Lo siniestro y lo extraño son ejes que conducen las historias de la escritora morelense Andrea Ciria, cuya prosa ha encontrado un refugio en los géneros fantástico y de terror, a través de los cuales logra –con una gran variedad de recursos narrativos– llevar al lector a explorar sus propios miedos. En mayo de este año, la editorial Lengua de diablo reeditó su primera novela, La sonrisa ajena, y la autora obtuvo una mención honorífica en el 1er Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila 2015, con el texto “Su único ojo”.
Los verdes montículos se asomaban a lo largo y ancho del camposanto. Las lápidas de cemento
y mármol revelaban nombres y apellidos sobre las fechas de nacimiento y defunción. Quise acompañarte en tu fingido dolor, pero supe que lo mejor era guardar distancia. Apenas escuché algunas palabras que el hombre religioso decía mientras las pocas personas que lloraban, vestidas de negro, miraban el ataúd: blanco, rodeado de flores amarillas, que parecían enjugar sus lágrimas cuando el viento movía sus pétalos. Te miré desde el muro que rodeaba el enorme jardín de muertos. La tarde había caído para enmarcar con tonos ambarinos su despedida, su descanso eterno y el fin del remordimiento. En eso pensaba mientras me retiré, sigilosamente, del cementerio.
Esos lazos de sol naranjas y amarillos al atardecer fueron los mismos que me cegaron por un instante cuando nos conocimos. El resplandor pajizo se filtraba por el cristal de mi tienda de flores. Un pequeño espacio perfumado y coloreado por la naturaleza. Entraste sin prisa. Buscabas entre las flores un color que no existe, que no sentías. Elegiste las rosas amarillas, “Una docena”, pediste. Te atendí en silencio hasta que miré tu mano izquierda, tu sortija. Las rosas amarillas no son un trillado simbolismo de amor. Te pregunté si querías una tarjeta para el ramo, negaste con la cabeza y me miraste a los ojos; yo me concentré en el papel celofán para envolver la docena amarilla.
Regresaste a mi tienda un mes después. Te acercaste al mostrador. “Una docena de rosas amarillas, por favor”. Caminé hacia los cubos de agua llenos de flores. “Y otras doce, rojas”. Me petrifiqué. Tal vez sí sabías que debían ser rojas y no amarillas. Preparé los dos ramos, pero sólo te llevaste el amarillo. Esta vez sí sostuve la mirada en lo profundo de tus ojos. Incluso después de besarte.
La siguiente visita que hiciste a la florería fue para irme contigo. Conocí ese chalet lejano de ensueño que no era mi hogar, sino el de ella, y el tuyo. Estábamos solos. Me llevaste a tu recámara y dulcemente arrancaste mis pétalos entreabiertos.
Dormías cuando me despertó la tormenta. Abrí los ojos asustada tras un portazo. Apreté tu mano. “No vendrá sino hasta mañana, ha ido a visitar a su madre”, dijiste aún dormido. Me puse de pie y salí al pasillo. Encendí las luces y caminé sigilosa hacia la cocina, pero su mirada me atrapó a mitad del trayecto. Las fotografías de tu mujer estaban sobre una consola barroca de caoba. Me había visto, me descubrió ahí, semidesnuda, sin pudor. Al centro había una fotografía con marco sencillo, en la que ella portaba un lindo vestido de verano, sin mangas. Llevaba zapatos de tacón muy altos. Primero elegí ésa, la del vestido amarillo, para conocer su rostro de cerca; lo cubría el cabello que ondeaba por el viento. La coloqué de nuevo sobre la encimera y tomé otra. Ella estaba de espaldas, sobre un largo puente de madera. Luego, una capelina apenas dejaba ver su boca, y en otro retrato, en tres cuartos de perfil, su propia mano cubría su talante. Necesitaba ver sus ojos, que me seguían sin reparo. Suspiré y me dirigí a la cocina.
Comprar flores para tu esposa, contrariamente a lo que cualquiera pensaría, para mí era un momento especial. En realidad ibas a verme, a besarme, a esconderte conmigo en el minúsculo baño del local comercial. Al salir, tus manos infieles iban cubiertas del abrazo amarillo de las rosas. Imaginé el momento en que ella las recibía. Pedías un color que para algunas personas simboliza amistad, pero también perdón, e incluso desprecio. Nunca creí en esas falacias, pero las utilizaba para vender mis flores. Aunque en el fondo sólo tú sabías por qué comprabas ese color, que era mi favorito.
Entonces, un atardecer que perdió pronto su brillo, llamaste a la florería. “Necesito muchas flores. Todas. Amarillas. Ha muerto”. Preparé los adornos florales que me pediste. No pude cobrártelos. ¿Remordimiento? La gente en el funeral los habrá visto y pensado que era el color que a ella más le gustaba. ¿Tú lo sabías?
Llegamos al chalet por la noche. Desapareciste todas sus fotografías. La consola se me antojó triste, salvo por las figuras de cristal de Murano y un florero con las rosas amarillas. “Quédate conmigo”. Lo hice. La primera noche fue como otras tantas; me aprisionaste con tus brazos durante horas, pero amaneciste abrazando una almohada. Por la mañana, antes de regresar a mi florería, tropecé con unas zapatillas de tacón muy alto en el pasillo del chalet. No eran mías. El peor golpe lo recibió mi brazo izquierdo, y un hematoma apareció al poco.
Con la caída del sol cerré la tienda y subí a mi auto. Fui a mi departamento para empacar mis pertenencias. No sabía si debía llevarme todo de una vez. Apenas te conocía. Empaqué algunos vestidos, libros y piyamas.
El trayecto rumbo al pueblo donde se ubicaba el chalet me pareció demasiado largo. Al llegar encendí las luces y caminé hacia la recámara, por el pasillo. Suspiré aliviada al mirar la consola sin fotografías. Entrada la noche, llegaste exhausto. Apenas dijiste “Estoy muerto”, y entraste a la cama.
Al día siguiente desayunamos en el comedor. “¿Te gusta la casa? Te mostraré los alrededores, son un bellísimo paisaje”. Asentí. Me puse un vestido ligero, sin mangas. Tomé mi sombrero de grandes alas y salimos a dar un paseo. Llevabas tu cámara. “Ahí, entre esos dos árboles con flores”, me pediste posar. La marca de la sortija en tu mano izquierda parecía indeleble. Llegamos a un puente de largos maderos. El río, profundo y helado, corría por debajo salpicando gotitas sucias. “Apóyate en la baranda. Mira a la cámara”. De vuelta en el chalet, acariciaste mi piel sedosa y perfumada.
Esa noche el cansancio me arrastró a un sueño de colores velados, imágenes desfiguradas por lentes opacos; gruesos cristales que me impedían distinguir cualquier silueta. El constante ir y venir de las luces me aturdía. Algunas veces, en total oscuridad, escuchaba pasos, puertas que abrían y cerraban, e incluso sentía la corriente del viento. Los pétalos amarillos, de flores viejas y mortecinas, caían lentamente junto a mí.
Me desperté en la madrugada y ya estabas en la ducha. Preparé el desayuno. Sentí que me faltaba el aire y abrí las ventanas del comedor. Hacía frío. Te sentaste a la mesa después de besarme. Parecías feliz. “Tengo que salir unos días del pueblo. Iré a la capital”. Antes de irte me entregaste tu cámara. “Imprímelas. Quiero tenerte para siempre”.
Por la tarde, al cerrar mi florería, fui a imprimir las fotografías. La velocidad del proceso digital no me dio tiempo de pensar en nada. Me entregaron un sobre lleno de imágenes. No pude esperar a regresar a mi auto y las observé ahí mismo. Entonces lo noté: el vestido amarillo, el puente de madera, el rostro cubierto en todas las fotografías, la capelina oscureciendo las facciones. Indiqué al encargado de la impresión que ésas no eran las fotos que quería, sino las más recientes. “En la memoria sólo están ésas”, me respondió sabiondo el hombre. Miré con atención las imágenes. El moretón en mi brazo izquierdo estaba ahí, como la marca blanca de tu sortija, inconfundible.
Regresé al chalet indispuesta. Me faltaba el aire. Tenía frío. Dejé el sobre con las fotografías sobre la mesa del comedor y me recosté en la cama. Desconozco el tiempo que esperé tu regreso. Cuando desperté, todo estaba oscuro. Escuché tus pasos. Prendiste la luz del pasillo. Sólo pude adivinar tu figura al pasar frente a la consola con los cristales de Murano, que desfiguraban tu sombra antes de que entraras en la habitación y durmieras solo, abrazando una almohada.
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