Miscelánea

Hay días luminosos

Foto Eliana ENZO BASSO.2013Eliana Albala. Fotografía de Enzo Basso, 2013.

La narradora y poeta Eliana Albala llegó hace décadas a Cuernavaca sin saber que, con el tiempo, sus letras y sus clases marcarían a varias generaciones de escritores y lectores. Hace unas semanas volvió a su tierra natal, Chile, un retorno que es destino. Pero nos deja la inteligencia, la amistad, la luz de su poesía: ese faro. Estos cuatro poemas forman parte de De temas tan triviales como el tiempo y la muerte (Lengua de diablo, 2017).


 

¿Cómo se llama la muerte?

            Aún no sabemos
el verdadero nombre
de la muerte.
Tal vez se llama
ese bochorno que ilumina
el triste acero de las ventanas,
esa montaña que nos mira
desde un sollozo entristecido
con la profunda pena
de su lejanía,
tal vez el bosque
con sus cilíndricos relámpagos,
tal vez el trazo rítmico
de un viaje infalible
poco a poco fugaz
y demasiado escéptico y punzante,
o ese sol que desarma
la angustia de la luz,
esa afelpada luz,
esa asombrosa luz
en el instante del relámpago.

            O tal vez no es la luz
sino la llamarada
que se confunde con el tiempo:
ese minuto que camina y camina
y se desdobla
y distiende
y se despliega
y se acaba.

            O bien escalofrío,
cántaro, aguacero
que aletea y fatiga
su lúgubre añoranza.

            O acaso lluvia, granizo,
ráfaga temprana
que estrangula palomas
y mutila a los huéspedes
de los encuentros nupciales.

            O bien no se confunde con el tiempo
sino con la neblina lúdica del agua
y su melena estrecha y empinada.
O a lo mejor no quiere
que la confundan con el agua
y prefiere llamarse
ese minuto que camina
y camina
y se desdobla
y se acaba,
y por allá muy lejos
se desploma y ondula
y se convierte
en un temible muro
perpetuo,
interminable.

 

Hay días luminosos1 Del libro El otro lado de las cosas vivas.

 

            Hay días luminosos
en que montañas de otros mundos
se retratan ante los ojos.

            Hay días luminosos
en que la transparencia del futuro
se nos queda en los ojos.
Hay días luminosos
que parecen tender a la radiografía
matemática.

            Son esos días
en que los seres humanos
logran verse
hasta el fondo.
Son sólo algunos días
en que su pensamiento está tan claro ante mí
mientras sus cuerpos se iluminan
sin dejar el menor resquicio
para la oscuridad.

            Mientras el aire llega de lejos
como si el pasado regresara
de pronto
para iluminar el destino,
yo puedo ver la arruga de la desesperanza
y la no aceptación de esa arruga
en medio
de las caras que fueron bellas.

            Hay días luminosos.
En esos días veo más.
Veo el odio. Veo la soledad.
Veo las cataratas
que deforman lo azul
de algunos ojos.
Veo dejar las armas
sobre el escritorio
y entonces
digo frases
que revuelven las tripas,
que no se olvidan
fácilmente.

            Por suerte,
los días luminosos
no siempre son,
no siempre están

            Por suerte
esa luminosidad
en que las montañas lejanas
y el futuro
se ven prácticamente en las narices
–milagro del aire y la distancia,
milagro de la vista
que puede ver más con el sol
y la luz de esos días–,
por suerte no siempre hay esos días
y podemos vivir
con los seres humanos
de igual a igual:
cada quien oscuro para el otro,
cada quien sin saber qué pasa con el otro,
cada quien sin pensar en el otro,
cada quien sin ver nada en el otro.

            Por suerte
son muy pocos
los días luminosos.
Porque en los días luminosos
se dicen
frases célebres
que nadie olvida.

Un llanto incontenible2Del libro El otro lado de las cosas vivas.

            Pasan los años
y uno camina por la calle
como si nada.
Como si siempre
hubiéramos sido completamente solos,
solitarios
de nacimiento.
Sin hermanos,
sin hijos,
sin tierra,
sin nada.

            Nada que verdaderamente ataña al hombre.
Tal vez más parecidos
a uno que otro animal
de los que viven en la selva.
A los que son más solos.

            Como si hubiéramos nacido de nadie,
así, volando,
viniendo de París
sobre alguna cigüeña.
O saliendo del vaho de las teteras
como los genios de los cuentos.
O quizá de madera,
como Pinocho.
O de nada,
como el Golem
y Adán.

            A lo mejor
la soledad de Adán
es la más expresiva
porque es un sueño,
una ficción,
un producto del arte
–sin olvidar que estaba Dios
de por medio–.
He ahí a Adán,
el primer hombre de la tierra.

            Cuando ya crees orgulloso
que eres un nuevo Adán
nada más que sin tierra,
cuando ya crees que tu costumbre de soledad
se ha refinado
y pulido
hasta la perfección
como un diamante soberbio,
cuando ya anduviste de acá para allá,
cuando ya crees que superaste tu dolor
y la sonrisa te llena la cara
y los músculos de la espalda
te funcionan bien
y los huesos de la cadera
te permiten caminar erguido,
cuando casi todos te envidian
porque sí y porque no,
porque te subestiman
o te sobreestiman,
porque simplemente
no saben ni siquiera
cómo te llamas
o porque te conocen demasiado,
alguien entonces,
cualquier entrometido
te pregunta quién eres
y al responder te obliga a dar el nombre
de un nuevo estado civil
y quiere que tú le digas
con quién vives
en esa casa tan linda
y tan llena de libros
y de olor a futuro,
o quién te llama por teléfono,
o a quién invitas los domingos,
y entonces sin sospechar por qué,
sin poder contenerte
sale un llanto a raudales
de tus ojos
y piensas
que está muy bien
tu máquina de llorar.

            Y la verdad es que esa máquina
está bien
aunque no sepas claramente
de qué modo funciona.
Un llanto que se despeña
como una cascada
en el momento menos indicado.
Generalmente frente a extraños.
Frente a dueños de tiendas
de fotografía
que entregan ampliaciones.
De pan,
donde se compra aún
más pan del necesario.
De fruta,
donde siguen estando las manzanas.
De la peluquería,
en donde los espejos
te recuerdan
que no estás solo
sino muerto
y pudriéndote
de la única mitad
que de veras amabas.

Los que nos fuimos sin las cosas3 Del libro Los que nos fuimos sin las cosas

            Cuando te mueres,
alguien se posesiona
de tus huecos.
Quise decir
tus cosas,
simplemente las tuyas,
que deshabitas
y despueblas.
Si tú te mueres,
otros se adueñan
de tu historia.

            Si te fuiste sin cosas,
no queda alternativa:
estás afuera
para siempre.

            Pero, ¡cuidado!,
si regresas
y pides
lo que creías que era tuyo,
las cosas te traicionan, se marchan, retroceden,
se adhieren a los otros
ya vacías
y extrañas.
Los que se han ido sin sus cosas
simplemente se han muerto
privados de memoria,
locos fantasmas
olvidados.
Cuando regresen
de otros mundos
volverán a la nada.

            Si tan sólo regresas
como los magos
o los malabaristas que giran las muñecas
con las manos livianas y vacías…
no serás más que un muerto
que ha perdido la tierra
y las raíces.
Te entregarán un mundo
de palabras huecas.

            Los herederos permanecen
para llenar tus cosas
con la historia de ellos.
El mundo está colmado de los que te heredan.

            Si te vas lejos, si te vas,
guardas tus cosas
bajo siete llaves.
Cuando retornas
ya han cambiado las puertas.

            La tierra es una sola,
el mismo sol,
en todas partes.
Hay vastos campos sobre el mundo,
alumbrados,
y flores
coloridas.
Trigo amarillo y nubes
que simulan formas.
Y montañas,
y por allá –tan altos– los volcanes.
Tierras baldías, muchas veces.
No es cierto.
No somos desterrados.
Nada más, simplemente,
los que nos fuimos sin las cosas.

            Te vas tan leve
como los turistas:
completamente alado.
Vuelves materialmente a lo concreto.
Pero las cosas se han llenado de otros recuerdos:
tu historia ya no existe.
Sólo las cosas sustentan la memoria.
¿Dónde está el molinillo
de moler pimienta?
¿Dónde mis blandos, dulces libros
rayados, subrayados?

            Los que se fueron
dejaron muchas cosas.
Por ejemplo, mis libros:
los libros pesan tanto.
Un Baudelaire forrado en cuero
perfumado
con ridículas letras
pretensiosamente doradas:
sencillamente un incunable. Ideas.
Algún objeto más allá del objeto.
Cierto lugar de la ciudad, sin duda,
hollado y consumado, lleno de ti
y de mí,
con nuestros corazones
grabados en los árboles.

            Casas con sus olores
tan suavemente cotidianos.
Y estanterías colocadas en las paredes del alma.
Umbilicales pupilas del amor
o el miedo:
abrazos en los parques,
furtivos escondites
para alejar
a madres y nodrizas.
Promesas sin cumplir, seguramente,
Pagares no pagados.

            Historia quiere decir abuelas,
bisabuelas,
supervivencia solidaria.
Sin mis voces
soy solo
y el mundo está vacío.
Cuando regrese, voy a llegar
con veinte kilos
de uno que otro incidente
salpicado de tumbas.
Sin nada que perder
o que entregar:
hueco de signos.
Simplemente
sin nada.

            Las cosas nos traicionan.
Los que nos fuimos sin las cosas
regresaremos a la nada: otras historias,
otros recuerdos,
fetiches,
muertos amuletos.

            Me voy,
y las cosas entonces
se llenan de otros síntomas:
extrañas
polisemias.

            Hubo también algunas esperanzas:
amores ya perdidos.
Después no son sino tristezas
que alguna mano diligente
botará a la basura.

            Muertos papeles
ya podridos
en el gran basurero
de las cosas inútiles: infancias,
mocedades,
besos furtivos en los parques,
desmemoriados besos muriéndose de miedo.
Murmullos –como de muerto–
flotando
en las esquinas.
Tu voz de calle en calle
sonando diferente.

            Conversaciones
bajo un árbol
que se quedaron en el aire
colgando de la lluvia:
en cada gota
una liviana sílaba inexperta.

            Cosas: antigüedades llenas de raíces.
Cambios de dueño: propiedad privada.
Cambios de valores: ideologías que se guardaron
en los cementerios
celosamente horizontales,
laboriosamente foliadas.
Cambios de precio: las cosas, ¿cuánto valen?
Cambios de uso: ciertas degradaciones
muchas veces injustas.
Cambio de sueños: ¿dónde están mis poemas?
Cambio de historia.
Cambio de recuerdos.
Cambio de memoria.
No vayas.
No regreses.
Ya no hay lugar porque bodegas
y desvanes, y armarios
y alacenas, y perchas
y gavetas
se atiborran de cosas
y fantasmas.

            He aquí qué lejos
han quedado tus caos
y tus génesis.
¿Pertenecimos alguna vez a otro planeta?
¿A otro dios?
¿A otros espacios mundanales?

            Desmemoriados repartidos,
lanzados,
desperdigados por el mundo,
escuchen:
Cuando regresen, ya no recordarán su propia historia,
podrida en la basura de las cosas inútiles.
Palabras que caían una a una rodando:
se fueron por el río,
aireadas y livianas, sin siquiera mojarse.
Nosotros: los amnésicos.
Nosotros los amnésicos,
¿en qué idioma
desarraigamos nuestra vida?
¿Pensando qué palabras,
escuchando qué ruidos
amontonábamos el tiempo,
las lentas muertes cotidianas,
la inevitable
perfección
del cosmos?

            ¿Con qué mano
nos abrochamos el abrigo
el día en que nos fuimos?
Esto sí lo recuerdo:
corría un viento helado,
una brisa maligna. ❧

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