Miscelánea

Briófita

Los relatos de Yeni Rueda López (Morelos, 1990) transitan por el arte de la sugerencia y apuestan a la confección de historias a través de la elipsis; la clave de su narrativa se encuentra en lo que no está dicho, en el desciframiento de símbolos. En 2014, publicó la plaquette Tres gotas de agua, con el sello Ediciones Simiente.


Si nosotros fuéramos árboles
¿seríamos tronco o ramas?

quizá yo sea rama, y tú tronco
quizá yo sea hoja, y tú rama
o quizá, no seamos nada
quizá, sólo seamos esporas de musgo

EL PERFUME DE AZAHARES que usaba mi abuela se ha apoderado de su habitación a pesar de que lleva días sin usarse. En la sala, el vaho de las velas continúa habitando el lugar y el vestigio de su paso se hace presente en las flores, que han quedado apresadas entre la cera derretida y el piso gris. En el techo un hilo de musgo ha comenzado a crecer por la humedad de las lluvias. Su color es tan intenso como los ojos de mi abuela y trae consigo el olor a bosque que me recuerda inmediatamente al cuello de Ermilo.

Desde que enterramos a Aurelia se pasa las horas sentado en el sillón donde solíamos dormir cuando éramos niños, con la mirada completamente vacía. Casi no habla, pellizca el pan y apenas toma un poco de agua. Luego se va a dormir. Por las mañanas lo veo con los ojos enrojecidos. También está más flaco. Cuando me acerco a abrazarlo, deja caer todo su cuerpo sobre mí y me invade el miedo de que se deshaga entre mis dedos. Pasados los minutos y sin decir nada, me aleja de él y vuelve a sentarse.

La primera vez que estuve aquí, en esta casa-cáscara, tenía seis años y mi hermano doce. Un calor húmedo nos hacía jadear mientras avanzábamos por la colina. Al llegar a la esquina, frente a la casa, lo primero que vimos fue a Aurelia sentada junto al portón, rodeada de la enredadera que había devorado el moño negro que se colocó el día que murió mi abuelo. Mi madre tomaba a Ermilo del cuello con mucha fuerza, y él hacía lo mismo conmigo.

Cuando llegamos con mi abuela, hablaron muy poco y todo se convirtió en una transacción demasiado fría para mi gusto. Aurelia no dejaba de mirar a mi madre, no con incertidumbre, sino con curiosidad, como si hubiera estado esperando ese momento desde hace mucho.

Mi madre se agachó para despedirse, y nos plantó un beso frío en las mejillas enrojecidas, evitando encontrarse con nuestros ojos. Ahora que recuerdo ese momento, me extraña la tranquilidad con la cual aceptamos las cosas, como si nosotros también supiéramos de antemano que nada nos unía a esa mujer, que fue más que nada, una ausencia constante.

Mi abuela nos tomó de los hombros, y con mucha naturalidad nos llevó al patio de la casa. Lo primero que nos regaló fueron unas guayabas que a mí me supieron demasiado ácidas. Ese día, Ermilo y yo pasamos la noche en la misma cama, sin dormir, sólo escuchando nuestra respiración y platicando eventualmente, de lo vieja que nos parecía nuestra abuela y lo mucho que nos gustaba la casa.

Antes me resultaba imposible señalar el momento en que la relación entre Ermilo y yo se distorsionó. Sin embargo, ahora tengo tiempo de sobra para escarbar en fotografías, hojas, juguetes viejos y cuartos abandonados. Mis propios pensamientos informes van encontrando su estructura y puedo más o menos ubicar ese instante, aparentemente ínfimo. Debió suceder durante el verano, cuando el calor del sol se deja caer sobre los cuerpos. A esa edad, me gustaba, excesivamente, sentir los rayos del sol sobre la piel, sentada en el jardín durante horas casi sin moverme, como una lagartija. Mi abuela siempre me acompañaba, mientras tejía cualquier cosa inútil.

Ilustración de Bernarda Rebolledo

El momento se dio justo en uno de esos días.

Mis primos estaban de visita y Ermilo jugaba futbol con ellos. Yo llevaba un short color verde que apenas cubría la parte alta de mis muslos, y una playera que mi tío había traído de la capital. Comíamos guayabas mientras los observábamos gritar y moverse salvajemente. Sus cuerpos largos y un tanto imperfectos estaban cubiertos de sudor. El pelo se les pegaba a la frente, y en las mejillas la sangre excitada. Sus gestos llamaban mucho mi atención. Estaba tan absorta con sus cuerpos en movimiento que no me había percatado de que alguien hacía lo mismo conmigo.

Sentado, cerca del bebedero y fingiendo tomar agua, era obvio que Ermilo llevaba largo rato mirándome las piernas. El placer que sentí al descubrirlo era muy parecido al del sol quemándome.

Sonreímos, no como niños o adolescentes, sino como dueños de un misterio que ni siquiera nosotros alcanzábamos a entender, pero que era sólo nuestro. Ermilo dejó la jícara y se unió al grupo. Yo me quedé quieta, como una lagartija, mirándolos a todos con detenimiento, pero regresando siempre a él.

Ermilo se fue sin decirme nada. Uno existe porque puede ser tocado por los demás, el tacto es la verdadera fuerza de gravedad que nos ata a la tierra. Sin él no somos más que una masa sin forma ni color. Pero aquí no hay nadie que me toque, nadie que haga que exista. Y sé que Ermilo anda allá afuera también sin existir. Mi existencia aquí depende de que yo sienta la mano de Ermilo y entienda que es él quien me toca, y él entonces sabe que puede sentirme y, por tanto, existe.

Como a eso de las doce de la noche escuché un ruido en el sótano, como de garras de ratas o aves. Pensé en bajar, pero el frío que hacía me obligó a quedarme en la cama. Creí que me enfermaría.Aquel sonido duró unas horas; primero se escuchaba como si alguien arrastrara los pies, luego como si revolvieran cajas, las hicieran trizas y luego las masticaran. Al último, creo que empujaban algo muy pesado. Tuve tanto miedo que dormí muy poco y no me levanté hasta después del mediodía. No había rastro de nada. En el techo el hilo de musgo había desaparecido. El olor a bosque se evaporó por completo. Ni los azahares ni las velas. No olía a nada. Comencé a sentirme completamente árida. Entonces todo me pareció más triste, pero ya no sólo por él o por mí, sino por la casa.

Aquí es donde mi abuela vivió, donde creció mi mamá con sus hermanos, donde crecimos nosotros. Pero después de la muerte de Aurelia, nada tuvo sentido, todo se fue desmoronando, como las guayabas en la boca de Ermilo. La casa estaba dando sus últimos respiros. Agonizaba con cada minuto. Y yo no podía salir de ella.

0
Leave a Comment