Miscelánea

De silencios y fantasmas: 100 años de Juan Rulfo. Entrevista a Francisco Rebolledo

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Para el autor de Rasero, hablar de Juan Rulfo es abrir un baúl que pocas veces ha visto la luz. No sólo lo considera el escritor más importante de la literatura mexicana, sino también uno de los personajes más enigmáticos que ha conocido y del cual heredó el respeto y el amor por el lenguaje. Para conmemorar los cien años del nacimiento del autor de Pedro Páramo, compartimos esta entrevista a Francisco Rebolledo, quien, de primera mano, nos sumerge al universo rulfiano.

Te escuché decir varias veces que Rulfo es nuestro Cervantes. Empecemos por ahí. ¿Qué relación encuentras entre uno y otro?

Es nuestro Cervantes en el sentido de que para mí es el mejor autor mexicano, equivalente a Cervantes por ser el mejor autor de habla hispana, mérito que tiene con El Quijote. Veo muchos paralelismos con él. Paradójicamente, en el caso de Cervantes la obra es muy extensa y con Rulfo es muy breve, pero las dos se parecen en que tienen estructuras muy complejas y una diversidad enorme de personajes y de situaciones, paisajes y descripciones. Lo que los hace distintos es la forma de resolver la temática. Mientras que Cervantes lo hace de una manera extendida, sin prisas, pausada, que se va prolongando en cada tema usando el lenguaje, Rulfo se obsesiona en ser concreto, directo, a veces hasta exagera, pero no es fácil. Uno tiene que leer varias veces Pedro Páramo, porque omite muchas cosas, ¿no? Cuando escribe, se va siempre a la médula. En ese sentido, aunque su estructura es totalmente la de una novela, por la complejidad de tramas e historias que cuenta en ella, es por otro lado un poema, por eso de la brevedad, decir mucho en pocas palabras.

Rulfo tenía una relación especial con los adjetivos. Creía que en el sustantivo estaba la esencia del lenguaje. Esto, pienso, lo acercó –como dices– más a la poesía que a la narrativa. Pero, ¿qué más sabemos de su escritura?

Me acuerdo que él mismo decía que era una especie de cazador de adjetivos. Siempre que releía algo que había escrito, veía si no se le había colado algún adjetivo que estuviera de más. ¡Por eso son tan breves sus textos! Si sobra el adjetivo, ¡fuera! No quería darle colorido a sus historias por la palabra, por el adjetivo. Lo quería dar por la imagen que creaba, que es muy distinta, ¿no? Se necesita una maestría enorme para lograrlo. Creo que eso, lo has dicho tú, se acerca muchísimo más a la poesía. Cuando lees buena poesía, ves que es poco adjetivada. Son imágenes. Son los sustantivos los que mandan. Rulfo es más poeta que narrador, en el sentido amplio de la palabra poeta.

El llano en llamas, que se editó por primera vez a inicios de los cincuenta, es un libro de cuentos, no con cuentos. Sin embargo, no fue pensando como un proyecto que debía alcanzar cierta redondez, pese a que ciertamente la alcanza. ¿Cuáles son los factores que lo hacen un gran libro?

Bien… es un libro de relatos. Me gusta más llamarlos relatos que cuentos porque algunos de ellos son cuentos otros no, por eso es mejor llamarlos relatos. Efectivamente, según cuentan, según había averiguado, estas historias las fue escribiendo en un lapso largo. Empezó desde… Pasarían cinco o seis años desde el primer relato que escribió al último. Escribió un libro de relatos sin proponérselo, pero a pesar de eso, resulto ser uno. ¿Por qué? Por la temática. El contenido fundamental de El llano en llamas es el campo mexicano: el México rural. Si te fijas, hay un cuento ahí medio urbano que habla del temblor, ¿no? Pero fuera de ése todos son rurales y con una geografía muy peculiar del país. Uno siente la atmósfera de este campo del bajío, del sur de Jalisco, del norte de Michoacán; eso le da un sello, una personalidad. Le da al libro una construcción que lo va convirtiendo orgánico en ese sentido. Algunos un poco más excéntricos, el de “Talpa” está más para acá, pero básicamente uno siente este México rural y eso es lo que le da el carácter al libro. Sí se puede decir que es un libro de cuentos orgánicos. Cuando él lo releyó y los armó y los colocó y demás, el libro, como buen libro de relatos, se convirtió en sí en un relato, en una especie de novela contada en capítulos distintos. Se puede leer así. Los relatos son tan unitarios, pero no como en otros casos; hay casos donde los cuentos son como un compilado o una antología. Aquí es precisamente esta imagen del campo mexicano y el lenguaje los que los hermanan. El lenguaje, quizá todavía más que el paisaje, los hermana a todos. Casi todas las historias están narradas en primera persona, son personajes de estas regiones, de estos paisajes, los que hablan, ¿no?, y es su voz la que de alguna manera homogeniza la trama. No porque todos hablen igual, sino porque se refieren a un México igual, de eso no cabe duda.

Juan Rulfo en la Ciudad de México. Fotografía de Ricardo Salazar.
Fondo Ricardo Salazar del AHUNAM

Rulfo parecía un hombre callado y de pasado incierto. De hecho él mismo se encargó de difundir datos ambiguos sobre su origen. ¿Influyó la creación de la leyenda del escritor en la universalidad de su obra?

Creo que Rulfo de alguna forma sí crea su propio personaje. El Rulfo escritor no es exactamente igual al Rulfo ser humano, persona. Y no sé qué tanto lo hizo adrede o para defenderse. Es innegable, y esto lo podrían decir muy bien sus hijos, que era un hombre retraído, tímido. Él mismo lo decía, no porque quería reconstruir su historia, sino porque simplemente era verdad. Era un hombre parco, esto es evidente, ¿no? Hablábamos de esa capacidad para abreviar, viene mucho por su parquedad. Pero, por ejemplo, Rulfo tenía un espléndido sentido del humor, de eso no se habla mucho, porque yo sí lo conocí en persona y me acuerdo que no era fácil. No sabía si me estaba botaneando o estaba hablando en serio. Había cierta ambigüedad… Pero eso cuando estaba de vena y cuando el interlocutor no tenía asomos de ser intelectual o escritor, porque entonces sí cambiaba mucho de actitud.

Recuerdo eso… era muy hermético con los escritores, no le gustaba mucho hablar con ellos. Cuando lo conocí ya era una leyenda y le molestaba un poco. Entonces creaba una especie de barrera de parquedad y hosquedad. Tuve la fortuna de conocerlo en persona siendo el maestro de su hijo. Ya lo conocía, pero sucedió formalmente cuando presentamos una película en la que había trabajado su hijo, curiosamente, que estaba en secundaria. Entonces invitamos a los papás y para sorpresa mía, Rulfo fue y yo estaba muy emocionado. Recuerdo que me decía “maestro” y yo decía “no, por favor no me diga maestro, por favor”. Entonces nos llevamos bien, por su hijo; le gustó mucho la película que se hizo. También él iba mucho a un café llamado El Ágora, por Barranca del Muerto, muy cerca de la escuela donde iba su hijo, y pues yo iba mucho a ese café y ahí algunas veces hablamos. Ahí fue cuando él detectó que, aunque a mí me gustaba escribir, no era del círculo de escritores, y también iba sobre todo por Marcela, mi compañera, quien trabajaba en esa librería a donde Rulfo iba casi todas las tardes a tomar café después de trabajar. Hizo muy buenas migas con ella, con Marcela, y ella no era escritora. Él le tenía un rechazo tremendo a los escritores. Era muy reacio. Se ponía hosco, no grosero, nunca fue grosero, pero hablaba poco…

En cambio con Marcela se ponía a cotorrear horas, lo cual en otro contexto era inimaginable. Conmigo mismo a veces platicaba… Me acuerdo, por ejemplo, que a Marcela le contó un cuento espléndido y él lo contaba como historia real. Ése era uno de sus dones: contaba historias como si fueran ciertas, y yo no estoy muy seguro de que lo fueran. Las iba inventando; eran deliciosas. Lástima que no escribió varias de ellas. Ésta se la contó a Marcela, a ella le tenía mucha confianza y era muy amable. Le contó una historia muy simpática: en un pueblo, no sé dónde, por ahí de la región de él, existió uno de estos cristeros que estaban en la Guerra cristera, estaba obsesionado con los piratas. Había leído novelas de piratas y se volvió un jefecillo en la causa cristera; cuenta que una vez agarró a unos pelones, o sea unos federales, y se los iba a quebrar. Los llevó a un barranco y puso una tabla. Les ponía una espada como para lanzarlos al mar, aunque obviamente estaban muy lejos de éste, pero esto fue usar un barranco para hacer justicia. Es una historia muy simpática, imagínate, ¡un cristero pirata! Una historia totalmente rulfiana. Hubo veces que me dieron ganas de escribirlo, pero por supuesto que no, es como si fuera plagio. Se lo contó a Marcela y ella me lo contó a mí. Eso te habla de un Rulfo muy distinto al que está en el cliché.

Por otro lado, no sé qué tanto influyó esto en los lectores, pero definitivamente en él sí, porque no escribió más. Ya no escribió y él mismo hizo un mito: hablaba de sus proyectos, que estaba escribiendo unas cosas, pero lo decía un poco para que no le fastidiaran, porque era una pregunta común: “maestro, ¿cómo está, maestro?, maestro, ¿qué está haciendo?, ¿qué está escribiendo?”. Y él respondía: “pues ando ahí en unos proyectos…” Les daba el avión, en pocas palabras. Porque se supo, ya cuando murió, que no había hecho nada; lo único que se rescató fueron las cartas que le escribió a Clarita, no más. Creo que sí influyó mucho ese hostigamiento. Él mismo se hizo personaje de sus propias historias, por decirlo así. Tuve una buena relación con su hijo, el menor. Una vez en una plática muy íntima con éste, me dijo: “mi papá no es así, no es como lo pintan”. Aunque siento que el mismo Rulfo ayudaba a generar esa imagen. Pero de que era retraído, lo era. No es que fuera un cascabel por un lado y luego cambiara tanto. Era un hombre retraído.

Pedro Páramo fue una novela menospreciada en su momento. No fue sino hasta una generación después, a partir de su publicación, que empezó a tener tirajes considerables y críticas positivas. ¿Por qué?

Bueno… Rulfo una vez contó que publicó Pedro Páramo a fuerza, obligado por Arreola, quien le había ayudado en este trabajo; eran muy amigos entonces, y él estaba muy preocupado de que cada vez le iba recortando más, por su obsesión con la economía del lenguaje. Hasta que le dijo: “esto ya hay que publicarlo, antes de que desaparezca la novela”. La publicó y quedó una novela muy densa, con muchas anécdotas que contar, pero poco contenido, lo que la hace muy difícil de leer. En esto estará de acuerdo cualquiera que la lea. Hay que leerla, como decía Rulfo, por lo menos dos o tres veces. Mucha gente no la entiende o se le hace pesada su lectura.

Tengo de primera mano una anécdota, que es de Marcela, mi mujer. Uno de sus amigos, crítico, joven en aquel entonces, Alí Chumacero, escribía reseñas en el Excelsior en esa época y le hizo una crítica bastante dura, porque eran amigos… Le dijo que estaba bien, que el manejo era muy bueno, bla, bla, pero que estaba demasiado resumida. Lo criticaba un poco de snob, por el gringo que estaba de moda en ese tiempo, Faulkner, ya que también era muy concreto. A Rulfo no le gustó nada esa crítica, y eso lo sé porque muchos años después, cuando iba al Ágora con Marcela a tomar café, un día, ella le preguntó: “oiga, maestro, ¿es cierto que Alí Chumacero lo trató mal?” Estamos hablando de los setenta, ese momento en el que Rulfo ya era Rulfo y Alí Chumacero ya era Alí Chumacero… “Sí, Marcelita, efectivamente. Te voy enseñar una cosa”, contestó Rulfo. En ese momento, se sacó de la cartera un recorte: era el artículo de Chumacero. ¡Llevaba veinte años con el artículo de Chumacero en la cartera! Para que se vea a qué grado le afectó la crítica.

No era un escritor fácil. Se sintió mal; obviamente se había dado cuenta de que había escrito algo que valía la pena. Pero el que lo rescató y lo puso en el mapa fue García Márquez. Rulfo le tenía mucho aprecio. García Márquez publicó Cien años de soledad en los años sesenta y tuvo un gran éxito. Cuando un autor se vuelve muy famoso siempre le preguntan sus influencias, y él siempre hablaba de Rulfo. Como una referencia, como una inspiración, como un maestro. Hablaba muy bien de Rulfo, siempre decía “el gran escritor, el gran Rulfo”. Eso le ayudó mucho porque García Márquez se leyó en todos lados y además se creó el Boom latinoamericano, ya sabes… Y Rulfo cayó de pie. La generación siguiente lo reconoció. Fuentes empezó a hablar muy bien de él; al principio no le hizo mucho caso, como casi todos. Los buenos lectores sí sabían quién era Rulfo. El propio Arreola siempre lo respetó mucho desde siempre. Cómo te diré… fue reconocido, pero en cierto círculo. No fue por el Boom, porque fue después. Pero la gente que leía en México en ese tiempo, en los cincuenta, por su puesto que lo leyó y supo que era bueno, fuera de serie. Estoy hablando un poco a tientas, por lo que me contaron, porque yo era muy pequeño y no lo viví. Pero definitivamente tuvo que ver el Boom y García Márquez y todo lo que arrastró a esta generación de escritores.

Juan Rulfo en la Ciudad de México. Fotografía de Ricardo Salazar. Fondo Ricardo Salazar del AHUNAM

En tu único libro de cuentos, Pastora, hay un guiño rulfiano. Incluso, al principio lo llamas “El maestro” y dices que nadie ha escrito sobre la muerte como él. ¿Cómo afectó la obra de Rulfo en la tuya y, en general, en la literatura latinoamericana?

Sí, a mí me impactó mucho. Yo de muy joven, cuando le agarré cariño a la literatura, mi primera pasión fue El Quijote, curiosamente. Un libro que me había dado flojera leer y tuve que leer casi a fuerza. Leí sólo un capítulo, pero con eso me bastó para engancharme de joven. Eso me volvió, además, un lector. En la adolescencia me leí a García Márquez, a Vargas Llosa y a todos ellos. Y leí a Rulfo (joven todavía) y no me llamó la atención. Dije: “está como confusito este libro”. Además no me gustaba que fuera delgado. En esa época estaba obsesionado con los libros extensos, qu ería escribir un libro de esos y curiosamente lo logré. Entonces los libros chiquitos me sabían a nada. No le hice mucho caso a Rulfo. Muchos años después, ya en mi madurez como escritor, habiendo escrito Rasero, tuve otro flechazo que fue Malcolm Lowry; me fascinó, me embrujó. Fue como un segundo Quijote para mí. Y ya acabada mi novela y amando la literatura devotamente, releí a Rulfo. Por aquello de lo poético, porque Lowry es muy poético, pero es extenso. Es algo como una mezcla entre Rulfo y Cervantes. Es rollero como el Quijote, pero a veces poético como Rulfo; Lowry es un escritor muy complejo. Entonces dije: “pues a ver”, y ¡zaz! Rulfo fue mi tercer enamoramiento y creo que me ayudó el ya haber leído mucho, ser adulto y tener más de cuarenta años para redescubrir a Rulfo. Es curioso, ¿no? Para mí fue fácil redescubrir El Quijote, a todos estos escritores, al mismo García Márquez, y a los rusos y todos… Pero el último que me animé a leer fue a Rulfo. Ahí descubrí que un libro delgado no tiene nada que ver con la calidad, y dije: “uf, esto es un novelón, es una maravilla…”

Curiosamente cuando escribí Pastora fue la época en la que estaba absolutamente enamorado de Rulfo. Y el Fondo de Cultura Económica me propuso publicar Rasero, pero ya estaba publicada en otro lado; entonces me dijeron que me publicaban lo que tuviera; me trataron muy bien. Más que tener libros, tenía ideas de unas anécdotas de la guerra española, de mi madre, sobre todo. Ahí metí la historia de Pastora, que era una anécdota simpática que me contó mi mamá cuando era pequeño, y se mezcló con una historia trágica: Marcela y yo perdimos a una hija justamente el día que Rulfo murió. De ahí viene la idea del cuento. Porque no podía escribir el cuento. Marcela me dijo que murió Rulfo y que se había muerto nuestra hija. Entonces ella dijo una frase muy bonita: “lo bueno es que se van a ir juntos y que le va a contar cuentos y le va a enseñar fotos”. Y dije: “¡ah, chinga!, voy a escribir un cuento de un anciano que se muere el mismo día de una neonata y que se van juntos”. Pero me costó muchísimo trabajo. Me ponía muy triste; tenía el cuento del burro, chistoso, entonces se me ocurrió hacerlo telegrafista y combiné las dos historias. Y ya a la hora de que lo escribí me di cuenta, para fortuna mía, que el cuento salió muy rulfiano. ¿Por qué? Porque primero empecé hablando de Rulfo, evidentemente, la estructura es muy rulfiana; aunque es un cuento largo, está más cerca de ser una novela corta. Es decir, es un cuento que tiene muchas cosas por los personajes y la temática; para las pocas páginas que tiene, se hablan muchas cosas. Personajes, situaciones, épocas… muy a la Rulfo, con mucha economía del lenguaje también. Con pocas palabras, voy diciendo varias cosas de la historia, ¿no? Y me gustó mucho ese cuento, es de mis cuentos favoritos, porque logré rendirle homenaje al maestro y logré (según yo) un cuento muy rulfiano, que no es algo fácil. En muchas críticas me lo han puesto muy bien ese cuento.

Quizá lo que más intriga a los lectores es por qué Rulfo dejó de escribir. ¿Cómo debemos leer su silencio? 

Dicen: “¿por qué, por qué dejó de escribir?” El hecho es que lo dejó de hacer. Por lo que fuera. Lo importante es que escribió y que nos dejó esta gran obra. Se habla mucho de su silencio posterior, pero creo que eso a fin de cuentas no importa. Si no escribió más fue porque no le dio la gana, o porque no pudo o estaba difícil, o su carácter no se lo permitía… Pero lo que importa es que escribió. Es decir: el especular por qué dejó de escribir y todo eso, a fin de cuentas, no es piso firme. Unos dirán que porque era alcohólico, otros que porque no aguantaba a la esposa, otros dirán lo que les dé la gana. Pero es un poco mezquino hablar de eso a mi punto de vista. Es mucho más fascinante hablar del silencio de Rulfo en su obra, que efectivamente es muy silenciosa; está, como él mismo lo dice, escrita a murmullos, y a un paso de que sea un vacío. La música es un vacío de silencio entre dos notas; entre más distantes las notas, más cadente es la música, ¿no? Y cuando corre el riesgo de que desaparezcan las notas, pues desaparece la música. Rulfo está así, en ese punto. Es ese puente. Muy muy cadente, tiene pocas notas, pocas palabras, pero dice mucho con ellas. Y lo que quedará para siempre es esa enorme capacidad de hacer una obra tan compleja con tan pocas palabras. Es el “antiQuijote”. Dijo mucho en pocas palabras, mientras el otro dijo mucho pero en muchas palabras. Es lo que queda, a fin de cuentas. Se habla muy poco, curiosamente, pero pinta muy bien el genio que tenía como escritor Rulfo en la otra obra que publicó, el argumento de El gallo de oro. Lo escribió en la época en la que era famoso y también casi obligado, y le gustó. Es hermoso. Escribió el cuento y lo hicieron película. La primera la hizo Gavaldón; la segunda la hizo Arturo Ripstein y le puso El Imperio de la fortuna. Es un espléndido guion. La primera me gusta mucho justo porque dibuja lo que es Rulfo: el azar, los comentarios que hace; es un guion, ni siquiera eso, es un argumento, un cuento que te cuentan. Pero aún así tiene unos juegos del lenguaje fascinantes. Logra crear personajes sólo con muletillas, algo típico de Rulfo, rápido le sale el genio al cabrón. Sí, ojalá hubiera seguido escribiendo más cosas. El gallo de oro es delicioso, e insisto, no lo escribió como cuento, sino como argumento, y es buenísimo; tiene personajes perfectamente dibujados y una anécdota muy bien hecha. Uno dice: ¡hombre, este señor debió de haber escrito más! Pero bueno, lo importante es que escribió. Escribió Pedro Páramo y El llano en llamas y dejó una huella indeleble (aunque suene cursi el dicho) en las letras, yo no diría mexicanas, yo diría universales, o por lo menos occidentales.

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Roberto Abad
Roberto Abad
Escribe cuentos. Autor de Orquesta primitiva (Fondo editorial Tierra adentro, 2015).
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