerra Mundial.
La Unión de Escritores Checoslovacos realizó una intensa labor de repudio contra este acto de fuerza, violatorio de la soberanía y del derechointernacional público, al convocar a distinguidos intelectuales como Günter Grass, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. El autor de El tambor de hojalata pulsó las dóciles teclas de su añeja y fiel máquina Olivetti para condenar la intrusión2; en tanto que la pareja francesa, precursora de la corriente filosófica del existencialismo, no vaciló en empuñar la estilográfica a modo de látigo para fustigar a los integrantes del soviet supremo y su aceitada maquinaria bélica y calificarlos como “criminales de guerra”3. Fuentes, García Márquez y Cortázar compartían el disgusto por el agravio cometido contra la nación que dirigía el reformador Alexander Dubček, de modo que su presencia en Praga –para el escritor mexicano la ciudad más hermosa de Europa– resultaba necesaria y tuvo una estimulante acogida.
El recorrido, que contempló una escala en la Alemania dividida, inició con la paulatina llegada de la noche y se prolongó diez horas, tiempo en el cual, avituallados con tarros de cerveza gélida y desequilibrante y salchichas y papas indignas, departieron de buen grado en el salón del tren desde donde podían divisar las siluetas fantasmales del estragado paisaje. Al igual que Fuentes, García Márquez rememora aquel episodio, estelar en todos sentidos:
A la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Julio Cortázar cómo y en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se prolongó hasta el amanecer… Julio Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonius Monk4.
En efecto, el autor de Rayuela tendió, cual alfombra roja, lo más granado de su sapiencia jazzística para conducir sobre ella al colombiano y al mexicano, unidos codo con codo como lo que eran: grandes amigos. Las horas se transformaron en notas largas, similares a las entonadas por el hipnotizador flautista de Hamelín, y en esa fantástica extensión Fuentes y García Márquez escucharon, desbordados por la fascinación, al escritor argentino concentrado en contarles, desde el inicio, la historia del jazz, género enigmático, de raíces afroamericanas, mas desprovisto de edad precisa aun cuando se especula que nació con los últimos rayos del siglo XIX o los primeros del XX.
Cortázar, con su mirar holgado, imposible de mesurar, sus manos expresivas, de gran predicador, y su voz rumorosa, de olas trasatlánticas, habló de la historia del jazz con la pasión de un sumo prelado al celebrar la eucaristía. A decir del autor de Terra Nostra, el argentino repasó el tema
…capítulo por capítulo, trompetista por trompetista, cantante tras cantante. Sabía absolutamente todo. Estábamos muy impresionados Gabo y yo, pues sabíamos que sabía, pero no que sabía tanto. Éste es el secreto de Cortázar, que siempre sabía mucho más que los demás, pero tenía el pudor de no demostrarlo. En esta ocasión lo demostró, quizá porque era de noche, porque íbamos en tren, porque íbamos a Praga5.
Antes de que la esplendorosa ave del jazz encontrara en Cortázar un cálido rincón donde anidar, el autor de Las armas secretas ya era un melómano consumado gracias a las tempranas lecciones de clarinete y piano que recibió en Banfield, Argentina, donde transcurrió su infancia y adolescencia; al empeño de su madre, quien tocaba el piano a cuatro manos con una de sus hermanas6, adoradora de Bach y Chopin; a un sinnúmero de discos de acetato y al radio de casa. De ellos brotaban, como luces intensas, los acordes sutiles, pulidos, de las big bands, las voces contritas de las primeras figuras del tango y de la ópera italiana, y el acompasado, clásico foxtrot,
…dueño de un ritmo, una melodía y palabras –relata Julio Cortázar–. Yo no podía entender las palabras, pero alguien cantaba en inglés y era algo mágico para mí. Tendría 14 años cuando escuché a Jelly Roll Morton y luego a Red Nichols. Pero al oír a Louis Armstrong, noté la diferencia. Armstrong, Jelly Roll Morton y Duke Ellington llegaron a ser mis predilectos7.
No era que Cortázar rechazara los géneros musicales que lo abrazaron durante sus años mozos. De hecho, tenía una aguda inclinación por la “música culta” –los preludios y fugas de Bach, los cuartetos de Beethoven, las sinfonías de Haydn, las obras de Mahler y Berg–, al igual que un gusto por ciertos cantantes franceses, y a no dudar por los compadritos, chulos, malevos y guapos nacidos con el tango. Pese a ello, frente al jazz los demás géneros, particularmente la música de los arrabales rioplatenses, ocupaban un podio menor en sus preferencias.
Con el gotear de los años, Cortázar también estudió trompeta, instrumento celoso y severo que terminó contraponiéndose por igual a su extensa, indómita actividad libresca de extensión planetaria y a su vida familiar. De ahí que el autor de Bestiario sólo alcanzó un nivel de aficionado o, en sus palabras, de “músico frustrado”8. Pero esta circunstancia no hizo sino reforzar su apego al jazz, sentimiento que se refleja en sus crónicas “Louis, enormísimo cronopio” y “La vuelta al piano de Thelonius Monk” –que se explican a partir de los títulos–, así como “Desde el otro lado”, acerca del jazzista francés Michele Portal.
EL JAZZ «EL PERSEGUIDOR»
El poeta Saúl Yurkievich, coterráneo y camarada de Cortázar, asevera que Julio “…era partidario de escribir como si improvisara jazz, de la inspiración. Creía en, por así decirlo, la visita de los dioses. No estaba sujeto a una disciplina”9. Así fue como, seguramente, elaboró los textos citados. Sin embargo, crear un cuento como “El perseguidor” –debido a la falta inicial del personaje protagónico–, fue una tarea mucho más complicada, como arar en el agua antes de encontrar tierra firme, un punto de arranque inamovible.
Cortázar mismo, con su barba tupida, de patriarca docto, y sus dedos largos, humeados por los cigarrillos, admite que estuvo un buen tiempo persiguiendo al personaje que daría vida a la historia, uno que congregara en su existencia órbitas contrapuestas, campos paralelos: grandeza y miseria, eternidad y finitud, sublimación y descarrío, cordura e insania, amor y odio, vida y muerte. Se sabe que la intención del argentino era basarse en un artista, un pintor, un escultor, acaso un escritor –idea esta última que eliminó casi de inmediato por considerarla un tópico–. El crítico literario y cinematográfico Ulises Argandona, recuerda que el autor de Rayuela necesitaba
…un ser con una capacidad tal de imaginar que se viera obligado a salir del cronos –el tiempo del reloj– y pensar y sentir bajo los efectos del aion –el tiempo con el nombre del dios griego de la eternidad–. Pero no lo encontraba, no se decidía, hasta que un diario [fechado el 12 de marzo de 1955] le trasladó el fallecimiento de Charlie [“Bird”] Parker, allá en Nueva York. Había encontrado a su héroe triste10.
Así pues, obediente a esa intuición genial, Julio Cortázar creó, en 1959, “El perseguidor”. Lo hizo en dos partes: la primera en París; la segunda, dos meses después, en Nueva York. Ciertamente conocía la música de Charlie Parker, punta de la beat generation y epítome del jazzman11, que rompió con las formas tradicionales del género para crear un sello único; había adquirido poco a poco sus discos y escuchaba con innegable placer cómo hacía sonar el saxo alto. Sin embargo, desconocía sus pormenores biográficos.
La nota del diario –tal vez escrita por Charles Delaunay, fundador del sincopado magazine Le Jazz Hot, iniciador del quinteto Hot Club de France y protagonista de trasnochadas jam sessions en el mítico bar Tabou12–, destacaba que Parker, oriundo de Kansas City, fue un hombre hundido en arenas movedizas imposibles de evadir:
Las obsesiones que lo acompañaron desde la infancia, el frenesí de su vida sexual, los brotes esquizoides que le llevaron a los corredores sin retorno de Camarillo y otros establecimientos psiquiátricos, el desolado amor que siempre tuvo por Chan [su cuarta esposa] y sus hijos, la voracidad de negro pobre con la que se sentaba a la mesa…, el dolor que se le fue adhiriendo como una segunda piel al perder amigos, salud, saxofones, contratos, una hija13.
Todo ello precipitó su debacle, particularmente esto último: el deceso, a manos de una pulmonía despiadada, de su pequeña Pree. Fue cuando la baronesa Nica de Koenigsberg, una suerte de mecenas del jazz, perteneciente a la familia de los Rothschild, le dio albergue en un departamento, donde expiró a la temprana edad de 35 años. La apariencia del gran “Bird”, se rumoraba, era la de un hombre de 60, decrépito, demolido.
Pero, a todo esto, cabe preguntar: ¿por qué Cortázar bautizó con el nombre de Johnny Carter al degradado músico que creó en “El perseguidor”? La respuesta está en el efecto que deseaba generar en los lectores. De manera lúdica y con agudeza superpuso y fusionó, en Carter, a otros tres representantes del jazz: el célebre –inequívoco– Johnny Carter, clarinetista y flautista, y a los memorables saxos Johnny Hodges y Benny Carter.
Finalmente, en “El perseguidor”, Julio Cortázar alude al caos en el que se mueve un personaje marginal de la música, alguien que cae en las manos de un biógrafo desprovisto de profesionalismo, quien lo avasalla, desilusionado pero sin demasiados miramientos, mientras piensa que, de cualquier forma, el artista ya había construido el camino para acabar mal, algo muy distinto de la forma como terminaron, en Praga, Fuentes, García Márquez y el propio Cortázar: entrelazados por una amistad imperecedera, la fuerza de sus letras y la utopía de la libertad, tanto como por los persecutorios, insondables misterios del jazz. ❧