Miscelánea

El hombre que habló con los pájaros

Con un estilo definido que le ha valido el reconocimiento de los lectores, la escritora y ávida promotora de la escritura hecha por mujeres, Ethel Krauze, encuentra a través de la narrativa una manera de llegar a la naturaleza y descubrir sus lenguajes; como es el caso de este cuento en el que –conocedora del idioma de los pájaros– regala una historia entrañable sobre la virtud de interactuar con la vida que habita en el medio.

NO SE LLAMABA TIMOTEO, Melitón o Apolinar, tampoco se llamaba Nemesio, Abundio o Rogaciano; todos, nombres mucho más acordes a la historia que estaba por vivir.

Era el contador público titulado Juan Marino. Aunque originario del puerto de Campeche, había recorrido mundo para hacerse de un título profesional, es decir, se había trasladado a la ciudad de México desde la secundaria y ahora trabajaba como ayudante de un despacho de abogados en Naucalpan de Juárez. Era joven aún y pleno de energías para aceptar con gusto la diligencia de buscar unos documentos perdidos quién sabe cuándo en un poblado del corazón de Morelos. Anduvo en metro, en autobús, en ruta, en taxi, en burro y a pie. No cejó. Llegó al centro del lugar cuando el calor se levantaba de la tierra en suaves vibraciones, casi sonoras esas ondas vibrantes que, si nuestro personaje estuviera al día en física, habría jurado que era la comprobación fehaciente de la Teoría de las Cuerdas creando universos de varias dimensiones delante de los ojos, una tarde de jueves.

Su misión era buscar un acta de nacimiento, si es que existía, para un cliente que reclamaba su pensión en una querella laboral y que en esos trajines se había enterado de que su nombre verdadero era diferente al que portaba desde que tenía uso de razón y cuyo origen desconocía por completo; asuntos antiguos de familias que se desdibujaban en los candentes vapores de una tierra tan mágica como la floración casi obscena de las bugambilias. Lo primero que hizo Juan al llegar fue respirar muy profundo, acostumbrándose a la lentitud. Divisó a la redonda: las frondas reverberaban al sol. Buscando techo, se encaminó por el sendero que desembocaba en la calle principal, en realidad, la única empedrada, porque las otras eran brechas de tezontle que caracoleaban entre los matorrales. “Por allá”, le dijeron, y pasó la papelería y la mercería y la miscelánea. Encontró por fin el zaguán verde con tejas de barro y el letrero. Le mostraron un cuarto limpio con fundas recién zurcidas y una ventana con balcón a la barranca.

Iba a comenzar a arreglar sus cosas, que no eran más de dos cambios de ropa interior, un par de zapatos, unas revistas viejas, peine y una bolsa de pan dulce que había comprado en la estación antes de salir de la ciudad. Pero los gusanos de sudor le devoraban la piel. Se desnudó con felicidad y con más felicidad entró a la regadera bajo un agua tibia que no llegó a calmarlo. Empapado, apenas cubierto con la toalla, se echó en la cama y su mirada fue a caer en el pico de un zanate que husmeaba en el balcón. Pico largo amarillo pardo, ojos de canica inquisitiva y patas nerviosas.
Fue lo último que recordaba. Se había quedado dormido, soñando con malecones y riberas, con la costa de su infancia y el mar cambiante. Aguas movedizas, remolinos y espumaradas. Pero no, era el anuncio de la noche y los pájaros zumbaban como cantándole a la primera estrella. Juan Marino tardó unos segundos en comprender en dónde estaba. Abrió los ojos sacudiendo la cabeza y, apenas pudo incorporarse, se dirigió al balcón. Los pájaros del mundo volaban en guirnaldas, ramilletes, espirales, rociando de trinos el paisaje. Juan sintió de pronto que podía “ver” esos acordes en el pentagrama del cielo, incluso habría podido “tocar” las estelas de notas si hubiera forma de alcanzarlas.

La casera llamó a la puerta y Juan Marino brincó buscando algo con qué vestirse.
–Le preparé unas quesadillas, don, ¿gusta?
–Voy… digo, gracias, gracias.

Nada ocurría en el pueblo antes de las nueve de la mañana y luego de la una de la tarde. Así que Juan Marino se dispuso a hacer sus primeras averiguaciones al día siguiente. Lo despertó, aún a oscuras, el gallo de la vecina. ¿Hacía cuánto no escuchaba el canto del gallo? Metido en su vivienda de azotea, entre paredes y una vista de frente a los tanques de gas, el tendedero y el tinaco, la ciudad lo había vuelto ciego y sordo a fuerza de sobrevivir. Ahora recuperaba el ritmo de la naturaleza y, siguiendo al gallo, como a los latidos de su corazón, se durmió de nuevo hasta entrada la mañana.

Su asunto no sería cosa fácil. Había que convocar a un juicio civil en la vía de Jurisdicción Voluntaria, para justificar hechos relacionados con la persona. Esto lo supo desde el primer día, luego de cotejar unos documentos con otros en el Registro Civil y de comunicarse con sus jefes por teléfono. Arregló un buen precio con la casera, se compró unas camisas de algodón en el mercado y unos huaraches, para estar a tono. Se oyó silbando mientras ayudaba a regar las macetas rebozadas de malvones rojos, blancos, rosas, lilas y naranjas. A mediodía, la casera le tenía de premio una vieja hamaca colgada en el balcón. Juan Marino se miró a sí mismo sonreír en el espejo interior que todos guardamos en secreto.

Así dio inicio la cadena de acontecimientos. No despuntaba el alba y la grita de los pájaros, entusiasmados por vivir un día más, envolvían con sus sonidos, perfumados de frescura, las sienes de Juan Marino.

–Tititití… tititití… –les contestaba Juan, a modo de saludo.

En realidad, todo empezó como imitación. No sabía que imitar es la forma natural de aprender, y que así los bebés aprenden de sus madres y que éstas los entienden aunque sólo emitan balbuceos. Y que, pronto, los balbuceos forman sílabas; y las sílabas, palabras. Y las palabras, significados y sentidos. Y los significados y sentidos, acciones. Y las acciones, cambios en cascada rumbo a la eternidad.

–Tititití… titituúti… –variaba Juan al siguiente día, hamacándose en una recién nacida ú, regocijada en su longura.

Luego de sus diligencias matutinas, ires y venires con testigos, fotocopias y sellos, Juan descansaba la siesta silbando en su hamaca. Los canarios de la casera revoloteaban en sus jaulas bajo la jacaranda del patio. Trinaban peleándose por hacer su solo, al que Juan respondía desde el balcón.

Al principio nadie se percató, pero los ficus a la redonda empezaron a poblarse de colorines azulrosas, azulnegros y sietecolores, con los ojos bien abiertos y las cabezas enervadas. Después de la comida llegaban los pájaros pecho amarillo de alas tigre, que eran los favoritos de Juan. En su cabeza, había tejido una historia de amor en la que él fungía de cupido: en el pico del pinar se colocaba el macho, y en la alambrada del campo de fútbol, la hembra. Había perfeccionado tanto este específico canto, que se adelantaba a las respuestas, por lo cual, la pareja, satisfecha con el raudo cortejo, emprendía dulcemente el vuelo hacia la intimidad de la espesura. Un día en que la hembra no llegaba, el macho giró alrededor de Juan, trinando su desesperación. Juan le respondía, imitando cada uno de sus trinos, pero no era esto lo que aquél quería escuchar.

–Tititití… tititúuuti…

Por más esfuerzos que hizo Juan, el pájaro pecho amarillo le espetó su enojo con una especie de graznido y luego de un silencio prolongado clavó su vuelo hacia la barranca.

No volvió sino hasta dos semanas después.

Las azaleas de corola doble y los tulipanes copa de oro esplendían en los jardines del pueblo, todos los pistilos rezumaban invitantes, peleándose por las parvadas de colibríes que llegaban al lugar. Un colibrí garganta rubí quedó prendado en pleno vuelo al escuchar la voz de Juan Marino pidiendo una cuchara en la cocina. Las modulaciones de esa voz habían viajado por el ADN de los vientos, cargadas del canto de tantas aves con las que Juan Marino había conversado.

Por las tardes se divisaban las aguilillas de cola roja y las canelas, y hasta una portentosa águila cabeza blanca llegó a rondar desde el paraje de los volcanes hasta los sembradíos de arroz. Azulejos y cenzontles se arracimaban haciéndose espacio entre la periquera de las cotorras que, ahora, en vez de hablar, silbaban imitando a Juan Marino en espejo de ida y vuelta:

–Tututútití…
–Titititíiitutu…

Las golondrinas verdemar fueron vistas por primera vez en algún recodo. Los gorriones arlequín se multiplicaron y hasta las gallinas empezaron a cacarear con más bravía. Palomas lentas y bien coreografiadas por la música del bosque, cruzaban el campanario.

Tres meses y veintisiete días estuvo Juan Marino trabajando en su encargo. Hubo que rastrear y traer parientes de otros pueblos y hurgar en los archivos de la sacristía por algún comprobante de bautizo. Varios papeles se deshacían entre arañas patonas e inundaciones de años previos. Finalmente, se emitió el acta y el cliente pudo tener sus documentos listos. La casera lo santiguó, encariñada con ese joven tan acomedido y limpio que silbaba alegremente. Juan juntó sus cosas en silencio y, con un suspiro involuntario, como si su cuerpo anhelara por propia cuenta llevarse algún tesoro invisible del aire, se dispuso a hacer el camino de regreso. Despuntaba el hilo adiamantado del sol entre los cerros. El tecolote parecía hipnotizado en la rama y el gallo giro, contemplando la partida, no cantó.

Ilustración de Bernarda Rebolledo

Juan Marino nunca supo que llegó a hablar, de verdad, con los pájaros. Volvió a la ciudad, a sus costumbres diarias. Pero un filón de felicidad se le había colado entre los dientes y no lo abandonaría jamás.

En el pueblo, sin embargo, las cosas no tendrían un final semejante. Los pájaros lo buscaban, desconcertados. Durante días resonaron por todas partes, como reclamándole algo al mundo. Nadie relacionaba la ausencia de aquel joven forastero con el inquietante comportamiento de los cardenales, los búhos y hasta los zopilotes.

–¿Por qué tendrán ese gritadero? –se preguntaban algunos.
–¡Ay, qué pájaros tan locos! —se quejaba la casera, cerrando la ventana.
–No dejan oír la televisión.

Curiosamente, a la hora de la siesta, cuando debían cantar, los pájaros se quedaban callados, esperando la señal de Juan Marino en el balcón. Aun las moscas parecían cerrar sus alas para no entorpecer el momento. El silencio era tan perturbador que la gente no podía encontrar reposo.

Pronto las costumbres en el pueblo comenzaron a alterarse. El humor cambió, los horarios, la forma de mirarse unos a otros, como si buscaran respuestas a preguntas nunca formuladas. Los pájaros cruzaban rasgando las cuerdas de los vientos con los ayes de sus picos, oteando por los cuatro puntos cardinales los giros de un eco por el que clamaban.

Tales ondulaciones en el firmamento provocaron que el pueblo entero experimentara un fenómeno nunca antes registrado: todo cuanto ahí había entre el cielo y la tierra sufrió una micrométrica rotación en la esfera del universo; todo: árboles, niños, perros, jaulas, faroles, casas y veredas. Fue imperceptible para el resto de los habitantes de Morelos, y ni siquiera llegó a captarse por los sofisticados satélites que orbitan el planeta. Pero fue suficiente para lo que habría de acontecer.

Un mediodía, bajo el ojo inclemente de una nube encapotada que se negó a cubrir al sol, los pájaros se aprestaron en sus ramas, al unísono. Y entonces, ocurrió lo inevitable… 

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Ethel Krauze
Ethel Krauze
Escritora mexicana y promotora de la escritura hecha por mujeres.
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