Sobre la calle Hidalgo de Cuernavaca resalta a la vista la que fuera por más de medio siglo la casa de John Spencer, hoy centro cultural. A doce años de su muerte, la presencia de este escultor y viajero tiene resonancia en la voz de la comunidad morelense. Un ejemplo de eso es el presente texto del escritor Félix Vergara, en el cual a través de la ficción da vida a la leyenda en la que se convirtió el artista inglés.
NO CONOCÍ A JOHN SPENCER, es decir, nunca tuve trato consuetudinario con él, pero quiso Fortuna que un día lo hospedara en mi casa, en la calle Compositores, de Tlaltenango, hará ya unos tres lustros. Como muchas personas de Cuernavaca, lo veía caminando con frecuencia por la avenida Morelos: era común topárselo allí, doblando la esquina para tomar por Hidalgo y volver a su refugio. La sombra de Spencer llevaba siempre los brazos tras la espalda y la mirada, enclavada hacia el suelo, como pupila de halcón que planea el aterrizaje, observaba de frente, y con eso bastaba para apropiarse del mundo.
Sí, era común verlo en recorridos perennes por la ciudad; resultaba imposible que pasara desapercibido, no mirarlo y preguntarse quién era aquel hombre enigmático y de rostro melancólico. Entonces ya era una leyenda, una leyenda viviente que dejaba a su paso estelas de misterio. Terminada la función salía del Cine Morelos y volvía a encontrármelo, como si no se hubiera ido nunca y el tiempo lo congelara, lo petrificara. Evitaba mirarlo, pero nunca lo conseguía: el silencio y la curiosidad no se llevaron bien; después el silencio se quedó sin refugio y la curiosidad le echó una mano, en una recompensa inesperada de una admiración también inesperada. ¡Cómo podría imaginar que aquel hombre mítico sería mi huésped, un huésped furtivo!
Corría el año de 1999, en la víspera del cambio de siglo, cuando aún no caían las Torres Gemelas y tenía lugar la “transición democrática” en el país; tres hermanos, como en cualquier fábula, cualquier relato de aventuras, Neto, Pável y yo, tomábamos unos tragos en algún bar de la Plazuela del Zacate. Acababa de mudarme. Tepoztlán nos había dejado exhaustos, y R. y yo resolvimos cambiar de aires. Además, a R. le convenía más la ciudad, y no teníamos automóvil. R. había sido la primera mujer que, por voluntad propia, por decirlo de una manera optimista, compartió el infierno que era su infierno, porque R. y yo sólo pudimos destilar infierno. Aquella noche cada cual tenía planes distintos para sobrevivirnos.
La Plazuela se encontraba en su momento más álgido, avanzar a través de ella implicaba un desafío a la multitud, un toque de queda para no irse. Transcurridos algunos minutos, Neto, Pável y yo concluimos nuestro periplo y sorteamos la masa humana que denotaba, connotaba la minúscula ansiedad de volvernos parte de aquel sorbo inútil de miradas interrogantes que chocaban unas con otras, sin identificarse. Decidimos subir por la avenida Morelos. A los tres nos convenía tomar allí un taxi, ninguno tenía automóvil. La ración de alcohol había sido moderada y no serían más de la una de la madrugada. Era la hora de volver. Aún con los restos de la bruma que deja ingerir unos buenos tragos, recorrimos la calle de Hidalgo parloteando entre risotadas, las alegres risotadas de tres jóvenes que no pasaban de los veintitrés años. De pronto Pável se paró miró hacia La Casona y, con gravedad, nos detuvo, señalando a lo lejos. En efecto, algo se distinguía en el umbral de aquella enorme construcción. Nos quedamos callados, como si fuéramos testigos involuntarios de un accidente. Sabíamos que era un hombre, un hombre recostado bajo el portón principal de su refugio. Era Spencer. Era John Spencer. Estaba apoyado sobre su hombro, con el rostro al frente, las piernas encogidas para burlar el frío primaveral de Cuernavaca, la cabeza sobre la almohada que era la mochila de viaje; el saco azul (que también era eterno) le cubría parte del cuerpo. Creo que el sentimiento fue compartido, nos sentimos estrujados y a la vez maravillados por aquella fidelidad al refugio que impugnaba la intemperie, la vorágine, lo imprevisto.
Nos acercamos a Spencer. Intentaba dormir; la ciudad estaba en calma, no había nadie más merodeando la calle. “Señor Spencer, ¿qué hace usted aquí?”, le preguntamos. Él abrió los ojos, nos miró con aquella serenidad que pocas veces he podido ver reflejada con tal certeza, con tal precisión del abismo que no conocemos. Neto le dio el brazo y Spencer se incorporó con lentitud, como un niño que se deja conducir a las tierras firmes del sueño, las zonas fértiles del abandono que es el hallazgo de las pérdidas. Enderezando medio cuerpo, mientras Neto, dulcemente, lo sostenía entre sus brazos, nos dijo que había vuelto antes de lo previsto y no podía comunicarse con su administrador. La ecuanimidad era absoluta. Analizamos la situación: Neto vivía en un departamento que estaba ocupado por personas hasta en la sala; Pável tampoco tenía un espacio disponible; yo recordé que en aquella casa de Tlaltenango había un tapanco; sólo me preocupaban nuestras bestias: un pastor alemán y un mastín italiano que tuvimos que encerrar para hospedarlo. No creí que R. se opusiera, pero de todas formas pedí una tregua para advertirle mientras Pável y Neto ayudaban a Spencer a recoger sus pertenencias. Cargaban las maletas, dejaban que Spencer, poniéndose de pie, nos siguiera hasta que detuvimos un taxi.
Supongo que Pável se percató de la situación porque me encontraba transido por aquella figura, trastocado por la timidez. Claro que no podíamos dejarlo allí, en eso concordamos. Y de pronto ya estábamos los cuatro en el taxi. Recuerdo que dejamos a Neto en aquella casa de Domingo Diez, que alguna vez también fue mi refugio; recuerdo que al llegar a la calle Compositores, Pável dijo que se quedaría con nosotros y R. acondicionó la sala y preparó el tapanco con empeño. Preguntó si queríamos cenar. Spencer negó con la cabeza y lo condujimos a su camarote. Era hora de dormir…
Por la mañana, R. y yo subimos al tapanco para despertarlo y ofrecerle un desayuno; Spencer estaba despierto, con su maleta al lado. Cuando le dijimos que comiera algo antes de marcharse, sólo asintió, vagamente, y nos siguió hasta la sala. Aunque le ofrecimos un almuerzo copioso, únicamente aceptó una taza de café y una pieza de pan, una concha de chocolate. Mi memoria se fuga a menudo, pero recuerdo perfectamente que Spencer tomó de la canasta una concha de chocolate. Se mantuvo en silencio, con la mirada fija en el pan. A veces nos contemplaba, con un extrañamiento que mostraba una gratitud que sólo pude descifrar con el paso de los años. Su timidez era tan imponente que ni R. ni Pável ni yo pudimos establecer conversación. Al término del desayuno nos indicó que ahora lo que necesitaba era un taxi. Del bolso de su saco extrajo una pequeña libreta, pidió un bolígrafo que R. le proporcionó y nos preguntó nuestros nombres, que anotó en el cuadernillo. Cuando salió, las bestias, que estaban atadas, se mantuvieron silenciosas y pensé que había sido en vano tanta precaución. Pável y yo lo acompañamos hasta la Glorieta de Tlaltenango. Recuerdo que caminamos bastante porque no encontramos un taxi, que Spencer iba varios metros por delante, que su trote era pausado, pero firme, que nos imponía su propio ritmo. Detuvimos un taxi, le pedimos al chofer que lo llevara de vuelta a La Casona, su refugio; entonces pensé que era una especie de niño desprotegido y me sentí desolado, sin razón alguna.
Meses más tarde (por aquellos días era corrector de estilo de un conocido periódico), llegó a la redacción de “nuestro órgano informativo” una entrevista, programada para dos entregas y que ocuparía la contraportada. El texto llamó mi atención desde el primer instante. No sólo porque se trataba de John Spencer, sino también porque se narraba el episodio que el lector acaba de degustar, con lo que tiene abierta libertad para calificarlo como apócrifo. Me ocurrió a mí, que presenciaba cómo el curso de la historia se encarnaba y la veracidad allanaba el camino para la fantasía. La reportera ya tenía sus encabezados hechos, en los que destacaba la situación, merced a la popularidad de Spencer, tan conocido en la ciudad que una noche tres jóvenes alarmados bajaron de un automóvil tan pronto lo habían reconocido para llevarlo consigo, con lo que se comprende que, o los tres vivían juntos, o pretendían continuar la farra con Spencer como figura principal. “Una de las formas de registrar la historia, ¿nos incumbe cómo ocurrió, cuando que ocurriera tendría que ser más importante?”, pensé, y dudé de aquella noche, puse en tela de juicio lo acontecido, si fuimos nosotros, si había algo que aclararle a la ficción, pues bien pude haber inventado esta historia para entretenerte, lector, y usurpar la realidad. Ya no lo sé. ❧
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